16 octubre 2011

La patasma

El Colás me tenía dicho que adentrarse en la noche por aquellas parameras, ora sembrados, ora selvas de matorral espeso, era tentar a la patasma. Que todo aquello de condes o condesas, marqueses o marquesas, duques o duquesas, princeses o princesas, era pa traginarlo por el día. Que aquella gente tenía muchas historias raras y que por las noches, en aquellos parajes, se te podían helar las entretelas.
-        No jodas, ¿qué es eso de la patasma?
-        Bien se nota que eres un inorante y un primo de la vida. La patasma es la patasma y puede ser cualquiera y no ser nadie. ¿Quién sabe quién es la patasma? Hasta puede resultar ser alguien de tu familia o un amigo. Con la patasma nunca se sabe. Y no me hagas aumentala más, que en qué hora la he aumentao.
-        ¿Y cómo es?
-        Como cada uno la ve.
-        Y nadie le ha descerrajado un tiro.
-        Nadie se ha atrevido, galán. ¡Huy un tiro, dices tú! ¡Te se escabulle!
-        Pero, ¿por qué?
-        Porque nadie conoce su identidá, ¿y si fuera tu propio padre o tu abuelo o tu mejor recuerdo? La patasma puede ser cualquiera.
-        ¿Y tú la has visto?
-        No sabría decirte, ni quio tampoco, pero ya que tú no la veas. No te aventures por la noche por esos montes y menos por lo de Navalzarzal. Y a callar que chispea.
Y ya, por más preguntas que le hice, el Colás no me contó nada ni me dio más señas. No hubo manera. Como si nada hubiera dicho.

Hubieron de pasar muchos años. En un octubre seco, de días inusualmente estivales, volví a aquellas parameras. Desde luego ya no eran lo que fueron. No tardé en comprobarlo. Pero me alivié pensando que tampoco era yo el que fui.
Alguien, interesadamente, me brindó la ocasión de estrenar escopeta en aquellos lugares. La Finita iba a debutar.
A cierta edad uno no tiene más amigos que los que pudo cosechar de joven, lo demás es engañarte. Sin embargo, se tienen muchos conocidos y, sobre todo, no se padece ya la estrechez de dineros de cuando a uno lo único que le sobraban eran ilusiones y fuerzas. De viejo añoras las fuerzas y de joven ansías los dineros. Así es la vida.
Como si se tratara de un cambalache, a costa de poder cazar, me dijeron algunas cosas que, de puro amables y sinceras, me descorazonaron:
“Este sábado tendrás la finca sólo para ti, para que no te despistes.”
“Es una finca llana, lo idóneo para tus condiciones.”
“No te apures, si algún día te llevamos con nosotros, te dejaremos la mano baja para que no tengas que esforzarte.”
“De todos modos con esa escopetilla del 20 no te cansarás mucho y seguro que consigues colgarte algún zorzal.”
“No, nos lo agradezcas. Si a una persona de tu edad y, además, sin perro, no es ningún compromiso invitarle. Lo importante es que te diviertas.”
“Algún domingo te llevaré a mi pueblo y, mientras nosotros cazamos, tú puedes entretenerte por los cipotillos de la vega, igual te bota alguna liebre y hasta, a lo mejor, le aciertas con esa escopetilla.”
“Cuando hagamos ojeo te dejaremos en una punta, por si acaso. Seguro que te entretienes mientras nosotros batimos los duros laderones.”
Era tal mi interés por debutar, tras 25 años sin cazar, que a nada contesté y, si mi amor propio acusó los comentarios, a ninguno le quité la razón. Era perder el tiempo. Estaba claro como me veían. Y tampoco yo sabía, a estas alturas, como me desenvolvería.

La escopeta era nueva. A mi juicio el calibre 20 es algo mítico. Tal vez por eso la compré. Siempre, en mis años mozos, había tirado con calibres mayores, el 16 y el omnipresente 12. Pero había leído relatos de cazadores que, en un momento de su vida, se pasaron al 20 y no regresaron a los calibres grandes. Y me dije: ya que vuelvo a la caza, de la que siempre me atrajo su misterio y su incierto desenlace, ¿por qué no hacerlo con una escopeta clásica y un calibre mítico?
Pero, a veces, tomamos decisiones de las que no terminamos de estar seguros. Porque el principal aditivo de la caza, como de la vida, es la permanente inseguridad.

El sábado en cuestión me presenté en la finca. Estaba amaneciendo. Para comenzar por un extremo hube de dejar el coche fuera de ella y caminar en la penumbra un ratito con la escopeta abierta, sin cargar. Al llegar a la primera tablilla, cargué el arma, la alimenté y le quité el seguro.
Una llanura grande de rastrojo con islas espesas de carrascas, repletas de maleza, se extendía ante mí. Como daba igual empezar por cualquier lado, porque un hombre solo en un campo grande es una mota perdida, decidí pegarme a la linde: una maraña en línea de carrascas, maleza y encinas.
Cubierta por la copa de una encina, sentí volar una paloma bravía, hacia atrás. No puede verla y cuando alcancé a hacerlo, y pese a lo inútil que la distancia hacía el disparo, disparé. No fuera a ser que el 20 alcanzará tanto como dicen algunos. Fue en vano. Recibí un culatazo que no esperaba recibir de ese calibre o, tal vez, fuera que había perdido la costumbre de recibir aquellas, otrora familiares, patadas en el hombro.
Fue entonces cuando la vi. Después del tiro no me lo creía. Hube de mirar varias veces para cerciorarme. Era una zorra aculada en el rastrojo a doscientos metros que me miraba como si se riera de mis pensamientos y mis dudas. Pensé que debía estar herida y caminé por derecho hacia ella. Ella se movía a mi paso guardando la distancia pero sin huir. Si me paraba, ella se detenía. Y así anduvimos sin perdernos de vista casi medio kilómetro.
Durante el trance, que para mí lo fue bien extraño por no haber visto nunca un comportamiento similar, me acordé del Colás y la Patasma.  ¿No sería la zorra una de sus formas? ¿No sería la burla de algún antepasado o de algún amigo desaparecido que se burlaba de mí por pretender esa ilusión de que el tiempo no ha pasado?
Cansado de seguirla y casi asustado por lo inusual y mosqueante de la escena, me desvié. Aún miré hacia atrás, supersticioso, no fuera que el animal ahora me siguiera a mí con esa risa muda que yo pretendía oír en la distancia. Pero no fue así, no volví a verla.

Tardé más de dos horas en llegar a la casa. La vieja casa, noble y bien conservada cuando entonces, era hoy una ruina sin tejado. Los terrenos que había recorrido eran tan sugerentes que reclamaban la caza de la que carecían. Las grandes manchas eran para mí cosas inútiles sin perro pero, a pesar de todo, me interné en algunas. Ningún resultado. Aquella finca no era la que yo recordaba. La escopeta, por mi falta de costumbre, comenzaba a pesarme en los brazos. El desánimo me decía que era labor inútil patear esa finca que parecía muerta.
Intenté serenarme. Recordé mis andanzas de hacía muchos años en lo libre. Y, como entonces, me dije: si alguna perdiz vuela va a estar en las lindes. Eso, si los cotos anejos tienen la caza de la que éste carece.
Trabajo me costó encontrar la linde por ese afán que tienen los vecinos de tirarse las tablillas unos a otros, o de no renovarlas, o coserlas a tiros, o tumbarlas por esa mala baba que se tiene cuando uno topa con los límites de una supuesta libertad y constata que ya no la hay ni en los más solitarios espacios abiertos y, además, no hay testigos de tales desahogos futiles y salvajes.
A duras penas fui siguiendo la linde. Los ojos me hacían chiribitas escudriñando las grandes extensiones ocres de terrones. A lo lejos volaban estorninos que se me antojaban patirrojas pero, tras un par de horas de linde y cuando más desengañado estaba, aparecieron. Ya me habían visto y, a trescientos metros, caminaban nerviosas, oscilando en su rumbo, sin terminar de decidir su dirección. Eran media docena. Me ladeé a la izquierda para cortar su vuelta al coto vecino y tuve éxito, pues volaron hacia el centro de la finca. Era el momento de apretar, pues se dieron al extremo de una mancha y a ella había de llegar lo antes posible. Pero cometí el error, por mis ansias nerviosas, de apretar demasiado y, al acercarme, volvieron a volar internándose en las manchas más espesas sin que pudiera ver donde se daban. Era misión difícil dar ahora con ellas, pero puse mi mejor voluntad y recorrí lo más espeso en todas direcciones. Tras una hora de sudadera y búsqueda desesperada no conseguí nada. Volví a la linde y continué de nuevo con un otear sereno y lento mientras avanzaba. A aquéllas se las había tragado la maleza o, simplemente, fueron más rápidas que yo y volaron a otro lugar sin que las viera.
Eran las doce y media cuando de una esquina lindera con el coto de al lado volaron cinco. Las vi echarse junto a una mancha. Puse la directa y tropezando torpemente por los terrones ásperos y pedregosos no tardé en presentarme en el arcabucal. Lo atravesé sesgándolo para salir rápidamente al otro lado. Ya había dos en los terrones de detrás. Saltó la primera tras ocho palmos de carrera. Cayó fulminada a los cuarenta metros. De la emoción olvidé tirar a la segunda. Seré gilipollas, me dije. Pero era tan grande mi emoción por haber bajado la primera perdiz que tiré con el 20 que me perdoné mi torpeza.
La Finita quedaba bautizada con la primera perdiz que encañonaba. ¿Había sido suerte o es que no había perdido la pericia vieja? El tiempo lo diría. Lo cierto es que no pensé con qué escopeta le tiraba. Tal vez a la perdiz se le tire con una parte de la mente que no conoce los calibres. Siempre fue mi presa más ansiada.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Este relato me gusto especialmente porque me hizo recordar los fantasmas de la infancia, cuando nos reuniamos alrededor de la mesa alumbrados con la mortecina luz, usual de los pueblos. Luego de cenar nos narraban las historias repetidas de la patasola, la llorona y muchas otras que aunque las escucharamos mil veces con terror masoquista de nuevo las pediamos.
Hay muchas palabras que sé que debo buscar su significado (no son usuales en mi país), pero para poder entenderlo acomode por el momento imagenes al contexto. Si luego no las encuentro te contaré con la certeza de que resolveras mis dudas.
Un Saludo

Asraii

Soros dijo...

"...con terror masoquista de nuevo las pedíamos."
Era tal vez el gozo de sentirnos protegidos por enésima vez. Los niños necesitan comida, amor y acogimiento. Pero no por ese orden.
Saludos, Asraii.

Soros dijo...

Si no comprendes alguna de las expresiones que uso te las aclararé.
Saludos, Asraii.

asraii dijo...

Sólo una no encontré en el diccionario: CIPOTILLO. Las otras pude aclararlas (aves con nombres diferentes a los de mi país y me late que esta es otra de esas). Gracias
Ahhh tal vez el orden sería: amor, acogimiento y comida?

Soros dijo...

En el contexto, cipotillos son los pequeños cerros o montículos de poca altura que suele haber en las vegas. Casi un poco más que ondulaciones del terreno.
No dudes en preguntar lo que no entiendas.