Abén Adnán Farax había sido
recogido por Luis Dum Dum más de veinte años antes. La venta Miñosa, cerca de
Ebolana, nombre popular, o Pastrana, nombre oficial para la misma villa, fue el
último techado conocido donde los padres de Abén Adnán comieron y durmieron
como seres libres, si es que puede considerarse seres libres a los que andan
fugitivos. Pero, cualquiera que fuere la consideración, ambos barruntaban que
su suerte estaba a punto de acabarse y que su condición podría mudar, a peor,
de un día para otro.
El morisco converso Luis Dum Dum,
el amo de la venta Miñosa, les escondió dos días y dos noches y supo por su
boca de los azares de su huida, desde las tierras de Granada, tras la rebelión de
Las Alpujarras.
Habían huido de su tierra,
temerosos del gran mal que veían con temor acercarse. Escaparon cuando aún
estuvieron a tiempo de ello. Fue tras la toma de su pueblo, Juviles, por el
clemente Marqués de Mondéjar, que no toleró matanza ni tropelía alguna sobre
los vencidos.
E hicieron bien, pues corría,
cuando de su pueblo hurtaron su presencia, el año de 1569. Y no fallaron en sus
oscuros vaticinios pues, al belicoso Monarca de las Españas, no le gustó el
temple conciliador del marqués y, al pronto, lo depuso de su cargo. Poco
después don Juan de Austria, por orden expresa de su Católica Majestad el Rey
Nuestro Señor don Felipe el Segundo, entró a sangre y fuego en las moriscas Alpujarras
al mando del, por entonces, ejército regular más temible del mundo: los
gloriosos Tercios Españoles. Estas aguerridas y despiadadas tropas, fieles a su
Católica Majestad y al Papa de Roma, fogueadas, y hartas de bregar con luteranos
y reformistas, no titubearon en aplastar, para mayor gloria de Dios, a aquella
morisma levantisca que, con su insolencia, osaba profanar el mismísimo suelo
patrio.
Tras aquellas explicaciones
nocturnas, nerviosas, taciturnas y en voz queda, rogaron entre lágrimas al
ventero que amparase a su hijo pues, si su conocimiento les decía que ellos
carecían de esperanza, no querían que el crío, antes de tener conocimiento, la
perdiera también. Hiciéronle mil súplicas para que tomara en depósito al crío,
su único hijo de apenas dos años, y para apoyo de las palabras, siempre
resbaladizas, agregaron el lastre de las pocas monedas de oro y plata que les quedaban
y que intuían que para poco iban a servirles ya. Le dejaron también un fardel
ovalado de tela burda, como de catalufa, menos largo de lo que abarcan
extendidos los brazos de un hombre, rogándole que, si acaso no volvían a verse,
se lo entregara en su día al muchacho, como preciada herencia de sus
antepasados que, de Damasco, vinieron a Al-Ándalus alguna generación atrás.
Aceptó el ventero, un poco
conmovido y del todo interesado, y marcharon tan sigilosamente como habían
llegado, presurosos, sin decir su destino ni el camino que habían de tomar. Ni
siquiera a Dum Dum le fueron francos en esto pues, para entonces, tanto les
daba ir a un sitio como a otro y la congoja tenía puesto tan prieto cerco a sus
corazones, que ya sentían la angustia más que si presos se hallaran. Y, sobre
estas intuiciones, su raciocinio les decía que, seguramente, no llegarían a
parte sosegada ninguna y que era gran milagro que allí hubieran acertado a dar,
desde tan lejos, hurtándose a tantas vigilancias y dando tantos rodeos, que ni
ellos sabían muy bien en qué lugar se hallaban. Y salieron con sus mulas y
nunca más se supo de ellos ni para bien ni para mal.
Dum Dum tenía por entonces una
moza de mesón, que tampoco hacía ascos a ser su barragana, que tenía familia en
Sayatón. Encomendó el ventero su hermanillo de raza a la tutela de ésta, sin
decirle su origen, y le encargó que le dejase con sus parientes del pueblo, diciéndole
que se llamaba Abel Adán, primer nombre
cristiano que se le ocurrió. Díjole también que, en obedecerle, no habría de
perder, sino al contrario: que enviaría ayudas para el mantenimiento del
muchacho y, a ella, le dejaría trabajar por libre en los menesteres de su
puterío y que durante un año, al menos, sería lo que sacara sólo para su
provecho, sin maquila para él, que daba alojamiento y oportunidades a su piedra
de moler, amén de sustento y otros trabajos más honrados a su persona.
Ella, suponiendo originado al muchacho por
simiente silvestre del ventero, aceptó, y los familiares criaron al chico en
los años siguientes, encomendándole trabajos a la altura de sus fuerzas en
cuanto tuvo fuerza alguna. Esto es, tratándole como entonces se trataba a los
hijos propios, y con más razón había de hacerse con los ajenos, para que éstos
no viesen diferencias y diesen en envidias, rencillas y malos quereres.
5 comentarios:
je " para que éstos no viesen diferencias y diesen en envidias, rencillas y malos quereres."
si home sí.
bueno, estamos ante una historia, eh?
:-)
conozco a la moza, conozco al ventero...
Eso parece, Zeltia.
Al ventero, puede. Pero no a la moza, pues estos acontecimientos se produjeron muchos años antes de que viniera a serlo la Sara Levina, a quien tú seguramente te refieres.
El ventero Dum Dum, estaba por este tiempo hecho un mozo y solía hacer honor a su apellido.
Pero, aunque algún personaje se entrecruce, esta es un historia que poco tiene que ver con la otra y que, claro, no te voy a desvelar. :-)
ah vale, parece que las mozas de las ventas se parecen unas a otras en una primera mirada superficial
;-)
efectivamente, la Sara Levina era la que yo decía.
Pues ojalá que esta historia me engache tanto como la otra.
Ya veremos, Zeltia, no sé cómo saldrá.
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