Moisés el Tanis, Anselmo el Cuquín, José María el Secretario y Lorenzo el Tajadilla, eran una cuadrilla de las de toda la vida, asiduos de muchos años a la caza en mano. En aquel entonces no hacía falta coto para cazar. Había terreno libre en todas partes y la caza, al contrario que hoy, era abundante. Era necesario, eso sí, que alguno tuviera coche y eso, al contrario que hoy, era entonces cosa rara. Coches escasos, caza abundante. Hoy el binomio se ha invertido. El que tenga ojos que vea. Con poquito, si no es ciego.
Con el tiempo Moisés tuvo un seiscientos y Anselmo un dos caballos. Así que, domingo en uno y domingo en otro, la cuadrilla, pagando la gasolina a medias, recorría los términos libres de la provincia disfrutando de su pasión más anhelada, la caza menor. A la caída de la tarde se asaban unos chorizos en cuatro brasas y compartían las tarteras que las mujeres les habían preparado. Los más viejos hacían lotes similares con las piezas cazadas, tantos lotes como cazadores eran, y el más joven, de espaldas al grupo, iba diciendo para quien era el lote que el más viejo señalaba. Un día les tocaba una liebre o un par de perdices o un conejo y una perdiz… y así trascurrían los domingos del otoño y del invierno.
Poco a poco los términos libres fueron escaseando y la cuadrilla apenas tenía donde ir. Paulatinamente uno pudo hacerse socio del coto que se había hecho en su pueblo, libre hasta entonces; otro, del coto del pueblo de la mujer; otro siguió frecuentando sólo lo poco libre que quedaba… En definitiva, no se sabe muy bien cuando fue el último domingo que salieron, pero la cuadrilla se deshizo y jamás volvió a juntarse. Puede que cada uno hubiera conseguido un cazadero en última instancia pero el tiempo de compartirlo con el resto había pasado. Ya no era posible. Había desaparecido un tipo de asociación, una más, muy típica hasta entonces y, yo diría, que hasta una vieja forma de amistad.
Con el tiempo Moisés tuvo un seiscientos y Anselmo un dos caballos. Así que, domingo en uno y domingo en otro, la cuadrilla, pagando la gasolina a medias, recorría los términos libres de la provincia disfrutando de su pasión más anhelada, la caza menor. A la caída de la tarde se asaban unos chorizos en cuatro brasas y compartían las tarteras que las mujeres les habían preparado. Los más viejos hacían lotes similares con las piezas cazadas, tantos lotes como cazadores eran, y el más joven, de espaldas al grupo, iba diciendo para quien era el lote que el más viejo señalaba. Un día les tocaba una liebre o un par de perdices o un conejo y una perdiz… y así trascurrían los domingos del otoño y del invierno.
Poco a poco los términos libres fueron escaseando y la cuadrilla apenas tenía donde ir. Paulatinamente uno pudo hacerse socio del coto que se había hecho en su pueblo, libre hasta entonces; otro, del coto del pueblo de la mujer; otro siguió frecuentando sólo lo poco libre que quedaba… En definitiva, no se sabe muy bien cuando fue el último domingo que salieron, pero la cuadrilla se deshizo y jamás volvió a juntarse. Puede que cada uno hubiera conseguido un cazadero en última instancia pero el tiempo de compartirlo con el resto había pasado. Ya no era posible. Había desaparecido un tipo de asociación, una más, muy típica hasta entonces y, yo diría, que hasta una vieja forma de amistad.
1 comentario:
Qué cosas, ahora la caza es una diversión cara y elitista como el golf; y el kilo de caza menor le sale al cazador más caro que las angulas del Miño. Eso sin hablar de la parafernalia hortera y ostentosa del todoterreno,las rayban, la vestimenta...
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