A partir de entonces Hilario rehuía la presencia del muchacho y éste, consciente de que el filósofo le evitaba, se sentía más seguro y, en su afán de fastidiar a Hilario, dio en mencionarle como de pasada en los informes quincenales que enviaba a Mansoz. Que si el profesor Hilario Soares era una persona muy significada en el ambiente cultural más progre de la ciudad, que si era el líder indiscutible del círculo de personas izquierdosas que pululaban por la villa aunque él se lo hiciera de discreto e incluso en sus declaraciones como filósofo, y para disimular sus tendencias, tuviera el valor de declararse aristotélico-tomista, que si el profesor tenía mucha relación con gente que periódicamente visitaba La Fambra… Lázaro hizo en sus informes continuas insinuaciones sobre Hilario pero ninguna afirmación segura. Lázaro pensó que dar esas informaciones vagas no le causarían ningún mal grave pero que seguramente servirían para que la policía le incordiara con las subsiguientes desagradable molestias. Así pasaron un par de meses.
Estando en la residencia de estudiantes una mañana en la que éstos acababan de salir hacia sus respectivos destinos, Lázaro recibió una llamada telefónica de alguien que se identificó como López, uno de los policías que le paró en el viaducto la noche de su visita a comisaría, y le dijo que, urgentemente y del modo más discreto, debía pasarse por comisaría a instancias de Mansoz y que éste le esperaba lo antes posible sin excusa ni pretexto.
Estaría feo decir que Lázaro perdió el culo para acudir a la llamada de Mansoz, pero es que así fue. Cruzó el viaducto con tal prisa que no se detuvo a averiguar lo que algunos grupos de curiosos y desocupados observaban. Supuso que comentarían alguno de los frecuentes accidentes de circulación que, dado el intenso tráfico que atravesaba aquella obra en dirección a Levante, solían producirse. Enseguida llegó a la comisaría. Nadie que pudiera asociarle con la policía le vio llegar.
Esta vez Mansoz no le hizo esperar. De hecho le dio la impresión de que el comisario le aguardaba.
- He de agradecerle el gran servicio que nos ha prestado –dijo el comisario a modo de saludo.
- ¿Tan útiles les han sido mis informes? –dijo un Lázaro sorprendido pero que había aprendido las enseñanzas de Mansoz y, así, optó por seguir la corriente al comisario al no comprender a qué venía tanta efusividad.
- Sí, en efecto lo han sido. Nadie sospechaba de Hilario Soares. Yo fui el primer sorprendido cuando usted comenzó a citarle en los últimos tres o cuatro informes.
- Pues, ya ve usted –dijo Lázaro dando una larga, pues aún o sabía por donde iban los tiros.
- De hecho, habíamos llegado a un grado tal de confianza en él que, desde hace bastante tiempo, era nuestro mejor confidente.
- ¿Cómo? –y Lázaro ahora no es que se mostrara intrigado, es que de veras lo estaba.
- Lo que está oyendo.
- Pero, ¿quiere usted decir que igual que…? –continuó el muchacho.
- Sí, exacto. Igual que usted –le cortó el comisario- Sólo que, en su caso, es usted un colaborador más reciente. A don Hilario le fichamos casi un año antes que a usted. Por eso no desconfiábamos de él y solamente –y esto lo recalcó el comisario- gracias a sus sagaces informaciones seguimos estos últimos dos meses todos sus pasos.
- ¿Y sólo me ha llamado usted para felicitarme?
- Bien, sólo en parte. ¿Sabe usted cómo nos hicimos con la colaboración de don Hilario? –cambió de tercio el comisario.
- Pues, ni idea.
- Es algo confidencial pero, dado el punto al que las cosas han llegado, se lo contaré. El profesor se había liado con una de sus alumnas, con una menor. Este hecho, unido a que el profesor estaba casado, nos bastó para contar con su colaboración.
Lázaro comenzó a darse cuenta de que se encontraba en un punto en el que no sabía qué le contaba el comisario para su información y qué para que supiera lo enterado que estaba el propio comisario. Era una especie de juego en el que el policía tenía experiencia. Así que Lázaro, consciente de ello, lo siguió sin inmutarse.
