09 octubre 2011

8 de octubre

 A mi paisano, Isidro, pese a que no seguí sus experimentados consejos.

Han decidido abrir el último domingo de octubre. El motivo: la poca caza menor y la sequía.
Tras algunas cavilaciones he decidido volver adonde lo dejé. La única innovación va a ser el calibre. Esta vez será el 20, por lo demás: escopeta clásica, paralela, con choques fijos de 3 y 1, cañón de 28 pulgadas, dos gatillos y culata inglesa. Por más que lo he pensado, he decidido renunciar a las modernas semiautomáticas y a la, técnicamente superior, superpuesta. Reconozco que he tenido los mejores consejeros pero, al final, ha pesado más mi pasión por las escopetas tradicionales. Algo así como un cariño viejo, una especie de añoranza.
Este término tiene terrenos muy variados. Me precio de conocerlo bien. A las cinco de la tarde no puedo resistir la tentación de dar una vuelta por el campo y ver lo que me encuentro. La Fary está inquieta en el corral y lleva un buen rato emitiendo una especie de quejido y de súplica en un tono suave pero agudo. La perra está loca por salir. Sin embargo, no debo sacarla. En los pueblos todo se sabe y prefiero darme una vuelta por el campo sin ella. Un paseo lo puede dar cualquiera, ¿o también está prohibido?
Dejo a mi izquierda el Padrastro y metido en el barranco de los Alcobanes titubeo. Finalmente tomo un sendero que sube en dirección a la Cañada Real de las Merinas. Cuando alcanzo la cañada, que asciende hacia el pinar, he de decidir si bajar por el barranco a mi derecha a los Plantíos o, a la izquierda, enfilar hacia La Castellana. Dos perdices que salen juntas de un asomadero toman la decisión por mí: a la izquierda. Qué casualidad, me digo.
Me grabo el sitio donde se han dado y bajo por el barranco que acaban de cruzar. Si hubiera llevado escopeta podría haberles tirado, aunque han salido sin ruido, dejándose caer. Pero ya es bastante que, con sólo media hora de caminata, haya topado con dos perdices. Enseguida comienzo a subir sesgadamente al Altillo Redondo, un cerraco que siempre fue perdicero, y sigo su ladera por la parte baja, pero ascendiendo suavemente siempre, en la dirección en que volaron las perdices. Antes de llegar, ladera adelante, al barranco que bordea el cerro por el otro lado, vuela un bando desordenadamente. Las he sorprendido, y también me sorprendo yo, pues lleva más de veinte perdices. Parece que se hayan juntado dos bandos al menos. Se nota perfectamente que no están igualadas. Todo es tardío en este término, me digo. Luego vuelan dos perdices salteadas. Estas son grandes y arrancan con el turbo que aprendieron a usar en temporadas anteriores. Imagino que, de haber llevado la Finita, con alguna me podría haber quedado o, al menos, eso quiero creerme.
Estoy entusiasmado por las perdices voladas y avanzo por la solana del cerro, tan tenso y atento como si fuera cazando. Saliendo casi de ella, siento volar una perdiz por encima de mí pero, maldita sea, no la localizo. Me cabreo, pero sé la causa: no oigo igual por un oído que por otro. A veces los sentidos, con el uso y los años, nos juegan esas pasadas. Y cada uno ha de conformarse con lo que tiene. No hay otra.
Afortunadamente la vista me funciona muy bien en las distancias largas y localizo una perdiz apeonando a unos trescientos metros, en la ladera que tengo por delante, al otro lado del barranco que delimita el cerro. Me detengo a observarla. Pero no puedo hacerlo porque, al pararme, salta una liebre que, desde casi el borde del barranco, se aleja de mí a unos treinta metros sesgando a mi derecha. La liebre es grande y al verla cruzar atravesada me imagino que hubiera sido una ocasión inmejorable para probar la finita del 20. El Colás habría dicho:”Papo, Sarvi, ¡menuda mota hacía!, ha salido diciendo: mátame.”
