14 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.23

Había pasado un mes desde aquella desaparición que todos calificaban de secuestro. Aunque el matrimonio no quiso recibir visitas, pues doña Currita había caído en una gran depresión nerviosa y el ingeniero no estaba para aguantar florituras ni cumplidos, no pudo Zarrúa negarse a recibir al alcalde y al gobernador. Sobre todo el segundo era demasiado poderoso para haberle hecho aquel feo. Por otro lado, ambos habían sido asiduos asistentes a sus felices veladas durante los años anteriores y garantes de su participación en algunos negocios.
Tras los saludos y un buen rato de parabienes, y tras asegurar al ingeniero que su hija aparecería, y hacerlo con tan virtual firmeza como real falta de fundamento, fue el gobernador el que, con un suspiro, quiso hacer al alcalde y al ingeniero partícipes de los graves problemas y desvelos que conllevaba su cargo. Ante sus infructuosas gestiones para recuperar a la niña y para que ambos interlocutores sintieran conmiseración por su persona, permanentemente volcada en su ardua y constante labor por la justicia, la ley y el orden, les hizo las siguientes confidencias:
-Fíjense ustedes, dilectos amigos, cómo en una zona tan calmada como la que habitan se producen, cuando menos se espera, asuntos extraños. Primero fue la misteriosa muerte, hace casi dos meses, de un tal Abdel Jabbâr, que cayó del puente, y, tres semanas después, este asunto tan delicado de su hija, señor Zarrúa. Aunque el primer atestado lo damos ya por zanjado pues, el tal Abdel, resultó ser un loco, un fanático al que su propio jefe hubo de expulsar del ejército. Por suerte las huellas que remitimos del cadáver coinciden con las de ese hombre, al parecer estaba acusado por sus propios superiores de numerosos actos de contrabando en nuestra guerra. Sus actividades debían ser bastante oscuras pues estaba perseguido por los servicios de información del ejército. ¿Se suicidó? ¿Lo asesinaron? Tanto da, ahora tenemos la seguridad de la muerte de ese loco. Y, desde arriba, se nos ha ordenado tajantemente zanjar la investigación y cerrar el expediente con la calificación de suicidio.
El ingeniero siguió la conversación sin dejar traslucir su preocupación y fingiendo sentir admiración por el trabajo de las autoridades y dar crédito a las mismas con respecto a la promesa de devolverle pronto a su hija. Sin embargo, tras las palabras del gobernador, tuvo la certeza de que los servicios secretos, por razones que no conocía pero imaginaba, habían hecho desaparecer a Abdel.
Cuando, con todos los cumplidos, agradeció al alcalde y al gobernador su atenta visita y el coche de aquéllos se perdió tras el polvo del camino, el ingeniero se sumió en la preocupación más descorazonadora. Si los maquis no habían secuestrado a su hija y Abdel había muerto, qué había sido de su indefensa niña, de aquella pobre e inocente criatura. Y, por primera vez, llegó el dolor sincero al corazón taimado de aquel hombre. Él mismo se sorprendió del milagro de que las lágrimas asomaran a sus ojos. Y lloró solo, con desconsuelo, con total desvalimiento, porque, por primera vez, todo se desmoronaba a su alrededor sin que el pudiera, no ya evitarlo, sino siquiera entenderlo. De algún modo la caída de Abdel, aquella criatura que un día levantó del barro, había precipitado todos los acontecimientos pero, siendo consciente de ello, no comprendía lo que estaba pasando.

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