14 octubre 2011

El azar y los parajes

 
El paraje de Navalzarzal era, por entonces, una mancha de monte espeso con siembras diseminadas tan al azar como las manchas blancas en la piel negra de una vaca suiza. Estaba rodeado por otros lugares, fincas bien delimitadas pero igual de irregulares, con nombres tan sugerentes como: los Navajuelos, la Nava, Corrales Nuevos, Tres Mojones, Haza la Grama…
Navalzarzal era una finca llana bordeada por barrancos. En sus tiempos de esplendor tuvo una casa con una parte noble, bien amueblada y con habitaciones decoradas primorosamente, y otra parte rural y sobria para los guardas. La finca en sí era un enclave relativamente pequeño, de 360 hectáreas, en una propiedad muy grande, de unas 15.200 hectáreas de por junto, propiedad de los descendientes del conde. La casa se distinguía muy bien, no sólo por estar situada en un pequeño promontorio del terreno, sino por tener a su lado un ciprés alto y afilado que, en la distancia, destacaba. Al decir de unos era aquel árbol un símbolo antiguo y noble de hospitalidad; al decir de otros, un aviso del poder que, sobresaliendo de la vegetación autóctona en la lejanía, disuadía a extraños de acercarse.
Los descendientes del conde, además de atesorar títulos nobiliarios, reunían fincas y enclaves y parajes en un sinfín de propiedades que algunos ni siquiera conocían más que por su ubicación aproximada, y también, claro, por lo que les rentaban al final de cada cosecha cuando los encargados y arrendatarios les rendían cuentas. Y, casi todos, lo único que reconocían de sus tierras era la parte que les ojeaban cuando iban de cacería con sus amistades y ocupaban las distintas casas, auténticos palacetes muchas de ellas, que el servicio, por entonces abundante, les tenía limpias y preparadas para la ocasión.