- Lo comprendo, señor comisario.
- El caso es que cuando descubrimos, gracias a sus informes –volvió a recalcar Mansoz- su relación clandestina con algunos grupúsculos izquierdistas, vamos abiertamente rojos, el hombre se vino abajo y, ante su situación personal y nuestra capacidad de persuasión, terminó confesándolo todo y delatando a todos sus colaboradores y enlaces. Así pues llegamos a la conclusión, obviamente de acuerdo con él, de que no sería necesario encarcelarle ni hacer público el asunto, pues nos sería mucho más útil haciendo de topo para nosotros.
- Muy inteligente por su parte, señor comisario. Pero, ¿por qué me cuenta a mí todo esto?
- Porque ahora hemos pensado que usted podría ser la persona idónea para esta tarea. Por eso le estoy poniendo al tanto sin reservas.
- Pero yo no tengo contactos ni soy conocido en esos medios. Sería un error. Además ya tienen a don Hilario que no podrá negarse dada su situación. Él es la persona idónea, no yo –dijo Lázaro que, aparentando serenidad, estaba loco por escurrir el bulto y escapar de una situación sumamente comprometida en la que de ningún modo deseaba verse implicado.
- Pero, ¿cómo?, ¿es que aún no se ha enterado usted? –dijo con exagerada gravedad el comisario.
- ¿Enterarme?, ¿de qué?
- Al amanecer han encontrado el cadáver de don Hilario bajo el viaducto.
Esta vez Lázaro se quedó de veras sin habla. El comisario le observaba impertérrito, queriendo detectar cualquier gesto revelador en la cara del muchacho. Sin embargo, lo único que observó es que éste estaba aterrorizado. No se equivocaba, el policía estaba acostumbrado a ver a muchos hombres asustados.
Lázaro se dio cuenta por ver primera del peligroso juego en el que se encontraba metido. Tenía necesidad de pensar pero, para eso, primeramente necesitaba calmarse.
El comisario se percató a su vez de que Lázaro, quizás por su juventud, no era capaz de asimilar aún lo que acababa de oír. Así que, antes de que recuperase el uso de la razón y luego el de la palabra, le dijo:
- Piense usted la situación. Piense con calma. Vea los pros y los contras. Pondere todo el asunto. Tenga en cuenta todo lo que le he contado –volvió a recalcar – Usted nos ha servido muy bien y nosotros no olvidamos, pero de ningún modo queremos implicarle en algo que exceda su capacidad.
- Creo que no puedo meterme en algo así.
- No tome decisiones precipitadas. Deje pasar unos días. Piense que, si no acepta, habremos de darle por quemado y prescindir de sus servicios. Naturalmente usted, en tal caso, debería de olvidar todo lo concerniente a esta historia. Piénselo y comuníqueme su decisión en el próximo informe. En caso negativo dicho informe sería el último, del mismo modo que la de este mes sería su última visita al burdel. ¿Entendido?
Lázaro hizo un paréntesis en su asombrado y ensimismado mutismo para asentir con la cabeza y siguió sentado sin moverse. Parecía hipnotizado.
El comisario enarcó las cejas y, al mismo tiempo que movió la mano haciendo un gesto mixto de despedida y de que eso era todo, mostró los dientes ensayando una sonrisa que no pasó de ser una mueca extraña. Lázaro tardó aún unos segundos en reaccionar y, cuando lo hizo, se levantó y salió del despacho sin decir nada.
Al atravesar el viaducto de regreso se paró junto al grupo de jubilados que miraban, señalaban y comentaban entre sí. Por el fondo del barranco, entre las cuidadas huertecillas que había a ambos lados, pasaba una carretera secundaria. Casi en el centro del asfalto destacaba un gran chafarrinón central de sangre con algunos salpicones hacia fuera. Era la huella que había dejado el cuerpo de Hilario al final de su viaje gravitatorio de ochenta metros. Unos barrenderos comenzaban a echar baldes de agua, procedentes de las acequias de las huertas, y barrían la mancha rítmicamente con grandes cepillos de raíces.
