03 junio 2009

Lola


Era un viernes por la tarde. Hacía bastante calor, un calor que pedía desidia, y era la hora de la siesta por lo que el hall estaba desierto. Fue entonces cuando entró aquella mujer con decisión. Lázaro jamás la había visto, pero ella, como si conociera el hotel, avanzaba desenvuelta desde la puerta, mirando al frente y sin extrañar nada. Por su apariencia no era la cliente tipo, todo lo contrario. Nada que ver con aquellas turistas rubicundas vestidas de cualquier manera o con bikinis chabacanos o con ropa chocante que los mirados y los cursis llaman, muchos aviesamente, desenfadada. Vestía una falda negra hasta justo debajo de la rodilla, con dos rajas discretas a los lados para facilitarle el caminar; y una blusa de raso, blanco marfil, con un inusual escote en pico, ni exagerado, ni pacato, sin esas horribles trasparencias que evidencian el sujetador o su ausencia. Erguida y elástica de movimientos, calzaba unos zapatos de tacón que realzaban sus piernas torneadas y le daban prestancia. Más que alta era esbelta y muy proporcionada, además, sabía moverse con una elegancia felina y discreta. Aparentaba no mucho más de treinta años. Tenía el pelo y los ojos muy negros, casi azabache, y la piel muy blanca, los labios carnosos y pintados de rojo. Por lo demás, no iba demasiado maquillada. El cabello lo tenía corto, espeso y muy rizado. Y, a Lázaro, ante su belleza inusual e inesperada se le subió un rubor tan inoportuno como intenso sólo de contemplarla. Era de las mujeres que no se olvidan. Aquellos ojos, oscuros y brillantes, y el rostro enmarcado por el rizado pelo negro parecían irradiar una luz que el muchacho no había visto nunca y que le mantenía impresionado. Temía que, si se dirigía a él, fuera incapaz de contestarle por el azoramiento que de arriba a abajo le tenía paralizado por fuera y convulso por dentro.
- Hola, Lola, ¿qué tal viaje has tenido?
El amable tono en el que Joan se dirigió a la desconocida le sacó de su ensimismamiento a la par que le libró de atender, nervioso aún más por su rubor, a la desconocida. Ésta pasó por delante de su mostrador secundario sin mirarle y entró tras el mostrador de recepción para saludar a Joan con dos besos.
- Bien, Joan, hoy no venía excesivamente lleno el coche de línea pues desde Barcelona han salido varios en esta dirección y me ha tocado el último, con pocos pasajeros.
- ¿Dónde está Mauri?
- Supongo que estará supervisando el comedor. Pasa, seguro que lo encuentras en sus dominios.
- Hasta luego, Joan.
- En la cena o a la noche nos veremos –dijo Joan amablemente.
Joan miró a Lázaro. Éste, embobado, no podía apartar la vista de la silueta de aquella mujer que se alejaba, en dirección al restaurante, dejando tras de sí un halo tenue de perfume caro.
- ¿Qué te parece la dona?
Lázaro, reportándose, primero cerró la boca, luego miró a Joan y con una voz extraña balbuceó con unción verdadera.
- Creo que no he visto una mujer más guapa en mi vida.
- ¿Y eh que sí? Pues ahí la tienes, a ver a Maurici. Suele venir a verle de vez en cuando y ya se pasa aquí el fin de semana.
- No me imaginaba que el señor Maurici tuviera una hija así.
- Cuidado, Lázaro, no es su hija. Es su mujer. No vayas a meter la pata.
- ¿Pero…?
- Sí ya sé que te sorprende, pero Maurici no es tan viejo como parece ni Lola tan joven como aparenta, aunque efectivamente se llevan unos años y se nota.
Lázaro quedó impresionado por la revelación. El señor Maurici era un hombre que aparentaba más de cincuenta años. Extremadamente serio, impecable siempre, sumamente educado y muy callado, se daba un aire a los artístas de Hollywood de los años veinte. Esos que salían de frac en las películas mudas. Siempre impoluto con su traje negro de solapas brillantes y su pajarita negra sobre la tersa camisa blanca. Era un hombre de interiores. Parecía el señor Maurici un ser que desde los principios de los tiempos hubiera habitado en el hotel, que no saliera jamás de él y al que incluso la luz del sol molestara. Pálido, casi verdoso, con grandes arrugas marcadas a los lados de los labios, era una hombre taciturno, triste, al que Lázaro no había visto nunca sonreir.
La familia de Joan tenía una especial relación con el señor Maurici y con su mujer Lola y, los fines de semana que ésta venía, era aceptada como si fuera una más de la familia. Lázaro se dio cuenta enseguida. Por otro lado, Lola, como su marido tenía trabajo siempre, solía levantarse tarde, acercarse a la playa y venir a tomar el vermú al hotel antes de comer con los jefes. Durante el día apenas podía estar con su marido, ocupado siempre en sus tareas, y, por lo tanto, solamente pasaba con él las horas de intimidad nocturna en la habitación. A Lázaro, con una visión tan provinciana de la vida, aquella pareja, más que llamarle la atención, le deslumbraba y le intrigaba. Y, eso sí, cada vez que se cruzaba con la Lola, como la llamaban los catalanes, a sus esquemas anteriores sobre lo bella que podía llegar a ser una mujer se les caían todas las guías.
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2 comentarios:

Insumisa dijo...

Guapa la Lola ¿eh?

Que bien que hayas retomado la historia. Te habías tardado.

Soros dijo...

Ya veo que te ha gustado la Lola.
La historia sigue, es un relato largo. Tal vez mucho.