26 julio 2007

El castillo del tío Robisco.


Cuando yo era pequeño, mi tío Robisco era para mí el ogro de las siete cavernas. Corpulento, de aspecto severo, cejas pobladas, carácter fuerte y carente de paciencia y de la más mínima psicología infantil, su sola presencia era sentida por mí como una amenaza inminente. Obviamente, jamás se llevó bien con los niños, todos le parecíamos impertinentes, desobedientes y maleducados. Sus regañinas eran mucho más temibles que un par de bofetadas. La mejor táctica con él era evitar su presencia y huir con tiempo cuando su aparición se barruntaba. Si no eras avispado podías verte ayudándole a hacer trabajos desagradables y pesados una tarde entera, y, lo que era más duro, sin posibilidad de desobedecer ni protestar y muchísimo menos de escabullirte.

Un día viajando en coche con mis padres, mis hermanas y yo vimos a lo lejos las ruinas de un castillo.

-¡Papá, papá, fíjate, un castillo!
-¿Sabéis la historia de ese castillo?, dijo muy padre muy serio.
-No, ¿cuál es? ¿De quién era?
Mi padre con mucho misterio y ceremonia, poniendo una voz especial como para revelarnos un gran secreto, nos dijo:
-Ese castillo, hijos míos, era de los moros y lo fue durante muchísimos años. Sin embargo, un buen día, hace algún tiempo, acertó a pasar por aquí vuestro tío Robisco y al verlos tan campantes por el castillo, no lo pudo resistir, sintió la sangre hervir de furia, y diciendo: ¡Ahhhh rediós, malditos moros, vais a ver lo que es bueno!, se acercó hacia ellos con una estaca y los ojos inyectados de sangre, comenzó a subir por la ladera del castillo y, éste quiero, éste no quiero, acabó a estacazos con los desprevenidos y aterrorizados árabes que, de ninguna manera, se esperaban tal ataque. Además, no conforme con lo que les hizo, dejó el castillo hecho una pena. Ahí tenéis, hijos míos, lo que el tío dejó de él.
Todos los niños quedamos impresionados. Ninguno de nosotros dudó un momento de la veracidad de la historia. ¡Menudo era el tío Robisco! Yo, imaginándome en la piel de los pobres moros, temblaba ante la sola idea de ver avanzar hacia mí nada menos que al tío Robisco, con todo su mal genio desatado, sus pobladas cejas, su voz imperiosa y, además, con una estaca... Nada peor podría haberles ocurrido a los pobres sarracenos. ¡Qué mala suerte tuvieron! Después de conocer estos hechos no me resultó extraño que huyesen de España todos, como decía el profe de historia, seguramente a consecuencia del pánico que la acción de mi tío, llevada de boca en boca, causó en sus filas. Nada peor podía haberles ocurrido. También fue mala fortuna que mi tío pasara por allí. Podía haber sido otro, pero no, tuvo que ser el tío Robisco, pobres moros, pobrecillos…
Desde aquel día siempre que pasábamos por allí, fuésemos con quien fuésemos, siempre decíamos:
-Mira, el castillo del tío Robisco.
-¿Qué dicen estos niños?, decía mi tío muy mosca.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué buen relato. Yo también me lo hubiera creído de mi tío ogro.

Soros dijo...

A que sí. Si por lo menos hubieran dado con el Cid...