Al principio le dio la risa. Se había quedado mirando, según estaba sentado en el sofá, a una esquina de la habitación, la que hacían dos de las paredes con el techo. Le dio la risa porque la habitación comenzó a balancearse y a girar. Pensó que sería un fenómeno transitorio de esos con que los sentidos nos sorpenden a veces y rió de modo desenfrenado, sin poderse contener. A los cinco minutos estaba vomitando, se había tumbado en el sofá y con los ojos cerrados intentaba que el vómito cayera al suelo y no sobre la tapicería. El giro de la habitación continuaba de un modo anárquico.
Hubo de venir el médico de urgencia y le mandó al especialista del oído. Por suerte no era un tumor cerebral, sólo algo del oído interno referente al equilibrio y acompañado de acúfenos, ruiditos diversos que le acompañarían unos meses con suerte o de por vida sin ella. No obstante estuvo una semana sin salir a la calle, asustado por la falta de equilibrio que le hacía imposible mantener la línea recta.
Al fin un día decidió salir de casa. Iría a comprar el pan. Sería como una prueba para comprobar su equilibrio. Sólo tenía que ir pegado a la pared, apoyado en ella y en un punto cruzar al otro lado de la calle.
Mientras tuvo el resguardo protector de la pared todo fue bien, aunque a veces daba en ella con el hombro. El paso a la otra acera sería el punto difícil. Al cruzar la calle a la altura de la entrada a la panadería, perdió el equilibrio y, luchando por no ir al suelo, fue a detenerse cayendo sobre el capó de un coche aparcado frente a la puerta. Una señora mayor y enlutada salía con su pan en la bolsa:
- ¡Lo que tiene una que ver, Dios mío! ¿Qué, dándole desde por la mañanita temprano? ¿No? ¡Qué vergüenza! ¡Y será padre de familia, que no es ningún niño!
La hubiera ahogado en el acto, arrastrado por la furia, pero no pudo ni responder porque apenas podía levantarse. Querías una prueba, pues la has tenido, pensó para sí. Y sofocó la ira con la risa que le entró. Ver la escena y luego al hombre de andares vacilantes riéndose solo como un tonto, confirmó a la panadera, que estaba al acecho, la versión de la clienta. Lo dicho, una prueba para el equilibrio.
Hubo de venir el médico de urgencia y le mandó al especialista del oído. Por suerte no era un tumor cerebral, sólo algo del oído interno referente al equilibrio y acompañado de acúfenos, ruiditos diversos que le acompañarían unos meses con suerte o de por vida sin ella. No obstante estuvo una semana sin salir a la calle, asustado por la falta de equilibrio que le hacía imposible mantener la línea recta.
Al fin un día decidió salir de casa. Iría a comprar el pan. Sería como una prueba para comprobar su equilibrio. Sólo tenía que ir pegado a la pared, apoyado en ella y en un punto cruzar al otro lado de la calle.
Mientras tuvo el resguardo protector de la pared todo fue bien, aunque a veces daba en ella con el hombro. El paso a la otra acera sería el punto difícil. Al cruzar la calle a la altura de la entrada a la panadería, perdió el equilibrio y, luchando por no ir al suelo, fue a detenerse cayendo sobre el capó de un coche aparcado frente a la puerta. Una señora mayor y enlutada salía con su pan en la bolsa:
- ¡Lo que tiene una que ver, Dios mío! ¿Qué, dándole desde por la mañanita temprano? ¿No? ¡Qué vergüenza! ¡Y será padre de familia, que no es ningún niño!
La hubiera ahogado en el acto, arrastrado por la furia, pero no pudo ni responder porque apenas podía levantarse. Querías una prueba, pues la has tenido, pensó para sí. Y sofocó la ira con la risa que le entró. Ver la escena y luego al hombre de andares vacilantes riéndose solo como un tonto, confirmó a la panadera, que estaba al acecho, la versión de la clienta. Lo dicho, una prueba para el equilibrio.
2 comentarios:
Dicen los dinosaurios de la RAE que limpian, fijan y dan esplendor. Yo aún no he visto los plumeros, el pegamento ni la brillantina. Bueno, una brillantina bien rancia y unas gafas de pasta de esas negras, negras, negras que esconden unos ojitos tan pequeños como su cerebro no diré que no. Pero vaya, que como que aún no tengo complejo de más mono que el nos dio Darwin allá en el siglo de Europa, no me iré por las ramas. Debo decirle que desconozco si el tema de su escrito es biográfico. No me sorprendería que lo fuera dada la naturaleza del marco. En todo caso eso es lo de menos. Si no le sabe mal, le diré que el tema de su escrito es el sentido del equilibrio. El personaje, un hombre común, natural (se deduce al final), en un principio parece que va a transformarse como el de Kafka. Vamos, a menos eso a me parece a mí. La habitación es el lugar de recreo/tortura del personaje. Una habitación que al kafkiano se le hace pequeña y al suyo le da vueltas. Una habitación que es el inicio de la tortura. Una habitación las paredes de la cuál son demasiado pequeñas para seguir estando ahí. Una habitación que obliga al personaje a salir echando leches, de probarse, de experimentar. En su caso, el mozuelo se lanza a la aventura (tal y como lo hacen, ¡qué le voy a decir!, Perceval, Boor y Galeás en el Roman de Chretéien de Troyes. Vamos, el inicio o, si bien, la promoción del género de la aventura que luego va a degenerar con historias de sotanas). Una aventura tal y como es la de probarse a uno mismo. La de ver hasta dónde puedes llegar. Una aventura, una prueba que poco tiene que ver con la de los héroes antiguos (véase Ulises, Éneas, Hércules…) y tampoco con los héroes del Género de Arturo (viz los de más arriba entre otros). Un héroe común. Sí. Un héroe de calcetines sucios y pelo en el sobaco. Un héroe que vive aceptando lo que venga. Incomprendido. Y para el que cada día, como para muchos, es una cata. Más o menos jodida, pero una cata, una. Con o sin taninos.
Un saludo. Le seguiré leyendo.
Creo que su comentario supera al corto artículo, pero se lo agradezco mucho.
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