02 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.12

Abdel le anunció su visita a los quince días de su entrevista. Los aposentos del ingeniero volvieron a ser el discreto escenario de la conversación con el bereber. En cuanto se sentaron, Abdel, como tenía por costumbre, entró directamente en materia:
-Mire, con respecto al aeroplano de observación, los insurgentes y las cabilas se comprometen a no disparar contra él. Ahora bien, pueden existir pacos aislados e incontrolados que lo hagan. No obstante se comprometen a avisar a todos los rebeldes de que no ataquen la avioneta. El aparato deberá llevar en la panza un rectángulo blanco, grande, que sea bien visible. ¡Ah, y ninguna cruz en las alas!
-¿Qué piden a cambio?
-Piden cinco fusiles por día de observación y una ametralladora por cada semana.
-Y, con respecto al vial, qué desean.
-Han sido más flexibles de lo que pensaba. Creo que consideran que desde las alturas dominarán siempre cualquier pista rodada. Así que se conforman con que se contrate a no menos de quinientos nativos, que se les trate bien y se les dé un salario de cinco pesetas diarias. Pero lo vinculan con el otro asunto y, si no obtienen las armas que piden, tampoco darán luz verde a la carretera.
Tras escuchar a Abdel, el ingeniero meditó un par de minutos. Finalmente dijo:
-Lo más complicado es lo de las armas. Dudo de que las empresas estén dispuestas a suministrar armas a los rebeldes. Serían unas nueve semanas, así que 300 fusiles y 9 ametralladoras. Es un auténtico arsenal. Y si el asunto, por alguna fatalidad, se descubriera, al menos a mí, me fusilarían y las empresas perderían toda posibilidad de negocio en el Protectorado. Este asunto no es como otros, aquí me implico directamente y el ejército está al tanto de ello.
El bereber, notando el titubeo del ingeniero, le habló con calma, casi didácticamente, como alguien que, con exagerada amabilidad, explicase algo a un niño:
-Me hago cargo de sus temores. Pero no sería necesario que fuese usted quien suministrara esas armas. La línea con la zona francesa está llena de contrabandistas y traficantes. Si usted me proporciona el dinero, yo entregaré a los rebeldes las armas que piden. Su nombre quedará a salvo, señor Zarrúa.
El ingeniero, tras vencer el fastidio que el bereber le producía con su condescendencia, replicó:
-¿De qué cantidad hablamos?
-De cien mil pesetas –dijo Abdel sin titubeos.
-Es una suma muy alta.
-Pero tenga en cuenta que con ella tiene vía libre para los dos negocios.
-Sí, pero no puedo pedir cien mil pesetas para armas a las empresas.
-¿Por qué no? Puede decir que han sido empleadas en ganar la voluntad de algunos.
-No. Mis representados cuando hacen algún regalo, aunque siempre lo mantengan en secreto, nunca olvidan a quién se lo han hecho, ¿comprendes? Y, más pronto que tarde, sabrían que nadie ha recibido tal cantidad. Entonces perdería mi posición y me vería en problemas imprevisibles.
El bereber, tras observar la desazón del ingeniero, le susurró de nuevo amablemente:
-Bien. En ese caso, no les diga nada. Ponga usted el dinero. Los beneficios de estas dos operaciones, en particular de la segunda, serán ingentes. Seguramente usted podrá doblar el dinero que expone. Eso, como poco.
-Cien mil pesetas es prácticamente todo lo que tengo. Me lo jugaría a cara o cruz.
-Dicen los militares que de cobardes no hay nada escrito –sonrió burlón el bereber.
-¿Y si tú me fallas?
-Señor Zarrúa, me ofende. Sin confianza no hay negocios –respondió Abdel sin perder la calma.
-Está bien. Informaré a las empresas. Si no hay novedad, pásate por aquí dentro de diez días y te daré el dinero. Pero quiero de ti una garantía. Yo lo arriesgo todo. Exijo una certeza de que tú te arriesgas también.
-¿Qué garantía vale más que mi palabra? –dijo Abdel muy serio.
-Elígela tú. Una que te comprometa personalmente –respondió implacable el ingeniero.
-La tendrá- dijo secamente el bereber.
-Espero que valga la pena. No me gustaría que me traicionaras.
-Aún no sé lo que voy a ofrecerle. Será algo importante para mí. Los de mi raza, cuando somos retados por la desconfianza de un extranjero, ofrecemos cosas de gran valía. Pero, por nuestro sentido del honor, si a ello nos obligan, el trato no podrá ya rechazarse, ni la garantía tampoco –contestó el bereber con orgullo, visiblemente ofendido, mientras se dirigía a la puerta.
-Que así sea –dijo Zarrúa, aún más elato, al pronunciar, esta vez él, la última palabra.

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