29 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap.8

En los meses que siguieron fue estrechándose la relación entre el ingeniero y Abdel. Y no porque Zarrúa intimase más con el muchacho o llegara a saber más detalles de él, sino porque éste le introdujo en más negocios de los que el ingeniero pensaba que pudieran existir en aquella parte tan mísera del norte de África.
Enseguida estableció contactos y redes, cuyas claves sólo Abdel conocía, que le hicieron partícipe en muchos tratos de armas y caballos, cosas ambas muy apreciadas por los cabileños. Tampoco desdeñó la trata de mujeres nativas con las que abastecer de prostitutas los burdeles. No despreció en modo alguno el comercio de hachís hacia cuyo consumo había una silenciosa y discreta tolerancia incluso entre las tropas. Y tampoco le hizo ascos al comercio con productos médicos que, para tratar el paludismo, el tifus y la tuberculosis, podían circular fuera de los servicios médicos oficiales a precios exagerados. Y todo lo urdía aquel muchacho, que parecía intuir todos los negocios y cuya mediación hacía que su dinero se multiplicase.
Abdel sólo cobró las doscientas pesetas aquel, lejano ya, primer mes. A partir del negocio en el que Borrell desapareció, comenzó a cobrar de Zarrúa las cantidades que él mismo decidía. Y el ingeniero, viendo prosperar sus negocios y aumentar sus ganancias de un modo inopinado, nunca regateó en las cantidades que el morito pedía.
Pasó el tiempo y los negocios seguían multiplicándose para el ingeniero. Y no le extrañaba que el joven siguiera sirviéndole en sus tratos con los rifeños como un autómata, al fin y al cabo, jamás le negó provisión alguna ni le hizo más preguntas de las necesarias. Dedujo el ingeniero que Abdel tenía sus propios enlaces y que, de cualquier trabajo sucio que el muchacho hiciera, más le valía a él ignorar los medios que empleara, siempre que se lucrara de los beneficios que obtenía Y así quería disfrazar, con la inocencia del que prefiere ignorar, la culpabilidad del que no quiere saber.
Sin embargo, al cabo de tres años, Abdel había cambiado. Ocurrió como si su cuerpo, al igual que la vegetación del árido Rif, hubiera esperado el momento adecuado para prosperar. Se estructuró  su figura corporal y cobró entidad física. Abdel creció, casi de golpe, y pasó a tener el cuerpo atlético, ágil y recio de un joven. Su fragilidad de niño desapareció, quedó borrada de tal modo, que cualquiera, al verle, le habría considerado un veinteañero bien criado.
La prosperidad económica de Abdel, propiciada por el ingeniero, se había notado de improviso en su cuerpo. También había cambiado de expresiones y el español, que hablaba entonces, carecía ya de aquella torpeza y modos rudimentarios de años antes.
El ingeniero controlaba habitualmente lo que ocurría en las ciudades, singularmente en Ceuta y en Melilla, sede de dos Comandancias del Protectorado, pero fuera de ellas, en las agrestes montañas del Rif y de Gomara, era el joven Abdel el que decidía sobre cualquier asunto. Y su carácter observador y reservado, lejos de haberse atenuado, se acentuó y, en su relación con el ingeniero, mantenía la costumbre de no dar explicaciones, sólo resultados.
El abastecimiento de las distintas unidades, con más o menos regalos o dádivas de por medio, era habitual y funcionaba para el ingeniero rutinariamente, casi por inercia. Por otro lado, sus porcentajes se hicieron regulares y cuantiosos e incluso los pagos de las empresas que tenían contratados sus servicios se incrementaron, dada la satisfacción que, por sus gestiones, sentían los pagadores de la península.
No obstante, la ambición de Zarrúa, que ya se desenvolvía con toda seguridad en aquel ambiente para él normalizado, rutinario y aburrido, le hizo cavilar sobre las posibilidades de ganancias que Abdel no paraba de descubrirle.
Sin embargo, Abdel no había perdido, al ganar su cuerpo envergadura, talla, peso y prestancia, ninguna de sus desconfianzas y reservas iniciales. Y, pese a dominar ya el idioma, seguía siendo parco en palabras, frío en sentimientos y celoso en guardar los conocimientos que le convertían en un elemento tan útil para el ingeniero. Y las frecuentes entrevistas entre ambos solían ser, si no tan breves como al principio, sí distantes, muy medidas en palabras y con ausencia de detalles superfluos.
Esta actitud del joven enervaba a veces a Zarrúa que, en determinadas cuestiones, se tenía que entregar, siempre con las manos abiertas pero también con los ojos cerrados, a las decisiones del despierto moro. Y no era porque quisiera deshacerse de los servicios de Abdel o regatearle dinero, sino porque pensaba que, si el muchacho fuese con él más comunicativo, probablemente se le ocurrirían nuevos y más productivos negocios para ambos. Tal era la codicia que comenzó a apoderarse del ingeniero sin que él mismo fuera consciente de ello.
Por eso, contra lo que hasta entonces había sucedido, fue el ingeniero el que aquel día citó a Abdel, dejándole una nota en el café que el joven frecuentaba junto al zoco.

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