27 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap. 1

 “Los judíos polacos modelan, después de recitar ciertas oraciones y guardar unos días de ayuno, la figura de un hombre de arcilla y cola, y una vez pronunciado el maravilloso nombre divino sobre él, éste ha de cobrar vida. Cierto que no puede hablar, pero entiende bastante lo que se habla o se le ordena. Le dan el nombre de Golem, y lo emplean como una especie de doméstico para ejecutar toda clase de trabajos caseros. Sin embargo, no debe salir nunca de casa. En su frente se encuentra escrito emet (verdad), va engordando de día en día y se hace enseguida más grande y fuerte que todos los demás habitantes de la casa, a pesar de lo pequeño que era al principio. De ahí que, por miedo de él, éstos borren la primera letra, de forma que queda sólo met (está muerto), y entonces el muñeco se deshace y se convierte en arcilla. Pero hubo una vez uno que, por descuido, dejó crecer tanto a su Golem que ya no podía llegarle a la frente. Movido por un gran miedo, ordenó a su criado que le quitase las botas, pensando que, al doblarse, le podría llegar a la frente. Ocurrió tal como pensaba el dueño, y éste pudo felizmente borrar la primera letra, pero toda la carga de arcilla cayó sobre el judío y lo aplastó.”
(Jakob Grimm, 1808, en “El periódico para eremitas”)

Cuando las nieblas se disipan en la soledad de aquel desierto y el sol, muy lentamente, triunfa sobre ellas y las deshace en jirones y las deshilacha,  haciéndolas ascender y perderse, entonces, aún entre la confusión de la bruma ascendente, pueden verse las ruinas fantasmales de la Casa Zarrúa.
La sensación provoca desorientación y extrañeza. Y, quien ve aquello por primera vez, no sabe si, curioso, caminar en dirección a los edificios o, temeroso, dar la vuelta y desaparecer cuanto antes de aquel lugar.
Resulta sorprendente encontrar una villa de recreo en ese lugar aislado y nemoroso. Y, más aún, topar con ella al amanecer. Y da la sensación de que ha aparecido de repente y alguien la ha levantado en una noche y, en la misma, ha envejecido y ha sido abandonada. Su vista causa desazón.
Pero, más cerca, se aprecia un edificio vertical, mucho más alto, que desentona. Es una torre antigua, de apariencia agarena, de base cuadrada y con tres plantas, coronada por una azotea para la almenara. Es evidente que la atalaya llevaba varios siglos en ese lugar cuando se construyó la villa. Y, pese a su antigüedad, es su estructura la que parece más firme, más intemporal.
Todos los jardines y parterres aparecen desdibujados y, sus bancos de mampostería, desmoronados. La pista de tenis aún conserva los pivotes de hierro, torcidos y oxidados, que sujetaban la red. El piso de cemento está cuarteado y hecho migajas arenosas en toda su superficie. La piscina está vacía y con las paredes agrietadas y su escalera niquelada está desvencijada, torcida y colgada en un sólo punto del muro.
El edificio principal tiene dos plantas y está coronado por una gran terraza bordeada por almenas enanas. La primera planta es un semisótano con ventanas rectangulares y alargadas un palmo por encima del jardín reseco y alberga grandes cocinas y almacenes y las habitaciones, retretes y aseos que, un día, fueron del servicio. La planta principal tiene un recibidor y dos grandes salones muy iluminados. El suelo es de tarima de maderas preciosas que hoy aparecen podridas y levantadas. Un pasillo amplio conduce a ocho habitaciones espaciosas, con sus cuartos de baño con suelos y paredes de mármol, y finaliza en la escalera de caracol que baja a las cocinas y sube a la terraza.
Tras el edificio principal yacen desmoronadas las cuadras y el gallinero, el pósito y los garajes, el tanque del agua y los chamizos donde se guardaban los aperos. La noria está partida y tirada, hecha ya trizas, junto al pozo.
En el arenal, que usaban para la equitación y el picadero de los potros, apenas quedan en pie algunos pivotes carcomidos que aún recuerdan el contorno, hoy plagado de cardos.
La pequeña capilla tiene hundido el techo y los bancos tronchados bajo los cascotes, de la campana y la cruz solo queda el espacio vacío que ocuparon y los restos de algunas ropas litúrgicas están medio quemados, esparcidos por el suelo.
Delante de la fachada principal, ante la larga escalinata de la entrada, hay una gran superficie de obra, levantada dos cuartas sobre el suelo, de cincuenta metros por cincuenta, en la que se organizaban los saraos al caer las tardes del estío.
A ambos lados, adosadas a la fachada principal, dos garitas amplias, casi torretas, con puertas y ventanas con arco de herradura, le dan al conjunto un aire arábigo. La fachada principal, entre las garitas, está rematada en el centro por una espadaña con motivos simétricos, neoclásicos y neobarrocos, que encierran una hornacina vacía bajo el remate superior de un frontón partido, con un pedestal central, en el que se yergue una estatua hierática de Apolo. Sobre el dintel de la puerta principal, ornado de filigranas que trepan la espadaña, aparece el nombre de la casa y un año: Quinta Zarrúa 1928. Y, bajo el nombre, hay un pequeño torreón en relieve: el emblema militar del cuerpo de ingenieros.
Todo el que contempla la finca en su conjunto se siente embargado por una extraña nostalgia intemporal. Y nadie se explica la razón de su abandono. Pero cuando el ocaso empieza a poblar de sombras aquellos restos suntuosos, hoy decrépitos, todos abandonan con premura aquellos pagos, temerosos de lo que las tinieblas pudieran atraer a ellos.

No hay comentarios: