30 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap.9

Al día siguiente, cuando Abdel llamó a la puerta de su lujosa suite, el ingeniero estaba decidido a intentar extraer de aquel pozo aguas que hasta entonces no había conseguido sacar.
Zarrúa observó al recién llegado. Pese al nuevo porte y corpulencia, Abdel no había abandonado la forma tradicional de vestir, conforme a la usanza de la población nativa de Melilla y, además, sus atuendos seguían siendo humildes y nada llamativos.
Al ingeniero, tras pedirle que entrara y saludarle, le pareció un buen modo de iniciar aquella conversación el mentarle su modo de vestir. Así que, una vez sentados y servido el té, le espetó:
-¿Cómo es que no vistes aún a la española? Ahora te sobra dinero para vestir mejor.
-Yo no soy español, sino bereber. No me gusta vuestra ropa y, aunque me gustara, resultaría extraño entre los míos. No les inspiraría la misma confianza y, para los negocios, es cosa primordial. Ahora, en nombre de ella, dígame para qué me ha llamado –dijo Abdel en un tono agrio que rayaba con la impertinencia.
El ingeniero decidió ser también directo y devolver al joven la pelota:
-Bien, Abdel, ya que mencionas la confianza, me gustaría saber qué piensas de esta guerra.
-Eso, señor Zarrúa, son cosas personales. Para el negocio carece de importancia mi opinión.
-Comprendo. Olvidemos tu opinión personal. Dime, al menos, por qué crees que los españoles somos incapaces de terminarla.
-Es por un conjunto de razones, no hay sólo una.
-Dime alguna.
-Los bereberes y el terreno son las principales, aunque hay alguna otra.
-Háblame del terreno, para empezar. Yo no salgo de las ciudades, como sabes.
-La orografía es muy abrupta, no existe casi cartografía, el clima es cambiante y, en muchos lugares, de alta montaña, la hidrografía es irregular e incluso intermitente, el agua escasa, la población está dispersa, las vías de comunicación apenas existen o sólo son senderos de cabras que no están al alcance de los vehículos y por los que hasta las caballerías se despeñan, el campo es pobre y no ofrece suministros y su ejército se tiene que abastecer desde las grandes ciudades de continuo. Los nativos, en fin, dominan las alturas y el terreno. ¿Le parece suficiente?
El ingeniero sopesó las palabras de Abdel y se sintió impresionado por el dominio del léxico que el muchacho había adquirido y también por su concisión. Cuadraban más sus palabras con las de un militar bien formado que con las de un anodino e inculto bereber. Pero no dejó traslucir sus sentimientos y continuó preguntando:
-¿Qué me dices de tus compatriotas?
-Dicen que existen 66 cabilas en el Rif, aunque ni en eso los rifeños se ponen de acuerdo, algunos sostienen que son 70. La mayor parte son hostiles hacia ustedes y, las que no lo son, sólo ocasionalmente leales. Luchan contra su ejército por tres razones. La primera es por mero bandolerismo, son los grupos de harkas que, aún ente ellas, han realizado desde siempre esa actividad de rapiña como una costumbre ancestral. Otros son grupos de muyahidines que luchan por motivos religiosos, en una especie de Yihad defensiva promovida por el odio al infiel que predican algunos morabitos o santones, como les llaman ustedes despectivamente. Los terceros, y los más importantes, son los nacionalistas rifeños acaudillados por Abd-el-Krim y respaldados principalmente, pero no sólo, por la poderosa tribu de los Beni Urriagel. Este último grupo quiere la independencia del Rif, es el más organizado y efectivo, tienen algo parecido a su ejército regular. Los tres grupos pueden actuar por su cuenta o aleatoriamente asociados. Y todos son gente rural, que conoce el terreno, y su forma de lucha es la guerrilla.
De nuevo el ingeniero sintió empequeñecer su figura ante las concisas y precisas explicaciones del joven bereber. Ya no tenía éste nada que ver con aquel mocoso insignificante que rescató del centinela.
-Pero, aparte de tus compatriotas y del terreno, me has dicho que hay alguna otra causa. ¿Cuál crees tú que es?
-La rivalidad colonial que tienen ustedes con Francia. Esto les mantiene desunidos y, además de todo lo citado, hace que, por unas fronteras tan incontrolables como tienen, haya un continuo tráfico de contrabandistas y espías de todos los signos. En cierto modo, de eso nos valemos también usted y yo para ciertos negocios.
-¿Por qué nunca me habías contado esto?
-Porque algunas cosas usted no las ha querido saber nunca y porque, para los negocios, estos conocimientos le son a usted innecesarios. Usted es poderoso en las ciudades y, sirviéndole, yo soy necesario en el Rif. ¿O podría usted hacer algo diferente de lo que hace tras lo que ahora sabe?
-Ciertamente, no. Me sería imposible penetrar en esas redes.
-Pues, si es así, usted me dirá de qué le ha servido mi información. Pero, al contrario que a usted, a mí me es fácil desenvolverme en las montañas. Nos complementamos, usted tiene poder para negociar en los lugares donde se toman las decisiones y yo le sirvo. Usted es el poderoso, yo sólo soy un instrumento. Nuestra posición no ha variado desde que me libró usted de aquel soldado.
-Gracias de todos modos, Abdel. ¿Hay algo más?
-Quizás no debería decir esto, pero algunos creen que es bueno que la guerra dure.
-Sí, supongo que los rebeldes tendrán esa pretensión.
-No hablo de los rebeldes, sino de algunos españoles –dijo con frialdad Abdel.
El ingeniero Zarrúa quedó sorprendido y, en silencio, rumió las últimas palabras del bereber.
Abdel, aprovechando aquel intervalo mudo, se levantó y, dando por acabada una conversación a la que se prestó de modo incómodo, se encaminó a la puerta. Desde ella, a guisa de despedida, le dijo al ingeniero algo que le sorprendió:
-No me debe nada por esta conversación. No ha habido negocio. Espero que no vuelva a llamarme si no es para negocios. He crecido con usted, pero no soy su amigo, sino su servidor. 

No hay comentarios: