01 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.10

La conversación con Abdel dejó perplejo al ingeniero. La solidez del bereber y su carácter pétreo le empezaron a provocar un conato de inquietud y de inseguridad que no estaba habituado a sentir y, menos, ante alguien a quien protegió siendo un muchacho. Y le vino a la memoria aquel lejano día en que lo alzó del barro con sus manos. Ya no se parecía a aquel pelele endeble. Y, de la indefensión que un día le inspiró, había pasado a causarle un respeto impreciso, un oscuro temor.
Con respecto a su actitud, por más que el bereber se dijera su servidor, no tenía ésta nada de servil. Si alguna vez pensó Zarrúa que el rifeño era su protegido, y le dolió que no fuera también su confidente, ahora tenía muy claro que no era ni lo uno ni lo otro. Era como si Abdel se le escapara de las manos. Aunque, a decir verdad, nunca lo tuvo en ellas.
El ingeniero suponía que el bereber debería guardarle, al menos, agradecimiento. Pero era evidente que, pese a sus palabras, no le guardaba ya ni siquiera sumisión alguna. En ese sentido Zarrúa se sentía nervioso y azorado, como si algo en el extraño carácter del bereber le provocara una náusea.
Por otro lado, con respecto a la situación general de la guerra, sobre concisa, le pareció muy clara la idea de ella que Abdel tenía.
Caviló también sobre la posibilidad de que, en aquellos últimos dos años, el bereber, por sus conocimientos sobre aquellas tierras y sus gentes y, al mismo tiempo, su relación con el entorno español y con él mismo, fuese, además de un negociante nato, un partidario de los rebeldes. De este modo, seguramente Abdel trabajaba a dos bandas con respecto a los beneficios pero, desde el punto de vista militar, se congratulaba de las victorias rifeñas antes que de las españolas.
Pero sólo muy en teoría sopesó el ingeniero esta última posibilidad. En realidad al ingeniero le daba igual que Abdel pudiera ser un partidario de los rifeños, porque él no había ido al Protectorado por motivos patrióticos. Únicamente los intereses de las empresas le llevaron allí y, ahora, eran los propios los que le impelían a permanecer en aquel agujero africano. La posición que el bereber tuviera no le interesaba, mientras él sacara montañas de dinero de aquella mina cuyo filón sólo mermaría, o se agotaría, si la guerra terminaba.
Pero, contrariamente a lo que Abdel creyó, sus palabras sí que habían sido de utilidad para Zarrúa. Había, al menos, dos informaciones que podrían ser fuente de ingresos para determinadas empresas. La primera de ellas era la falta de cartografía del Rif. La segunda, la carencia de accesos o viales que pudieran ser recorridos por vehículos mecánicos. Sin duda, ambas cosas habrían contribuido en muy buena parte a los desastres más notorios del ejército español. Los militares debían ser muy conscientes de ello. El asunto era cómo presentar algunas propuestas al respecto que pudieran ser aceptadas en las Comandancias.
El ingeniero se puso de inmediato en contacto con el consorcio de empresas al que representaba.
Con respecto a la cartografía, les sugirió el uso de un avión de observación con dos plazas: la del piloto y otra para un fotógrafo que fuera también topógrafo. Con ese aparato podría sobrevolarse la zona del Rif durante un par de meses y obtener fotografías detalladas, debidamente secuencializadas, de todo el territorio. Sobre ellas, el topógrafo, escribiría los comentarios de cada una con las observaciones más necesarias y útiles para el ejército. No sería una cartografía propiamente dicha, pero sí una información mucho más concreta y fidedigna que aquélla con la que el ejército contaba hasta entonces. El consorcio de empresas, si veía interesante la operación, le mandaría un presupuesto para la misma. Si las Comandancias lo aprobaban, otro negocio más prosperaría.
El otro asunto, el de la construcción de viales, le pareció al ingeniero más complejo pero, a la vez, mucho más lucrativo. Aunque del Rif no había cartografía, sí la había de las zonas más cercanas a Melilla, Larache y Ceuta, por lo tanto podría construirse en principio una carretera de trazado no muy difícil que facilitara el acercamiento de las tropas a las zonas más abruptas. La construcción estaría supervisada y vigilada por el ejército, la empresa enviaría maquinaria, capataces y técnicos y la mano de obra se obtendría de la población lugareña. El proyecto, convenientemente presentado, daría satisfacción a todos. En primer lugar mejoraría las infraestructuras del Protectorado, el control militar no dejaría fuera de ciertos beneficios al Ejército, las empresas se garantizarían unas buenas ganancias y los bajos salarios que recibirían los lugareños contribuirían al bienestar y contento de éstos, acostumbrados a la miseria, y, de paso, engrosarían aún más los beneficios de las constructoras. Y, si el proyecto salía bien, podría ser el inicio de otros muchos en una zona tan falta de infraestructuras. Y, además, contrariamente a otros negocios, éste podría seguir prosperando incluso si la guerra terminaba.

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