28 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap.6

El ingeniero conoció a Abdel Jabbâr a las dos semanas de llegar a Melilla. Sus contactos con las autoridades civiles y militares los tenía programados y preparados por las empresas a las que representaba, pero su contacto con Abdel fue una casualidad que, sin embargo, marcaría inesperadamente sus años en el Protectorado y, en cierto modo, su destino.
Abdel era un chaval de edad indefinida. Talludo y flaco, como una espiga agostada, aparentaba doce o trece años pero quizás tuviera dieciséis o diecisiete.
Al salir de la Capitanía, ultimada la burocracia de un pedido del arma de Ingenieros, topó el señor Zarrúa con uno de los centinelas que, tras abofetear salvajemente a un muchacho, lo llevaba al Cuerpo de Guardia asido brutalmente de una oreja mientras el chico sangraba por la nariz.
-¿Qué ha hecho?-inquirió Zarrúa, impresionado por aquella crueldad.
-Intentaba robar un fusil. Pero se va a enterar -repuso el soldado.
El ingeniero, en un arrebato de piedad que aún no había aprendido a reprimir, se llevó la mano a la cartera y, sacando un billete de veinticinco pesetas, se lo tendió con disimulo al soldado al tiempo que decía con gesto severo:
-El chico me estaba esperando. Déjelo marchar. Yo me encargaré de que esto no vuelva a suceder.
El soldado cogió el billete, se encogió de hombros y dando un puntapié al muchacho dijo:
-¡Que no te vuelva a ver por aquí, gaznápiro!
El chico, del empellón, fue a caer a un cenagal de lodo y estiércol de caballo. El ingeniero lo levantó del barro. Luego emprendió el camino a su hotel seguido por el muchacho a un par de metros.
En el camino, Zarrúa se detuvo frente a un cafetín. Se dio la vuelta y miró al arrapiezo que mansamente le seguía.
-¿Hablas español?
-Sí.
-¿Cómo te llamas?
-Abdel Jabbâr.
El ingeniero, en broma, quiso congraciarse con el muchacho y le dijo:
-¿Quieres trabajar para mí?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque conviene servir al poderoso, mi nombre significa eso.
Zarrúa se quedó perplejo ante la respuesta del muchacho. Pensó que, al hablar del poderoso, se refería a Alá y supuso que era un devoto musulmán. Pero, notando como el morito miraba al escaparate del cafetín, dijo Zarrúa:
-¿Tienes hambre?
-Sí.
-Entra y come lo que quieras.
-Si trabajo para ti, como contigo.
De nuevo se sorprendió el ingeniero. Parecía un chico poco hablador y muy desconfiado. Pese a sus pocos años mostraba una frialdad que no hubiera sabido decir si ocultaba timidez u orgullo. Aunque, su última frase, parecía denotar más lo segundo.
Entraron en el cafetín, se sentaron a una mesa. El ingeniero tomó café y el chico té, aunque el muchacho no lo bebió hasta haber devorado media docena de pastelillos. Tras apurar el vaso, el muchacho, mirándole a los ojos, preguntó:
-¿Cuánto pagas?
El ingeniero se quedó pasmado ante la pregunta directa e inesperada. Al parecer aquel ingenuo se había tomado en serio su ofrecimiento. Pero, con un poco de guasa, le contestó:
-Depende de para lo que sirvas. Yo no me dedico a robar fusiles.
-Todos roban. Para mí, un fusil es mucho. ¿Qué quieres robar tú?
-Yo hago negocios, no robo -dijo secamente el ingeniero, molesto por la obtusa lógica que parecía regir la mente del muchacho.
-Entonces, ¿a qué has venido aquí?
La pregunta, así formulada, parecía cándida, pero, ciertamente, era sagaz, aunque sonara a impertinencia.
-Ya te lo he dicho: a hacer negocios.
-Negocios son robos grandes con poco riesgo. Tú negocias con españoles. Si negocias también con moros, igual tiempo, doble negocio.
El ingeniero, mitad incrédulo mitad curioso, decidió seguirle la corriente:
-¿Qué negocios podría hacer yo con los moros?
-Tú no sabes, yo sí. Tú no conoces cabilas, tú no conoces idiomas, tú no sabes nada de moros. No conoces país. Yo sí.
-¿Y por qué no haces tú esos negocios?
-Porque yo no poderoso, tú sí.
-Está bien, Abdel. Veremos si me eres útil. ¿Cuánto habrías sacado por el fusil que ibas a robar?
-Doscientas pesetas.
-Bien, si eso es mucho para ti, te las pagaré de aquí a un mes. Siempre que me proporciones negocios. Luego, ya hablaremos –dijo el ingeniero tratando de zafarse del muchacho.
-No. Tú paga ahora. Si no confianza, no negocio.
Se admiró el ingeniero tanto de la determinación del chico, como de sus observaciones y, haciendo oídos sordos a su prudencia, hizo lo contrario de lo que ésta le recomendaba y le dio las doscientas pesetas a Abdel.
Al despedirse le dijo:
-¿Qué haré para localizarte?
        -Nada. Yo localizo siempre a ti. Yo sirvo, tú poderoso. 

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