Valeria, a raíz de tanta comidilla, había perdido la alegría propia de sus años y se había vuelto, abrumada por tanto comentario, menos callejera y más reservada. Aunque, como todo en la vida, el interés popular por su affaire iba paulatinamente decayendo en La Zambra, el rechazo sentido por Valeria tuvo en ella un efecto mucho más persistente y doloroso. Fue como una demolición interior. Apenas salía si previamente no había quedado con Lázaro o con alguna de las contadas amigas que le quedaron. Fue el primer escarmiento serio que le dio la vida, un aviso de que por más que se lo propusiera no se iba a librar, y menos en La Fambra, de su condición de mujer. Condición, ya para los restos, de mujer lanzada, por decirlo con buenas palabras, esas que en la ciudad usaban poco. Y todo ello no tenía desperdicio porque al que hubiera podido reprochársele su conducta era a Hilario, porque al fin y al cabo casado estaba, pero no a ella que era una mujer libre. Pero lo de mujer y libre no casaba bien en las mentalidades de La Fambra. Los viejos prejuicios habían aflorado a la primera oportunidad, como ocurría siempre, y se habían cebado con ella dejándole una marca para los restos. Sin embargo, bien por el hecho de su muerte o por el de ser hombre, más probablemente, a Hilario todo le quedaba cumplido. El tiempo pasaba y era lo único que contaba a favor de Valeria, porque la gente de todo terminaba cansándose y lo más reciente sepultaba inexorablemente lo antiguo. Y así como la cúspide de la primavera enterró definitivamente al crudo invierno de La Fambra así el paso de las semanas sepultó lentamente el recuerdo del suicidio de Hilario y cuanto le rodeó. El mes de mayo estaba terminando.
Salía de vez en cuando con Lázaro pero ya raramente caminaban por la ciudad o entraban en los bares o en las cafeterías que frecuentaban unas semanas antes. Casi todas las veces fueron sus paseos por la ya familiar vega del río. Sin embargo, la relación entre ambos había perdido la espontaneidad de las conversaciones, la sonrisa fácil y la alegría sensual y desenfrenada de antes. Era como si algo les hubiese convertido en pocos días en viejos conocidos.
Lázaro, en uno más de aquellos largos paseos, le dijo a Valeria que, con las vacaciones veraniegas de los muchachos de la residencia, su estancia en La Fambra se terminaría. Ella continuó caminando, mirando al suelo, como si no le hubiera oído. Caminaron en silencio casi media hora. Ella, sin mirarle y sin dejar de andar, le preguntó qué haría después. Lázaro dijo que, de momento, volvería a su casa pero que después ignoraba lo que sería de su vida. Habría de buscar algún empleo para vivir y seguir estudiando. Ella de improviso, sin dejar de caminar ni de mirar al suelo, le pidió que la llevara con él. Lázaro siguió caminando sin contestar, sorprendido y asustado por aquella salida. Sin romper el silencio, caminaron mucho más de lo habitual aquella tarde. También hablaron mucho menos. Por una vez no acabaron en el suelo de cualquier pradera junto al río.
Cuando se dieron cuenta de lo alejados que estaban de la ciudad estaba anocheciendo. Dieron la vuelta y comenzaron el regreso a La Fambra empujados por la premura del ocaso. En la ciudad se distinguían diminutas ya, desde tan lejos, las primeras luces encendidas a la caída de la tarde. Más adelante, ya oscuro definitivamente, la luz de un tren que venía en dirección contraria rasgó la noche a una velocidad uniforme y su traqueteo se acercó y se alejó de ellos con idéntica monotonía cadenciosa hasta devolverles de nuevo a su silencio. Llegaron cerca de la ciudad sin perder el mutismo. Era noche cerrada y sólo el tenue blanqueo del camino de tierra, al que sus ojos se habían acostumbrado, hacía que pudieran seguir por él. Entraron en la ciudad al cabo de media hora. Llegaban ya al callejón donde debían separarse. Ella en dirección a su casa y Lázaro en dirección, como siempre, al viaducto para llegar a la zona del ensanche donde la residencia estaba. Lázaro veía llegar el callejón a ellos como si tuviera movimiento propio, como si no estuviera sucediendo.
- ¿Ves aquella estrella? –dijo Valeria de improviso señalando uno de aquellos puntos luminosos –la que brilla tanto y está justo debajo de aquellas cinco que están tan juntas.
- Sí –dijo Lázaro.
- Yo la miro muchas noches. Si quieres, puede ser nuestra estrella. Cuando yo la mire me acordaré de ti y cuando la mires tú te acordarás de mí. Seguro que alguna noche coincidiremos.
- Seguro.
Lázaro no se creía que se hubieran separado así, sólo soltándose la mano. Le parecía estar soñando. Sin embargo, así fueron las cosas. Ninguno de los dos tuvo valor para volver la cabeza y mirar irse al otro. Una sensación de irrealidad le invadió todo el resto del camino hasta llegar a la residencia. Un sentimiento de abandono le acompañaba.
En la residencia las cosas no iban muy bien últimamente. Los muchachos estaban revueltos con el influjo solar de la primavera, excitados por el olor mezclado de los cientos de flores brotando y soltando enseguida sus pólenes, alterados por el nerviosismo de los exámenes finales y la, ya próxima y sentida, idea de liberación del fin de curso. Todo eso era normal y constituía el ambiente, bien conocido, de los finales de curso en todas las instituciones pobladas por jóvenes.
Éstos tenían además alguna queja interna referente a la residencia. Se quejaron a Lázaro de que, para una fiesta que pomposamente llamaban Semana de la Juventud, la dirección del centro les pedía un dinero que, según ellos, sólo se gastaba en agasajar a las autoridades con merendolas mientras ellos lo pasarían con un balón en los patios. Lázaro les dijo que eso no podía ser, que hablaría con el director y que le plantearía su postura porque, evidentemente ellos, la juventud, debían ser el eje de la fiesta.
No le gustó nada al director que Lázaro, que al fin y al cabo era uno de los educadores de su residencia, se erigiera en representante de los alumnos. Sin embargo, pensando taimadamente que, si le decía la verdad, los alumnos se negarían a pagar aquel plus que se les pedía, le aseguró a Lázaro que se harían actividades para los alumnos con ese dinero y que de los extras en comida se beneficiarían todos. Lázaro, incapaz a sus años de dudar de la palabra de ese prócer que a él le parecía ser el director, trasmitió satisfecho la contestación a los alumnos y éstos, un tanto renuentes pese a todo y menos crédulos que Lázaro, pagaron.
Fue grande la decepción de todos y más aún la de Lázaro cuando, llegada la semana indicada, sucedió lo que los alumnos pronosticaron y lo que Lázaro menos se esperaba: que el director faltase a su palabra.
Hay edades en las que uno se atreve a casi todo, por ridículos que terminen siendo esos atrevimientos. Así que Lázaro tuvo el valor, llevado por una más que justa indignación, de enfrentarse con el director y, sin amilanarse ante la presencia de quien le pagaba, decirle que no le parecía honrado ni justo lo que había hecho. El director, aunque era un viejo zorro que en su vida ya había oído de todo, encajó las palabras del muchacho de muy mala gana y, pese a sus espuelas, se le puso la cara de vinagre. Sin embargo se contuvo y, de momento, nada hizo contra aquel payasete que se había erigido en defensor de los humildes.
Lázaro, pensando haber amilanado al director por la gran fuerza que pensaba que daba a sus palabras la razón, salió de la entrevista orgulloso como un paladín, con la satisfacción inmensa de haberle recriminado su actitud a su jefe y, además, en su propio despacho. No era entonces capaz, ni lo fue en mucho tiempo, de darse cuenta de que el maduro director tenía mucha práctica en tragarse sapos y culebras de todos los tamaños y que sus quejas de muchacho, además de no tener trascendencia alguna y de no ir a ninguna parte, no llegaban ni a renacuajos y tanto le inquietaron al director como las protestas de los monaguillos afectan en el pulso a los obispos. Sin embargo, Lázaro creyó que le había dado un golpe mortal, o al menos duro como pocos, a aquel director manejante y mentiroso. Y así quedó contento por lo hecho e ignorante de que en cualquier momento podía verse cacareando y sin plumas. Pero, como su ingenuidad y su simpleza caminaban del brazo, quedó orgulloso y contento del éxito aparente de su queja pues, corrido como le había dejado al director, seguramente en el futuro tendría más cuidado con lo que prometía. Seguro que sí.
Los alumnos, por su parte, le dijeron que el director se había valido de él para conseguir sus fines y, Lázaro, tuvo que admitirlo. Su protesta sirvió para tanto como su charla inicial con el preboste, aquella en la que el director le mintió. El viejo fue práctico y él tonto pero digno, desde luego. Nuevo todo para Lázaro pero, sin embargo, lo de siempre.
Salía de vez en cuando con Lázaro pero ya raramente caminaban por la ciudad o entraban en los bares o en las cafeterías que frecuentaban unas semanas antes. Casi todas las veces fueron sus paseos por la ya familiar vega del río. Sin embargo, la relación entre ambos había perdido la espontaneidad de las conversaciones, la sonrisa fácil y la alegría sensual y desenfrenada de antes. Era como si algo les hubiese convertido en pocos días en viejos conocidos.
Lázaro, en uno más de aquellos largos paseos, le dijo a Valeria que, con las vacaciones veraniegas de los muchachos de la residencia, su estancia en La Fambra se terminaría. Ella continuó caminando, mirando al suelo, como si no le hubiera oído. Caminaron en silencio casi media hora. Ella, sin mirarle y sin dejar de andar, le preguntó qué haría después. Lázaro dijo que, de momento, volvería a su casa pero que después ignoraba lo que sería de su vida. Habría de buscar algún empleo para vivir y seguir estudiando. Ella de improviso, sin dejar de caminar ni de mirar al suelo, le pidió que la llevara con él. Lázaro siguió caminando sin contestar, sorprendido y asustado por aquella salida. Sin romper el silencio, caminaron mucho más de lo habitual aquella tarde. También hablaron mucho menos. Por una vez no acabaron en el suelo de cualquier pradera junto al río.
Cuando se dieron cuenta de lo alejados que estaban de la ciudad estaba anocheciendo. Dieron la vuelta y comenzaron el regreso a La Fambra empujados por la premura del ocaso. En la ciudad se distinguían diminutas ya, desde tan lejos, las primeras luces encendidas a la caída de la tarde. Más adelante, ya oscuro definitivamente, la luz de un tren que venía en dirección contraria rasgó la noche a una velocidad uniforme y su traqueteo se acercó y se alejó de ellos con idéntica monotonía cadenciosa hasta devolverles de nuevo a su silencio. Llegaron cerca de la ciudad sin perder el mutismo. Era noche cerrada y sólo el tenue blanqueo del camino de tierra, al que sus ojos se habían acostumbrado, hacía que pudieran seguir por él. Entraron en la ciudad al cabo de media hora. Llegaban ya al callejón donde debían separarse. Ella en dirección a su casa y Lázaro en dirección, como siempre, al viaducto para llegar a la zona del ensanche donde la residencia estaba. Lázaro veía llegar el callejón a ellos como si tuviera movimiento propio, como si no estuviera sucediendo.
- ¿Ves aquella estrella? –dijo Valeria de improviso señalando uno de aquellos puntos luminosos –la que brilla tanto y está justo debajo de aquellas cinco que están tan juntas.
- Sí –dijo Lázaro.
- Yo la miro muchas noches. Si quieres, puede ser nuestra estrella. Cuando yo la mire me acordaré de ti y cuando la mires tú te acordarás de mí. Seguro que alguna noche coincidiremos.
- Seguro.
Lázaro no se creía que se hubieran separado así, sólo soltándose la mano. Le parecía estar soñando. Sin embargo, así fueron las cosas. Ninguno de los dos tuvo valor para volver la cabeza y mirar irse al otro. Una sensación de irrealidad le invadió todo el resto del camino hasta llegar a la residencia. Un sentimiento de abandono le acompañaba.
En la residencia las cosas no iban muy bien últimamente. Los muchachos estaban revueltos con el influjo solar de la primavera, excitados por el olor mezclado de los cientos de flores brotando y soltando enseguida sus pólenes, alterados por el nerviosismo de los exámenes finales y la, ya próxima y sentida, idea de liberación del fin de curso. Todo eso era normal y constituía el ambiente, bien conocido, de los finales de curso en todas las instituciones pobladas por jóvenes.
