27 octubre 2011

Con lluvia

El pronóstico del tiempo anunciaba lluvias. Estas predicciones no solían fallar. Pero imaginaba, como hacen los niños, que esas nubes lluviosas que se representan en los mapas meteorológicos tal vez, milagrosamente, esquivarían la finca.
Madrugó como siempre y, casi hora y media antes de la primera claridad, aún sin vestirse, se asomó a la ventana. La lluvia daba un brillo de espejo al asfalto en el que se reflejaban las farolas. ¡Maldita sea!, no se habían equivocado.
Estuvo a punto de volver al caliente nidal, aún tibio, de la cama. Pero, mientras internamente dudaba, hizo café. Pensó, sentado en el sofá, si vendría de temporal o traería, aquella lluvia, claros y algarazos. Luego se dijo que la finca no estaba en la localidad y que podría ser que aquellas lluvias, a unos cuantos kilómetros, no fueran lo mismo que el aguacero de detrás de su ventana. Tal vez amainara luego del amanecer y quedara una mañana brumosa y de blandura, siguió elucubrando. Pero para el amanecer aún faltaba y, seguramente, con el cielo encapotado que había sustituido a los rasos de los días anteriores, la claridad necesaria se retrasaría al menos media hora.
Sonrió para sí al darse cuenta de que imaginaba posibilidades inverosímiles para espantar una certeza: llovía con ganas. Como el día no iba a ser bueno, él se inventaba otro.
Por animarse, pensó que, en un día como ése, nadie cazaría en la finca ni en sus inmediaciones. Y esa sensación de saberse solo en el campo le reconfortó. Algo bueno tenían que tener ciertas locuras. Entonces se dio cuenta que, pese al tiempo inclemente, ya se había convencido interiormente de que iría. Bueno, a una mala, con volverse, se dijo, todo arreglado.
El camino que, saliendo de la carretera, llevaba a la finca estaba calado pero transitable. Seguramente la sequedad de los meses anteriores había hecho que, pese a la lluvia caída durante la noche, la tierra la absorbiera como una esponja seca.
Dejó el coche a cien metros de una de las esquinas de la finca, entre unas carrascas. Caía alguna gota perdida, aunque el cielo seguía amenazando u obsequiando, según se mirara, con la promesa de soltar más agua.
Pensó, por primera vez en la mañana, qué podría cazar en un día como ése. Lo más probable sería una buena chupa de agua que enfriara su loca afición por el campo y por la caza, si es que ciertas pasiones tienen arreglo y se corrigen con los años.
Era incómodo tener que ponerse esa ropa para el frío y la lluvia. Pensó que le restaba movilidad y que le volvería torpe en el encare. Pero, ¡qué remedio!
En cuanto llegó a la primera tablilla de la finca cargó y cerró la escopeta. De momento las nubes pasaban bajas, algo deshilachadas y veloces, pero no soltaban agua y, además, un viento templado venía del sur.
Pese a ser ya más de las ocho y media, la visibilidad no era aún buena, pero la tierra blanda amortiguaba el ruido de sus pasos. Se movía, ni rápida ni lentamente, con la atención puesta en el menor sonido o movimiento, pues sabía que su única posibilidad, sin perro, era la sorpresa.
Disfrutaba con la calma del campo mojado, con el olor a tierra, madera y paja húmeda y con el aroma matinal de las plantas silvestres. Se deleitaba en el silencio de aquella llanura, con ondulaciones muy ligeras, moteada de macizos de encinas y carrascas, con sus franjas caprichosas de rastrojos amarillos y de terroneras rojizas moteadas de piedras blancas. Sólo los arrendajos y algún grajo daban la nota de cuando en cuando, rasgando el aire con sus graznidos de alarma. Lo bajo de las nubes dejaba entre el cielo y la tierra una estrecha franja que parecía que apaisaba la visión.
Pronto vio que no estaba solo, otro, con más afición que él, le había visto ya y ponía tierra de por medio. Cuando se percató estaba ya a más de cien metros, cruzando la última parte de un rastrojo para meterse en la espesura de una mancha. Instintivamente apuntó, pero le pareció que no era distancia para intentar detener a un competidor como el zorro. Tampoco haría ruido con un disparo tan a lo tonto. Lo guardaría para alguna pieza desprevenida que saltara a su distancia.
Enseguida empezó a chispear, luego a algaracear y, después de una hora, a llover con fuerza. La lluvia caía con regularidad, sin violencia, y sesgada por el empuje del viento. Instintivamente buscó la protección de las hileras de encinas alineadas que, con espinos y malezas entre ellas, hacían, a veces, de linderos entre unas suertes y otras. En el lado adecuado, la mayor parte de la lluvia era parada por el paraguas de la vegetación. Nada se veía y, seguramente, todos los animales andaban al resguardo, lo mismo que él procuraba.
Un buen bando de palomas zuritas fue lo único que vio surcar el cielo gris a buena altura. Imaginó que entre los árboles de la parte más espesa y montaraz de la finca se ampararían. Sería el único lugar adecuado para sorprender a alguna de ellas.
Tras cuatro horas de lluvia, con la zamarra calada y los pantalones embarrados hasta la rodilla, llegó al coche. Una vez dentro, tuvo que quitarse las botas que, soldadas a un molde de barro rojizo, tanto le habían mortificado con su lastre al caminar por los pedazos. Los calcetines estaban empapados. Secó con una gamuza el agua que bañaba la escopeta. Pero no pudo secarse el sudor que, mezclado con agua, le empapaba camiseta y camisa, además de la espalda. Se dijo que esas sensaciones eran las conocidas sensaciones de la caza.
El camino era ahora una pista blanda en la que el coche oscilaba como los borrachos y hacía eses culeando. Condujo con mucho tiento. Llegó a la carretera y recordó cómo sorprendió a las palomas, cómo le fueron salieron chorreadas a lo largo de la mañana y cómo le impresionó la nueva escopeta por la distancia a la que cayeron a un par de las cinco zuritas que esperaban el desplume en el macuto. De los tiros fallados no guardó mucha memoria, excepto cuando el fallo fuera muy estrepitoso. Y alguno hubo.
Mientras conducía, sintiendo el chapoteo de la lluvia en el capó, recordó las palomas jujas, montesinas, que en otros tiempos cazara con un viejo amigo. Y se dijo: un hombre sin recuerdos no es nadie.

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