03 septiembre 2009

Tarifa


Desde Río de la Jara hasta Tarifa hay unos cinco kilómetros. El camino se puede recorrer por un sendero que, al principio, va junto a la carretera más cercana a la playa. Hay un punto en este trecho en el que, bajo la misma carretera, hay restos de comida. Es en un túnel para desagüe que hay bajo ella y donde se nota que alguien se ha refugiado o escondido durante un tiempo o, tal vez, pasado alguna noche recientemente.
Más tarde el camino se mete por la gran playa que llega hasta Tarifa y, entonces, se convierte en sendero hecho de tablas para que los caminantes no se atasquen en la arena. El camino pasa cerca de un viejo búnker al que le han tapado las troneras con piedras. Curiosos, nos acercamos a verlo y, cuando llegamos, vemos que hay comida cuidadosamente depositada en la puerta. Deducimos que alguien lo habita y que ha dejado la comida en la puerta para que se airee o, tal vez, alguien lo está utilizando como escondite provisional mientras llega la noche y puede seguir camino. Naturalmente, no entramos.
Según avanzamos por el camino de madera hecho sobre la marisma arenosa de la playa vemos como al sur, en este día claro, se recorta nítidamente el perfil montañoso de la costa de África.
Los coches de la Guardia Civil pasan por Tarifa de uno en uno o de dos en dos o formando patrullas de varios y frecuentan sin descanso la carretera de las playas. En cada coche no van dos guardias, sino cuatro. Por el pueblo nos cruzamos con una guardia civil en cuya guerrera una placa distintiva indica que es comadrona.
Por otro lado, Tarifa, si algo tiene, son turistas. En las charlas prepondera el inglés y, entre los tipos, la blancura rubia. Casi todos beben cerveza con tranquilidad en todos los bares, baretos, restaurantes, tabernas, chiringuitos y demás garitos del pueblo. También comen paellas, gazpachos y los distintos sucedáneos de comidas típicas que les dan. Sin embargo, hay muchos más negros, por ejemplo, en el centro de España que aquí. De hecho no hemos visto ninguno. Aquí son sospechosos, como poco. Por lo demás reina la calma y la felicidad. Nadie pide los papeles a estos rubios sonrosados, colorados por el sol y con los ojos tan friamente claros como esas ratitas blancas de laboratorio. No importa que sean de fuera de la Unión Europea, su aspecto les avala. Están libres de sospecha. Ríen y gastan, con solvencia, en los establecimientos de la zona. Muchos viene aquí desde muy lejos por el windsurf o el katesurf que, para sus adeptos, es una pasión. Tienen derecho a todo. No problem. El peligro está enfrente, en esa costa cercana que se recorta al sur. El peligro viene de África.
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