- ¿Por qué lo habrá hecho? –decía uno de los mirones.
- Cualquiera sabe –dijo otro.
- ¿Se tiró él? –terció un recién llegado.
- Sí. Dicen que hubo algún testigo –puntualizó un enterado.
- Hay manos que pueden empujar sin que se vean –sentenció uno más trascendente.
Lázaro se alejó despacio del lugar, convencido de que debiera hacerlo para siempre.
Estando en la residencia de estudiantes una mañana en la que éstos acababan de salir hacia sus respectivos destinos, Lázaro recibió una llamada telefónica de alguien que se identificó como López, uno de los policías que le paró en el viaducto la noche de su visita a comisaría, y le dijo que, urgentemente y del modo más discreto, debía pasarse por comisaría a instancias de Mansoz y que éste le esperaba lo antes posible sin excusa ni pretexto.
Estaría feo decir que Lázaro perdió el culo para acudir a la llamada de Mansoz, pero es que así fue. Cruzó el viaducto con tal prisa que no se detuvo a averiguar lo que algunos grupos de curiosos y desocupados observaban. Supuso que comentarían alguno de los frecuentes accidentes de circulación que, dado el intenso tráfico que atravesaba aquella obra en dirección a Levante, solían producirse. Enseguida llegó a la comisaría. Nadie que pudiera asociarle con la policía le vio llegar.
Esta vez Mansoz no le hizo esperar. De hecho le dio la impresión de que el comisario le aguardaba.
- He de agradecerle el gran servicio que nos ha prestado –dijo el comisario a modo de saludo.
- ¿Tan útiles les han sido mis informes? –dijo un Lázaro sorprendido pero que había aprendido las enseñanzas de Mansoz y, así, optó por seguir la corriente al comisario al no comprender a qué venía tanta efusividad.
- Sí, en efecto lo han sido. Nadie sospechaba de Hilario Soares. Yo fui el primer sorprendido cuando usted comenzó a citarle en los últimos tres o cuatro informes.
- Pues, ya ve usted –dijo Lázaro dando una larga, pues aún o sabía por donde iban los tiros.
- De hecho, habíamos llegado a un grado tal de confianza en él que, desde hace bastante tiempo, era nuestro mejor confidente.
- ¿Cómo? –y Lázaro ahora no es que se mostrara intrigado, es que de veras lo estaba.
- Lo que está oyendo.
- Pero, ¿quiere usted decir que igual que…? –continuó el muchacho.
- Sí, exacto. Igual que usted –le cortó el comisario- Sólo que, en su caso, es usted un colaborador más reciente. A don Hilario le fichamos casi un año antes que a usted. Por eso no desconfiábamos de él y solamente –y esto lo recalcó el comisario- gracias a sus sagaces informaciones seguimos estos últimos dos meses todos sus pasos.
- ¿Y sólo me ha llamado usted para felicitarme?
- Bien, sólo en parte. ¿Sabe usted cómo nos hicimos con la colaboración de don Hilario? –cambió de tercio el comisario.
- Pues, ni idea.
- Es algo confidencial pero, dado el punto al que las cosas han llegado, se lo contaré. El profesor se había liado con una de sus alumnas, con una menor. Este hecho, unido a que el profesor estaba casado, nos bastó para contar con su colaboración.
Lázaro comenzó a darse cuenta de que se encontraba en un punto en el que no sabía qué le contaba el comisario para su información y qué para que supiera lo enterado que estaba el propio comisario. Era una especie de juego en el que el policía tenía experiencia. Así que Lázaro, consciente de ello, lo siguió sin inmutarse.
- Lo comprendo, señor comisario.
- El caso es que cuando descubrimos, gracias a sus informes –volvió a recalcar Mansoz- su relación clandestina con algunos grupúsculos izquierdistas, vamos abiertamente rojos, el hombre se vino abajo y, ante su situación personal y nuestra capacidad de persuasión, terminó confesándolo todo y delatando a todos sus colaboradores y enlaces. Así pues llegamos a la conclusión, obviamente de acuerdo con él, de que no sería necesario encarcelarle ni hacer público el asunto, pues nos sería mucho más útil haciendo de topo para nosotros.
