03 junio 2011

Las gateras de la conciencia

¿Que por qué hice aquello? Qué sé yo que te diga. Puede que fuera la  necesidad, que era mucha y, más que apretar, casi aplastaba; o que la pasión por los bichos me cegara, porque tú qué sabes lo que me gustaban esas alimañitas tan asesinas; o que todo lo hubiera ido urdiendo despacio para jugarle al Jonasín aquella estratamagema, por esa envidia mala que el pobre confunde con la injusticia de la vida. Vete a saber, a lo mejor, hubo de todo. Los animales montaraces, al fin y al cabo, para bien o para mal siguen su instintivo.
Que fue una mala jugada, no lo niego. Pero también había estado haciéndole la cama todo aquel invierno como un pasmao; bueno, a él y a los maestros. Que encima, doña Cova, mira el trato que me daba. Que ni miraba pa mí. ¿Qué sé yo por qué?
Porque, claro, el asunto era luego, una vez con los bichos, a ver qué hacía, adónde los metía, cómo los dinsimulaba. Y, fectivamente, todo estaba preparado pero al detalle. El lugar sería el casetón de las escuelas. Allí no pisaba nadie más que yo, y asín podía tener bien en secreto a los hurones. Porque estos bichos es lo que tienen, aparte de lo prohibidos que están, lo malóderos que son. Que echan un pestín que, en la casa de uno, ni pensar en tenerlos. Dicen que si no sé qué gandulas tienen, que si en el celo es peor, que si se inritan  aún hieden más, qué sé yo, el caso es que echan un fedor peor que las bubillas.
-        Pero, ¿cómo tuviste valor a quitárselos?
-        Chacho, lo primero porque me hice al olor.
-        No digo eso.
Pues por esas tentaciones malas que uno tiene, que la conciencia no es cosa lisa, sino camino lleno de recovecos, brechas, gateras, horacos, mechinales, respiraderos, troneras, coladores, cribas, mallas y vacíos, y se camina junto a ella sin saber nunca si se pisa firme.
El caso es que, la primera vez que me se ocurrió, me decía: “Cómo le vas a hacer eso al Burraco, con la confianza que te tiene.” Pero, mia cómo, tanto va el cántaro a la fuente… Y claro, la que pasa, empezamos a zarcear tanto con los inginieros, que si al prao Juanarrón, que si a las Tres Doncellas, que si a lo de la Nogueralino, que si al barranco Agualobos, que si a los Alcobanes, que si a la Fuente el Piojo, que si paquí, que si pallá. Total, que me engolosiné malamente, y que ya llegó un día en que, el inorante, me dejó ir yo sólo, con el Quin y la Quinita, a lo de Valderromán. Eso sí, con el juramento de que no me metiera en lo de la marquesa, porque el Jonasín, que no barruntaba que tomara yo lo suyo como propio, nunca dudó de mi afición por explorar lo ajeno.
En cuanto sacaron el primer conejo, al que por previsión guardé vivo, los recogí pa que no se enviciaran, les di el bocadillo, me volví al pueblo en un suspiro y los dejé a buen recaudo, junto con los capillos, en el casetón de la escuela.
Anda que menudo nidal les tenía preparado y hasta recolectada tenía leche de las cabras del Mondacimas que, entre tanta ubre,  no iba a echar de menos los chorrillos generosos de algunas tetillas despistadas, repartidas en partes desiguales para los bichos y para mí. Que las cabras son muy distraídas y, hasta esa fecha, no habían dado muestra alguna de acusar mi apego.
Y me estuve allí un buen rato, recreándome en ver al Quin y a la Quinita en sus nidales, como hijos adoptivos que acaban de cambiar de padre sin saberlo y hasta me fumé un pajandini contemplándolos. Y bien que me conocía ya todos los sonidos que les hacía el Jonasín, al darles de comer y al reclamarles en las huras, y bien que conocían ellos ya mi voz y mi olor y, perdonada sea la comparación, yo el suyo, que muchas veces, para hacer justicia, era mucho peor que el mío con diferiencia.
