04 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.14

El ingeniero no supo oponerse a la decisión de Abdel, no tuvo argumentos. Zarrúa tuvo que reconocer que el bereber se había comprometido de modo personal, como le exigió, en aquella garantía. Aunque ciertamente no esperaba aquello.
Por otro lado, comenzó a correr el tiempo y el Fokker C-IV de reconocimiento que alquilaron las compañías para el trabajo fotográfico culminó con éxito su misión. Y aquellas fotos tuvieron muchos clientes. El primer negoció prosperó y eso hizo que el ingeniero perdiera su preocupación inicial pasados unos meses.
De Abdel no supo nada, pero no le importó. Los hechos hablaban por él, el aeroplano no tuvo ningún incidente pese a haber estado muchas veces a tiro de los rebeldes y los preparativos para el inicio de viales progresaron sin oposición armada de los insurgentes y con aparente contento de los nativos contratados.
Pero Zarrúa, aburrido por el tedio de la ciudad que, tras aquellos años, había perdido para él cualquier aliciente, dio en pensar en el rehén que el bereber le había dejado. Primero por curiosidad y, pasado un tiempo, por afición y morbo, empezó a menudear sus visitas a Malika. Se dijo que, al fin y al cabo, era su garantía y, si de esa garantía, no podía obtener ningún provecho, entonces tal aval nada le reportaba y eso estaba reñido con los criterios que regían los negocios. Se convenció a sí mismo de su natural proceder, cosa que, como desaprensivo negociante, no le costó mucho.
La asiduidad de sus visitas vencieron pronto la desconfianza inicial de la joven y enseguida comenzó a deshacerse de la mujer mayor que la acompañaba, sin llegar a despedirla, pero mandándola a recados cada vez que visitaba a la muchacha. Pero aquella mujeruca entendió enseguida y, cuando Zarrúa aparecía, ella se esfumaba.
Para Zarrúa aquella virgen que rondaba los veinte años fue, al principio, un juguete encerrado en aquella casa, escondido bajo aquellos velos y, sobre todo, oculto por todas las creencias ancestrales de su raza. Era para él un reto conseguir que la joven se fuera abriendo a recibirle, a seguir sus conversaciones, a perder el recatado mutismo que su cultura le imponía.
Pero, por otro lado, aquella mujer que tenía permanentemente a su alcance, se fue convirtiendo en una tentación exótica, cada día más subyugadora para el joven ingeniero. Y las artes de persuasión del caballero, siempre paciente y educado, lentamente hicieron mella en el ánimo de la joven.
Tras algunas semanas, que al ingeniero se le alargaron como meses, consiguió que la joven pasase de considerarse su propiedad accidental a sentirse también su protegida. Y poco a poco, la constante gentileza y los frecuentes regalos del solícito Zarrúa ganaron el afecto de aquella muchacha, acostumbrada a obedecer sin contemplaciones y a vivir bajo el imperio del hombre.
Al cabo de unos meses, terminó sucediendo lo que el ingeniero deseaba, apocadamente al principio y poco después con vehemencia: Malika se convirtió en su amante. Y la pasión del ingeniero llegó a tal límite que la humilde casa donde habitaba la muchacha se convirtió en el centro de las operaciones habituales de Zarrúa. Y sólo para asuntos oficiales, que requerían una fachada respetable, empleaba ya la lujosa suite del hotel.
La sociedad española de Melilla, al menos la masculina, veía con naturalidad la relación del ingeniero. Al fin y al cabo era lo lógico en un hombre soltero de su edad y, además, todo el mundo valoraba que Zarrúa tuviera la decencia de no sacar a su amante nativa de la casa y lucir su belleza por calles y casinos. La sociedad estaba preparada para entender la vida íntima de cualquier caballero, fuese la que fuese, pero no las ostentaciones públicas de la misma. Lucir públicamente a las amantes, otra cosa era tenerlas,  era un comportamiento que no habría sido admitido por aquellas rectas gentes, de bien, naturalmente, que hacían alabanzas del disimulo y virtud de la hipocresía. De modo que Zarrúa, guardando las apariencias, lejos de ser vilipendiado por su conducta, era admirado no sólo por su gusto, con respecto a la bella muchacha, sino también por la salvaguardia que hacía de la debida discreción y la decencia, sanas costumbres muy españolas.
Había pasado más de un año desde su último contacto con Abdel.
Un muchacho harapiento llamó un día a la puerta de la casa en la que convivía con Malika. Pidió ver al ingeniero y, sólo a éste, le entregó, sin esperar respuesta, una nota que decía lo siguiente:
Ha tomado mi garantía. Y, de ser un aval, la ha hecho sin razón su propiedad. No puedo reprochárselo, aunque tal vez debiera. Esa mujer es ahora su bagaje y, por haberse adueñado de ella sin faltar yo a mi palabra, queda en deuda conmigo. Quizás no llegue el momento de mi contrapartida pero, si un día llega, habrá de restaurarme con equidad lo que me ha quitado y, bajo ningún concepto, podrá negarse. Ahora tiene un vínculo conmigo al que jamás podrá volver la espalda. Recuerde que nuestro trato lo avalaron los Djinns.
No tendrá queja de los negocios en los que con usted me empeñé. No obstante, prefiero no verle a usted ni recordarla a ella. No creo que le importe que nuestra relación comercial haya terminado. Si acaso vuelve a saber de mí será para reclamarle su débito. No lo olvide.

Abdel Jabbâr

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