- Muy inteligente por su parte, señor comisario. Pero, ¿por qué me cuenta a mí todo esto?
- Porque ahora hemos pensado que usted podría ser la persona idónea para esta tarea. Por eso le estoy poniendo al tanto sin reservas.
- Pero yo no tengo contactos ni soy conocido en esos medios. Sería un error. Además ya tienen a don Hilario que no podrá negarse dada su situación. Él es la persona idónea, no yo –dijo Lázaro que, aparentando serenidad, estaba loco por escurrir el bulto y escapar de una situación sumamente comprometida en la que de ningún modo deseaba verse implicado.
- Pero, ¿cómo?, ¿es que aún no se ha enterado usted? –dijo con exagerada gravedad el comisario.
- ¿Enterarme?, ¿de qué?
- Al amanecer han encontrado el cadáver de don Hilario bajo el viaducto.
Esta vez Lázaro se quedó de veras sin habla. El comisario le observaba impertérrito, queriendo detectar cualquier gesto revelador en la cara del muchacho. Sin embargo, lo único que observó es que éste estaba aterrorizado. No se equivocaba, el policía estaba acostumbrado a ver a muchos hombres asustados.
Lázaro se dio cuenta por ver primera del peligroso juego en el que se encontraba metido. Tenía necesidad de pensar pero, para eso, primeramente necesitaba calmarse.
El comisario se percató a su vez de que Lázaro, quizás por su juventud, no era capaz de asimilar aún lo que acababa de oír. Así que, antes de que recuperase el uso de la razón y luego el de la palabra, le dijo:
- Piense usted la situación. Piense con calma. Vea los pros y los contras. Pondere todo el asunto. Tenga en cuenta todo lo que le he contado –volvió a recalcar – Usted nos ha servido muy bien y nosotros no olvidamos, pero de ningún modo queremos implicarle en algo que exceda su capacidad.
- Creo que no puedo meterme en algo así.
- No tome decisiones precipitadas. Deje pasar unos días. Piense que, si no acepta, habremos de darle por quemado y prescindir de sus servicios. Naturalmente usted, en tal caso, debería de olvidar todo lo concerniente a esta historia. Piénselo y comuníqueme su decisión en el próximo informe. En caso negativo dicho informe sería el último, del mismo modo que la de este mes sería su última visita al burdel. ¿Entendido?
Lázaro hizo un paréntesis en su asombrado y ensimismado mutismo para asentir con la cabeza y siguió sentado sin moverse. Parecía hipnotizado.
El comisario enarcó las cejas y, al mismo tiempo que movió la mano haciendo un gesto mixto de despedida y de que eso era todo, mostró los dientes ensayando una sonrisa que no pasó de ser una mueca extraña. Lázaro tardó aún unos segundos en reaccionar y, cuando lo hizo, se levantó y salió del despacho sin decir nada.
Al atravesar el viaducto de regreso se paró junto al grupo de jubilados que miraban, señalaban y comentaban entre sí. Por el fondo del barranco, entre las cuidadas huertecillas que había a ambos lados, pasaba una carretera secundaria. Casi en el centro del asfalto destacaba un gran chafarrinón central de sangre con algunos salpicones hacia fuera. Era la huella que había dejado el cuerpo de Hilario al final de su viaje gravitatorio de ochenta metros. Unos barrenderos comenzaban a echar baldes de agua, procedentes de las acequias de las huertas, y barrían la mancha rítmicamente con grandes cepillos de raíces.
- ¿Por qué lo habrá hecho? –decía uno de los mirones.
- Cualquiera sabe –dijo otro.
- ¿Se tiró él? –terció un recién llegado.
- Sí. Dicen que hubo algún testigo –puntualizó un enterado.
- Hay manos que pueden empujar sin que se vean –sentenció uno más trascendente.
Lázaro se alejó despacio del lugar, convencido de que debiera hacerlo para siempre.
2 comentarios:
¡Ánda!
Se nos fué el Hilario... ¿y ahora?
Paciencia y barajar. ;-)
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