Éstos tenían además alguna queja interna referente a la residencia. Se quejaron a Lázaro de que, para una fiesta que pomposamente llamaban Semana de la Juventud, la dirección del centro les pedía un dinero que, según ellos, sólo se gastaba en agasajar a las autoridades con merendolas mientras ellos lo pasarían con un balón en los patios. Lázaro les dijo que eso no podía ser, que hablaría con el director y que le plantearía su postura porque, evidentemente ellos, la juventud, debían ser el eje de la fiesta.
No le gustó nada al director que Lázaro, que al fin y al cabo era uno de los educadores de su residencia, se erigiera en representante de los alumnos. Sin embargo, pensando taimadamente que, si le decía la verdad, los alumnos se negarían a pagar aquel plus que se les pedía, le aseguró a Lázaro que se harían actividades para los alumnos con ese dinero y que de los extras en comida se beneficiarían todos. Lázaro, incapaz a sus años de dudar de la palabra de ese prócer que a él le parecía ser el director, trasmitió satisfecho la contestación a los alumnos y éstos, un tanto renuentes pese a todo y menos crédulos que Lázaro, pagaron.
Fue grande la decepción de todos y más aún la de Lázaro cuando, llegada la semana indicada, sucedió lo que los alumnos pronosticaron y lo que Lázaro menos se esperaba: que el director faltase a su palabra.
Hay edades en las que uno se atreve a casi todo, por ridículos que terminen siendo esos atrevimientos. Así que Lázaro tuvo el valor, llevado por una más que justa indignación, de enfrentarse con el director y, sin amilanarse ante la presencia de quien le pagaba, decirle que no le parecía honrado ni justo lo que había hecho. El director, aunque era un viejo zorro que en su vida ya había oído de todo, encajó las palabras del muchacho de muy mala gana y, pese a sus espuelas, se le puso la cara de vinagre. Sin embargo se contuvo y, de momento, nada hizo contra aquel payasete que se había erigido en defensor de los humildes.
Lázaro, pensando haber amilanado al director por la gran fuerza que pensaba que daba a sus palabras la razón, salió de la entrevista orgulloso como un paladín, con la satisfacción inmensa de haberle recriminado su actitud a su jefe y, además, en su propio despacho. No era entonces capaz, ni lo fue en mucho tiempo, de darse cuenta de que el maduro director tenía mucha práctica en tragarse sapos y culebras de todos los tamaños y que sus quejas de muchacho, además de no tener trascendencia alguna y de no ir a ninguna parte, no llegaban ni a renacuajos y tanto le inquietaron al director como las protestas de los monaguillos afectan en el pulso a los obispos. Sin embargo, Lázaro creyó que le había dado un golpe mortal, o al menos duro como pocos, a aquel director manejante y mentiroso. Y así quedó contento por lo hecho e ignorante de que en cualquier momento podía verse cacareando y sin plumas. Pero, como su ingenuidad y su simpleza caminaban del brazo, quedó orgulloso y contento del éxito aparente de su queja pues, corrido como le había dejado al director, seguramente en el futuro tendría más cuidado con lo que prometía. Seguro que sí.
Los alumnos, por su parte, le dijeron que el director se había valido de él para conseguir sus fines y, Lázaro, tuvo que admitirlo. Su protesta sirvió para tanto como su charla inicial con el preboste, aquella en la que el director le mintió. El viejo fue práctico y él tonto pero digno, desde luego. Nuevo todo para Lázaro pero, sin embargo, lo de siempre.
2 comentarios:
Las despedidas como esa, son tristes. La muchacha tenía pocos años, muy pocos. Y mucho valor y descaro. Desparpajo que le dicen. La sociedad prejuiciosa, en esa época mas... ¿o no?
Claro, las despedidas a esas edades lo son. Tristes, digo. Y ni en valor ni en descaro suelen ganar los hombres a las mujeres. Y la sociedad, ¿para cuándo sin prejuicios?
Oye que te has leído todo de una tacada. Unas horas,¿eh?
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