10 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.19

Tras leer la carta, el ingeniero, de la incredulidad, pasó al asombro y luego, lentamente, a la más profunda y soberbia de las indignaciones.
Con la afilada jactancia y la roma prepotencia que da el poder a aquéllos que se sienten respaldados por él, se juró que tacharía de la historia el nombre de aquel oficialucho, que borraría de la tierra a aquel moro insolente, que aplastaría su desfachatez pisoteándole como a una cucaracha. Una especie de fiebre homicida y descontrolada se apoderó de su persona. Y, lo extraño, fue que Zarrúa no se espantó de ello, sino que le pareció justo responder con el hierro a la petición de reciprocidad que Abdel le hacía. Y es que, al ingeniero, la demanda de quien, en justicia, pretendía igualarse a él, le pareció la más ominosa de las agresiones.
Cuando, tras más de una hora, se sobrepuso al arrebato de la cólera y lentamente las oleadas de su ira fueron amainando, cuando, a duras penas, consiguió que sus pulsos se serenaran, Zarrúa logró al fin que su magín comenzase a trabajar. Su mente, educada en el cálculo y la reflexión, empezó a cavilar. La serenidad del pensamiento sofocó la pira de la pasión que la carta había prendido en su interior.
Al fin y el cabo, él era un intelectual y su cerebro estaba acostumbrado a pensar con rigor y  frialdad, sin dejarse llevar por la ceguera que producen los ígneos sentimientos en el común de los mortales.
Pero, a medida que recobró el equilibrio, y muy a su pesar, el ingeniero llegó a conclusiones que nada le gustaron. La pasión no le produjo miedo, pero la razón sí.
Para su familia sería una deshonra que saliera a relucir su relación con Abdel y sus oscuros negocios en el Rif. Su prestigio ante aquella sociedad que le idolatraba se desmoronaría. Las autoridades, permisivas en asuntos aislados y voluntariamente despistadas ante ciertos favores, jamás admitirían ni avalarían públicamente al protagonista de negocios tan oscuros y de corruptelas tan generalizadas. Y, de su relación con Malika, más valía que ni su esposa ni sus hijas supieran y, menos aún, que fuese la comidilla de aquella sociedad hipócrita, pacata y pueblerina a la que el ingeniero tenía subyugada.
Aquella carta no podía mostrársela a nadie. Para la policía, las autoridades y, sobre todo, para su familia, aquella relación y aquellos hechos, todos sin excepción, habían de permanecer ocultos. Aquello jamás había ocurrido. No sería él quien lo admitiera.
A utilizar sus influencias entre los militares, el ingeniero también renunció. Si Abdel estaba bajo las órdenes del general Mizzian, otro rifeño como él, la protección del Comandante General de Ceuta la tenía garantizada. Un general que había sido tan leal al Caudillo, como para alcanzar tal cargo y rango, gozaba de altísimo prestigio y era imposible que permitiera que uno de sus oficiales fuese incomodado y, menos, discretamente eliminado, como hubiera sido el más profundo y visceral deseo de Zarrúa.
Y sintió que toda su persona se veía anulada, temblorosamente insegura y atemorizada por el pavor al alud de oprobio que repentinamente podía caer sobre ella y aplastarla.
Aunque el ingeniero se sentía atado de pies y manos, quiso sosegarse. Mirando el asunto con frialdad, estaba seguro de que Abdel nada podría probar formalmente y, mucho menos, reclamar oficialmente. Todo aquello, en el peor de los casos, había sido un compromiso oral entre ambos, del que no existían testigos ni se guardaba memoria entre los hombres.
Abdel Jabbâr no existiría si él le borraba de su vida, si daba en desconocer su nombre, si no le contestaba, si no se daba por enterado de sus pretensiones y, simplemente, le ignoraba.
Pero, a lo que no conseguía mantenerse ajeno, era a aquella locura de pedirle a su hija, de dar a su primogénita por intercambiable con aquella oscura bereber del Rif que acabó su vida de ramera. Esa petición, además de ofenderle, desencajaba al ingeniero. ¡Qué desfachatez! ¡Qué pretensiones! ¿De dónde sacaba tanto orgullo aquel morito miserable?
La alusión a los Djinns ni siquiera la tuvo en consideración. Al ingeniero no le hizo la menor mella. Eran palabras que para él nada significaban. Todas aquellas zarandajas eran supersticiones de gentes brutales y atrasadas. En lugar de creer en esas presencias, o llegar siguiera a considerarlas, esos espíritus desconocidos resbalaron por su ánimo de piedra, dispuesto siempre a dudar, e incluso a burlarse, de amenazas mucho más consistentes y tangibles. ¡Valiente imbécil el morito de los Djinns! Debía tomarle por un niño.
El ingeniero fijó la idea del desprecio en su cabeza: Ni el bereber ni su nombre existían. No habían existido nunca. Simplemente, borrado de su mente, el bereber se diluiría, se desmoronaría en el tiempo, desaparecería con el mismo silencio con que había reaparecido.
Y decidió que la mejor postura sería seguir viviendo como siempre, como si nunca hubiese recibido aquella carta impertinente con aquella loca y denigrante pretensión. El desdén sería la moneda adecuada.

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