02 junio 2011

El Quin y la Quinita

Dices tú de los hurones. Ya no dormí bien aquella noche, la idea de entrar por fin en los intríngulis de los bichos me podía. Asín que media hora antes de que amaneciera estaba yo ya camino del portón del Jonasín.
Caminaba despacito, entreteniéndome, aspirando el refrescor de la mañana para desatarantarme, y porque no quería que me se notara que aquellos bichitos me tiraban tantísimo, y porque temía que me se notara lo trabado que me tenía el interés aquel y lo muncho que estas cosas, de de siempre, han podido conmigo.
Y asín que eso, que bajé dando tiempo y, para gastarlo, me fui primero a las eras a mirar las estrellas que aún cuajaban to el paladar del cielo.
-        ¿Ésas que te recordaban a las mozas de tu pueblo?
-        ¡Papo, de todo te acuerdas! Pero, ese día, no iban de faldas los tiros. Que ese día iba yo como el que va a sus melones, sólo que con munchísimo más interés.
-        No me mientes los melones.
-        Calla, no seas rencoroso, ¡qué memoria, papo!, si de eso hace mil años.
A lo que iba. Cuando dejé el ejido, ya empezaban a ocultárseles los brillos al enjambre estrellino y, aluego, miré hacia la luz nueva del naciente que ya quería hacerse algo grisácea por los Hueros, que es por donde amanece en mi pueblo. Y me quedé quieto, a la observación. Y le di al magín, como otras veces, dando por seguro que era una luz que venía cada día de entre la línea de los mundos, el de los vivos y el de los difuntos, y que antes de llegar y extenderse por los campos, expandiéndose y perdiéndose en las horas ciegas del día, te podía poner en comunicación con los tiempos de antes aunque, la verdad, es que a mí nunca me ocurrió, aunque lo tenga por indudable y cierto. Y, entonces, divisé al lucero del alba aguantando en el firmamento más que las otras estrellas chiquitinas que, en cuantito viene la menor luz, se ahogan enseguida. Y viendo repetirse toda aquella grandeza sorda con que echa a andar el mundo cada día, y sintiendo to ese silencio asín, na más interrumpido que por el canto de algún gallo que retaba al sol o por el rebuzno terco de algún borrico entero, no pude en que decirme a mí mismo con muncho respeto:
-        “Hay que joderse, lo que es la puta Naturaleza.”
Y es que, algunas veces, lo bonito del mundo casi te asusta, de puro solitario que te encuentras al verlo, y es casi como si te sobreencogieras y hasta las tripas te hicieran cosas raras. La de veces que lo tengo comprobao. Asín es. Sí.
El caso es que cuando quiso abrir el Jonasín, ya me había echado yo dos pajandinis, por echarme algo caliente al cuerpo, en que tabaco fuera. Que, en aquella época, no diré que tenía más hambre que Dios talento, porque nunca me ha gustado exagerar, pero cerca le andaba y, a veces, hasta estoy seguro de que le pisaba los talones.
-        Pasa, Colás, que vas a conocer al Quin y a la Quinita, bueno, aunque al Quin ya le viste el día de marras –dijo Jonasín el Burraco, abriéndome el portón como un santo de faz sencilla e inocente, como un santo de pueblo, asín como yo, con algo más de analfabeto que de santo. Pa entendenos.
Atravesamos el corral, dejando las leñeras, las cortes, el almacén, las tinas, los aperos y los atrojes a un lado, y le seguí hasta un pequeño gallinero que el Burraco abrió con mucho sigilo, como si alguien, incluso en su casa, pudiera espiarle. Encendió la luz de una bombilla tan tenue que su filamento con la luz de una vela se habría deslumbrado. En dos cajas separadas, tapadas con una alambrera con una piedra encima, estaban los dos bichos: el Quin más quieto y voluminoso, sin ser grande, y la Quinita nerviosa, ágil y escurridiza, inquieta y juguetona.
-        Mira, qué ojos nos echan –dije sin poder sujetame.
-        Y esto no es todo –dijo el Burraco, mirándome con una faz mitad de angelote y de felino.
Y, abriendo otra caja algo más grande, me mostró cuatro crías, ya más que terciadas que, al ver la luz se desperezaron y empezaron a jugar con pequeñas carreras y amagos de lucha entre ellas, una vez que vencieron la sorpresa.
-        ¡Papo, qué alimañas, qué instintivo tienen ya estos animalitos ende que nacen! –dije pa mi caletre.
Pero nada salió a viva voz del cuello de mi camisa, porque no quería que el Burraco notara lo ansiosote de mi interés. Con delicadeza, como el que toma un reloj en sus manos, el Burraco, casi acariciándoles, metió a aquellas elasticidades que se debatían entre sus manos en sendos taleguillos que, con sumo cuidado, puso dentro de un zurrón.
-        ¡Papo!, los manejaba con más melindres que a un niño de pecho. Se veía que el Burraco les tenía ley a las criaturitas. Sí.

4 comentarios:

isidro dijo...

Soros, si el Colás leyera todo lo que escribes de él, pensaría que lo tienes grabado.

Un saludo

Soros dijo...

Amigo Isidro, conviene que sepas que el Colás, en estos relatos, es un personaje que no es real, sino literario. Y, aunque algunas cosas puedan aproximarse a la realidad, la mayoría de lo narrado es sólo fruto de la imaginación.
Un saludo.

isidro dijo...

¡No!!!!... Soros,por favor, dejamelé vivo.
¿Fruto de la imaginación?... No puede ser.

Un saludo

Soros dijo...

Pues así es, Isidro. De todos modos, los personajes literarios tienen más suerte que nosotros y, luego de existir en nuestra memoria y en nuestra imaginación, siguen vivos y se quedan por ahí, por donde siempre estuvieron, haciendo de las suyas.
Un saludo.