22 diciembre 2007

Agarimo


María Vanesa de las Mercedes es paralítica cerebral. Estudió en una época, aún reciente, en la que en las escuelas se seguía todavía lo que se conocía como integración y que fundamentalmente consistía en que se educaba como se vive, es decir, a todos juntos. Las niñas y niños de su clase se solidarizaron con ella con toda la colaboración que los niños son capaces de prestar y toda la sincera crueldad que tienen, sin saberlo. Le costaba mucho aprender y sobre todo hablar, todo en ella iba con retardo. Sobre todo se excitaba y daba muchos gritos, babeaba, torcía la boca, hablaba con una guturalidad aguda y enervante, y eso cuando se podían entender sus gritos, que eran como palabras desfiguradas. Aprendía lo que menos podía nadie imaginarse pero, de repente un día, llegaba sabiéndose el aparato digestivo o lo referente a la cuestión menos esperada. Su padre le decía a la tutora que dónde habría aprendido la niña todas esas palabrotas. Los ocho años de enseñanza básica que cursó María Vanesa de las Mercedes fueron para ella un paréntesis de dicha y un recuerdo perecedero de felicidad en su mente atípica.
Pasados unos cuantos años, un buen día, estaba María Vanesa de las Mercedes con su cuidadora en el bar El Trébol. La ya no niña, con su cabeza tambaleante y su boca torcida y su mirada perdida y divagante, estaba sentada en una silla de ruedas junto a la mujer que la cuidaba. Vio entrar al bar a dos personas. Fijó sus titubeantes ojos en ellas. Súbitamente arrancó a gritar y a gesticular todo lo que podía hacer una persona en sus condiciones, que no era poco ni, sobre todo, discreto. Las dos mujeres la identificaron rápidamente y se acercaron a ella. Los gritos y aspavientos de María Vanesa de las Mercedes, presa de una inusitada excitación, se adueñaron del local. Algunos clientes casi se asustaron. Todos miraban hacia ella impresionados. La cuidadora no sabía qué hacer.
Una de las dos mujeres que se acercaron junto a Vanesa la besó y, sin más, rompió a cantar cadenciosamente, mirándola con cariño:
“Me han traído una caracola.
Dentro le canta
un mar de mapa.
Mi corazón
se llena de agua
con pececillos
de sombra y plata.
Me han traído una caracola…”
Los clientes pensaron que dos loquitas en un día ya era suficiente. Pero María Vanesa de las Mercedes se calló, aferró al brazo de su maestra como si lo abrazara, sonrió y rompió a llorar mansamente de felicidad.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

He tenido la suerte de asistir a
competiciones de discapacitados y me he quedado maravillado de lo que son capaces de hacer estas personas, cosas que a los "capacitados" nos resultarian muy dificiles de hacer.
Gracias a la labor de los centros de educacion espcial y a asociaciones como ANDE, la vida de estas personas no tiene nada que ver con la de otros tiempos.

Soros dijo...

Afortunadamente, así es.

Paz Zeltia dijo...

que emotivo, se me humedecieron los ojos.
Muy tierno el post :)

Soros dijo...

A mí también me emocionó lo que vi en ese bar y por eso lo escribí. Cuando lo hice, volví a emocionarme. La emoción es también un momento breve de felicidad.

Anónimo dijo...

Que lindo relato... menos mal que aún queda gente sensible en el mundo que hacen más grande la esperanza de conseguir, algún día, un lugar mejor donde vivir :)

Soros dijo...

Creo que el único lugar que tenemos es éste. Así que, en nuestras manos está.

Anónimo dijo...

Si, yo confío en que las palabras lo pueden cambiar...
Saludos