Cruzo el barranco y avanzo lentamente entre una laguna de matas que me llegan a la rodilla, sabiendo que el bando de perdices,  que no está fogueado, tiene que andar cerca. Pero del bando se ha apoderado el desconcierto y van saliendo sueltas: tres por allá, una por allí, dos más abajo…
Hoy su querencia es darse la vuelta, no completamente, sino bajando a la izquierda hacia las tinadas que hay en unas hondonadas paralelas y poco pronunciadas. Continuo adelante, ya les haré una visita a la vuelta.
Cruzo un nuevo barranco y me dispongo a rodear un nuevo cerro en cuyo alto hay un nidal de piedras de treinta metros de diámetro al que las patirrojas le tienen querencia por la facilidad de ver a quien se acerque y por el punto elevado de salto que les proporciona. Al encaminarme al alto de las piedras, rodeándolo por bajo para darles la vuelta, me arranca de una carrasca una torcaz y con el estrépito que estas palomas preparan al verse sorprendidas, y al arrancarme de los mismos morros, se me llena el ojo de torcaz. Otra prueba fallida al ir desarmado. Pero el hecho me pone optimista. Estoy viendo muchísima más caza de la que esperaba.
Al llegar al nidal de piedras voy tan atento y excitado que me tengo que decir a mí mismo: tranquilízate hombre, que vas sin escopeta. Sin embargo, ni una sola perdiz se arranca de allí. Seguro, me las he dejado atrás. He subido por el lado equivocado del alcor.
Ahora bajo por el lado contrario y allá abajo, desde una junquera, van chorreando las perdices en dirección al perdedero que utilizó el resto del bando. Pues muy bien, me pilla en el camino de vuelta.
Voy bajando, atravieso ya los rastrojos que desembocan en las hondonadas donde están las tainas. Veo que entre la primera y la segunda hondonada un grupo de cuatro o cinco picarazas se mueve oscilando por las matas. Estas aves, que tienen fama de delatoras, me confirman que por allí han de moverse las perdices a no ser que cazurree alguna zorra.
No me engaño, de la primera hondonada vuelan las perdices, de nuevo chorreadas, y una liebre se ha levantado casi en el alto de la taina y sin huir a la desesperada, casi al paso, ha desaparecido en la hondonada siguiente.
Me asomo con todo cuidado, sólo la parte superior de la cabeza, y con agudeza, observo, no a la liebre, sino a una perdiz inmóvil bajo una aliaga. A los tres segundos ya me ha visto y arranca hacia mi derecha como un reactor, presa del pánico. Hubiera sido otra prueba interesante.
De la liebre nunca más se supo. Por hoy ya he movido bastante a los animalitos. Decido dejarlo, pero me voy entusiasmado. La persecución ha durado hora y media y he disfrutado viendo caza en una jornada que se me antoja abundante, como las de hace muchos, muchos años. Para colmo, al regresar, atravieso una pobeda y veo volar una docena de torcaces. Bien está.

4 comentarios:

Isidro dijo...

Con tu decisión, demuestras una vez más, la pasión que tienes por ese mundo de la caza, como el auténtico cazador, que no mata por matar.

Saludos

Soros dijo...

Gracias, Isidro, por apreciar detalles que solamente es capaz de apreciar quien conoce estas cosas tan profundamente como tú.
Saludos.

Insumisa dijo...

¿Qué haces con lo que cazas?

Soros dijo...

Lo comemos en casa.
Desde que yo era pequeño siempre fue así: la perdiz, el conejo, la liebre, las torcaces... eran siempre comida.
Hoy estoy haciendo judías blancas con escabechado de torcaces.
Esta temporada ha dado de sí lo suficiente para tener una olla de liebre escabechada y otra de torcaces. La pocas perdices las hemos comido estofadas.
La caza, para algunos de nosotros, sigue siendo el manjar que se comía, más de ordinario que hoy en día, cuando éramos pequeños.