Y, mal me está el decirlo, pero me regocijé en mi malatín. Sí, lo reconozco, y hasta el ser un indino me dio placer y no remordimiento. Y llegué al extremo,  por decirlo a las claras, de que me tocaba lo cojones el que el Jonasín se hubiera quedado sin el Quin y la Quinita. Que, al fin y al cabo, ya tenía sus sustitutivos, pues las cuatro crías ya apuntaban y pronto valdrían pal campo.
Que si no había justicia en el mundo en la cosa de la distribución de los bienes, amén de en tantas otras, y si, sin embargo, el buen Dios velaba por nosotros, alguna vez deberíamos de ayudarle los pobres con alguna iniciativa. Que no digo yo de matar, ni cosa tal, que al prójimo hay que respetalo, pero lo de repartir mejor las cosas, aunque fuera una miajilla a la fuerza, no podía ser falta muy grave.
Que hasta la historia reconoce que al Señor lo crucificaron entre dos ladrones, lo cual que, siendo Dios, no debía tener a los tales por compañía peor que otra. Aunque luego, como todo se lía, empezaron con que si uno era bueno y el otro malo. Pero, en cualquier caso, las pocas veces que he practicado yo el oficio, no me tengo por malo. Y conste que lo digo sin mala intencionalidad, que lo digo en plan sano. Vamos, pa entendenos.
Y, por otro lado, si era cosa inlegal lo de los bichos, tan inlegal lo sería pa el Burraco como pa mí y, teniendo el Jonasín tantos medios legales para buscarse la habichuela, bueno sería que dejara los inlegales para los que no los teníamos y andábamos por ahí, como los pajarillos, al cuidado del Hacedor.
Otra cosa fue presentarme ante el Burraco sin los hurones, con el conejo cazado, que desnuqué una hora antes de verle, por testigo de mi historia, y con una cara de dimutación que no quedaba a la zaga de la de Nuestra Señora del Mayor Dolor y los Siete Puñales que sacaban en la Semana Santa los de la Hermandad del Doliente Silencio y la Mayor Misericordia Magnánima de mi pueblo, que también tiene cultura y tradiciones viejas.
Asín que le esperé sentado en un rincón en la taberna del Fabián y, por mi cara de circunstancias, vino a mi vera al instante. Apenas se sentó le susurré en voz baja, con ese tono definitivo y lúgubre en que se dan los pésames, la nueva:
-        ¡Papo, Jonás, que me han pillao los civiles! Que cuando he querido verles casi estaban encima y, ¡hay que joderse, el Quin y la Quinita en plena faena! Y he tenido que salir de naja dejando allí todo, hurones y capillos, con tal de que no me trincaran. ¡Ay, qué disgusto traigo! ¡Menos mal que iba en ayunas porque, si no, se me habría cortao hasta la digestión! Mira, aún traigo un conejo. El único que sacaron antes de que  se presentaran los civiles. Y que conste que lo traigo de milagro porque ganas me han dao, de la rabia, de tiralo al barranco Pajillas.
El Jonasín el Burraco metió la mano en el zurrón y tentó al conejo y vio que aún estaba tibio y que lo que le decía tenía todos los visos de ser cierto y, como si sólo yo en el mundo pudiera entender lo hondo de su amargura, únicamente dijo, con voz muy ronca, casi en un quejío:
-        Mañana iremos a lo de Valderromán,  por si los guardias no se hubieran dado cuenta y el Quin y la Quinita estuvieran por ahí perdidos, ¡animalitos!
Y entonces aún me dimuté más, esta vez con motivo, porque al Burraco se le anegaron los ojos sólo de pensar en los sus bichos. Luego, tras darme una palmada en el hombro, le vi irse cabizbajo hacia su casa, después de pagarle al tabernero los dos chatos y dejarme el conejo pa mi gasto. El Burraco era mu carnal pa sus bichos. Puedes creerlo. Sí.

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