27 septiembre 2009

La capa


Me dio un mono azul mientras sopesaba mi envergadura.
- Aquí se necesita fuerza -dijo el viejo- mientras me miraba de modo inequívoco.
Ya lo creo, las marranas andaban por los veinte kilos. Eché mano a la primera y la agarré por las orejas con firmeza, sin ningún titubeo, para inmovilizarla y evitar las violentas tarascadas que el animal lanzó en cuanto se sintió trabado. Otro la sujetó en volandas por las patas traseras para, entre los dos, dejarla sin apoyo.
- Las hembras tienen uñas, a los machos los capa cualquiera –dijo el capador mientras sus rápidas y hábiles manos actuaban en precisa unión con su cuchillo.
Entre los chillidos agudísimos y penetrantes de los animales no perdía yo mi concentración por la cuenta que me traía. Los desesperados gruñidos, como de pesadilla, laceraban los oídos y erizaban los pelos. Eran sólo equiparables a los violentos empellones para morderme y liberarse de mi presa en sus orejas. No apartaba yo la mirada de la gorrina de turno e, increíblemente, entre toda aquella algarabía, solamente percibía con extraña nitidez el chop de la capadura al caer en la palangana sanguiñolenta donde el castrador arrojaba las vísceras. No duró mucho el trago aunque a mí, ciertamente, se me hizo más largo de lo deseado. Por eso, cuando el oficiante terminó con las nueve cochinas, estaba yo agotado por el esfuerzo y más aún por la tensión de haber contenido a pulso la vitalidad salvaje y doliente de aquellos animales.
- Cómo has esperado tanto –dijo el capador al viejo.
- Porque tenían que venir éstos –dijo el viejo moviendo la cabeza hacia nosotros.
- Pues, si las llegas a dejar un poco más, apuesto que la carne te hubiera salido con olor.
- Hala, no jodas, no exageres.
- Miá, toma no.
Ya en el comedor de la casa, el viejo sacó una botella de aguardiente para agasajar al capador y a la concurrencia. Lo hizo como en un rito viejo y antes de pagar al hombre.
- Hay que echar un buen trago porque la sangre enfría –sentenció el viejo.
- Eso se ha dicho siempre –asintió el capador antes de echarse al coleto la copa de un golpe.
A la semana pregunté al ama por los animales.
- Huy, hijo, están de primera. Les ha sabido a chocolate. Y, a vosotros, ya os esperamos para enero, ya sabéis, para la matanza.
Y, así, me marché pensando que, con seguridad, pese a la mala fama que le echaban a la caza, mientras la misma se hizo para comer las piezas, fue simplemente otro medio de sustento y siempre menos sanguinaria que la vida cotidiana en los pueblos de entonces y que, a algunos amantes de la naturaleza, quisiera yo haberles visto hace años sobreviviendo en un pueblo sin hipermercados ni yogures de fresa desnatados. Y, mientras caminaba, iba sonriendo como un tonto, pensando que la ignorancia de las cosas nos torna inmaculados a nuestros propios ojos. Como si se pudiera pasar por esta vida sin mancharnos de nada. Así sea.
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