Pasaron los años. Hice amistad con Rafa. Él, aunque pocos años mayor que yo y casado, inmediatamente congenió conmigo y, a ambos, nos unió de inmediato nuestra pasión por la caza y la similitud de nuestros criterios y fuerzas en el ejercicio de la misma. Cazamos juntos en algunos parajes de la sierra y, visto nuestro entendimiento, al llegar las primeras Navidades, Rafa me dijo:
-        ¿Dónde vas a cazar estos días?
-        En lo libre.
-        Si quieres, puedes venirte conmigo a lo de la marquesa.
Aquello de lo de la marquesa, de inmediato, me recordó al Colás. Pero nada dije y quedé con Rafa en la capital para ir de caza donde quiera que fuera y, por supuesto, si era a un coto, mejor.
El primer día que quedamos fuimos a recoger a su perro, el Tom, a una casa abandonada que en el centro tenía la familia de Rafa, medio apalabrada para su venta. Ocasionalmente, y puesto que sin duda sería derruida, mi amigo la utilizaba de perrera.
Acomodado el perro en el maletero de su coche, Rafa, sin mediar palabra, enfiló hacia los Cuatro Caminos y luego hacia el Sotillo.
-        ¿Dónde vamos?
-        Ya lo verás.
Cuando se desvió de la carretera, tomando la galiana a la derecha, me inquieté.
-        ¿Seguro que te han invitado a cazar por aquí?
-        Tú qué sabes la confianza que tengo yo con la marquesa. Pero, no te impacientes, que aún nos falta un buen trecho.
Yo veía pasar los cuarteles del monte y notaba que por aquellos caminos mi amigo se desenvolvía con soltura. Poco a poco me fui relajando y me dije: mira por donde voy a terminar catando los terrenos más apreciados del Colás.
En un paraje perdido, en lo más intrincado del monte, Rafa detuvo el coche, salió, soltó al Tom y se equipó de chaleco, canana y escopeta con la mayor indiferencia y soltura del mundo y yo, viéndole, hice lo propio. Al parecer habíamos llegado.
Aquel día estaba grisáceo de neblina y la visibilidad no era nada buena pero, según mi amigo, no había cuidado con eso por aquellos parajes, porque la marquesa no invitaba a nadie en aquellas fechas hogareñas, salvo a su distinguida persona.
Apenas nos internamos en la primera vaguada suave, la caza comenzó a salir como surgiendo de la tierra. Liebres, conejos y perdices hacían de nuestro avance un paseo triunfal con presas frecuentes. Pasado el medio día lo dejamos, regresando a casa con ocho piezas cada uno.
Los cuatro días siguientes repetimos, con más o menos la misma suerte, en similares parajes al primero. La climatología permaneció igual y nosotros, cada vez más relajados y ya acostumbrados a aquella abundancia, tirábamos cada vez mejor, pues el asunto no nos parecía flor de un día que hubiéramos de aprovechar con el ansia con que uno se agarra a la fortuna pasajera.
Fue el sexto día cuando se presentó el anticiclón de invierno, levantaron las brumas y, desvanecido el manto protector y muelle de las nieblas, lució un sol que permitía divisar grandes distancias en la atmósfera luminosa y diáfana.
Rafa iba a media ladera y yo en la parte alta, cuando vi venir, a menos de quinientos metros, a un guarda jurado con su ancha banda de cuero, con su plancha ovalada y brillante, su traje verdoso de pana, su sombrero con cinta verde y su tercerola, a nuestro encuentro. Ni me molesté ni me alarmé por su presencia. Así que nos juntamos el guarda y yo porque, obviamente, a mí venía.
-        ¿Qué hacen ustedes aquí?
-        Estamos invitados. Mi amigo tiene amistad con la marquesa. Él le dará razón.
Como viera en la cara del guarda la extrañeza, grité a Rafa para que subiera. Éste subió enseguida y, al toparse con el guarda, sacó el paquete de tabaco, le ofreció un cigarro y le dijo, como si le conociera de toda la vida:
-        ¿Qué pasa, Pedrolas, cómo te va, hombre?
-        Pero, ¿quién es usted?
-        Pero, hombre, no me jodas, ¿ya no te acuerdas de mí?
-        Pues, no.
-        ¿No recuerdas, hace un par de años, que estuvimos por aquí el capitán Porras, el brigada Casimiro, el teniente Ponce de la Guardia Civil y yo mismo, matando unos conejos?
-        Sí. Ahora que lo dice, ya caigo.
-        Pues nada, que como nos dijeron ustedes: ya saben donde tienen el coto, vengan ustedes por aquí cuando quieran. Pues, casualmente, venía hoy de Madrid con este amigo y me he dicho: vamos a matar un par de conejos, que conozco un sitio de confianza.
-        Hombre, pero debieran ustedes haber avisado. Además, los conejos están en aquella mancha y veo que llevan ustedes una buena percha de perdices.
-        Pues es verdad, pero ya sabes lo que pasa, Pedrolas. Que nos han salido las perdices y no hemos podido resistirnos. Teníamos verdadera ansia por tirar un tiro.
-        Además estos días de niebla he oído también tiros y estoy amoscado porque luego los hijos de la marquesa me culpan a mí de que escasee la perdiz.
-        ¿Cómo? ¿Qué me dices, Pedrolas? Es posible que ni estos cotos de toda la vida respeten ya los furtivos. Pero, cómo no nos ha avisado. Hubiera venido de inmediato una pareja.
-        Bueno, mire, sea como sea. Vuélvanse ustedes a la mancha aquella y déjenme quietas las perdices.
-        Pero, hombre, no faltaba más. Ahora mismo nos volvemos. Es más, en cuanto matemos un par de conejos nos vamos. Lo último que quisiéramos sería comprometerte. Dale recuerdos a la señora marquesa y la próxima vez avisaremos que, lo reconozco, ha sido un abuso de confianza por nuestra parte. Discúlpanos, Pedrolas. No volverá a ocurrir.
-        Bueno, pero vuelvan ustedes a la mancha y déjenlo pronto.
-        Ahora mismo, Pedrolas. No faltaba más. Venga, hasta otra.
Mi amigo dio la vuelta y, mientras yo me hacía cruces, él bajaba tan resuelto la ladera, como si tal cosa. Yo le seguía callado, avergonzado y con un miedo pesado y denso que me había sobrevenido de repente. No podía creerlo. Pero estaba pasando.
Cuando llegamos al fondo del barranco, aún no me atrevía a hablar por no delatarnos si mis palabras, por el eco, llegaban a oídos del guarda. Éste, que se había alejado siguiendo la mano de perdices que llevábamos, las voló doscientos metros más adelante. Una viró hacia atrás y vino derecha hacia nosotros. Yo, respetuosamente anonadado por la conversación que acababa de escuchar, miré la trayectoria que traía sin intención siquiera de moverme y, mientras la miraba, sonó a mi lado un escopetazo, la perdiz se hizo un ovillo en el aire y cayó como un taco a pocos metros de nosotros.
- ¡Bah, total, por una más!
De inmediato comprendí que se tarda en conocer a las personas y que yo aquella mañana, en un momento, había profundizado más en el conocimiento de mi amigo de lo que otras personas pudieran haberlo hecho en años. Menuda firma.
Al llegar a la casa ruinosa a dejar al perro, un viejo, antiguo vecino, saludó a Rafa.
-        ¡Andá, Rafa, tú por aquí!
-        ¿Qué pasa, Florencio, qué te cuentas?
-        ¡Hay que joderse lo malo que eras de pequeño! Que tu padre, el brigada, pa dominarte, tenía que amenazarte con el astil de un pico.
-        ¡Vete a tomar por culo, gilipollas!

6 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Que horror! pero encantador relato. Muchas veces a lo largo de la vida nos topamos con este tipo de personajes que si bien por sus pilatunas atraen simpatías también nos deja en el fondo una especie de incomodidad por su osadía.
Cordial saludo

Asraii

Soros dijo...

Pilatunas. ¿De dónde has sacado esa palabra? Es bonita.
¿No te aburres con tanto relato de caza?
Saludos.

Anónimo dijo...

Según en RAE pilatuna es una acción indecorosa pero en nuestro país la utilizamos como "una maldad graciosa, simpatica".
Y no me aburro con tus relatos de caza porque siendo algo totalmente desconocido para mi me da la oportunidad de crear en mi mente la sensación de estarla disfrutando. Es algo que siempre me ha parecido muy interesante, aunque debo confesar que me divierte más el recorrido por los parajes que el objetivo final. Así que continuaré disfrutando tus escritos.
Un abrazo

Asraii

Soros dijo...

Seguramente en memoria de la indigna acción de Pilatos, nos llega la palabra pilatuna para mencionar una acción deshonesta. Y claro que viene en el diccionario pero veo que mi cultura no es lo completa que me gustaría.
Coincido contigo en que vale más el recorrido que la llegada.

asraii dijo...

Por fortuna no tenemos completa la cultura, pues de tenerla seguramente no tendríamos motivación para buscar ciertas respuestas.

Soros dijo...

Puede que sí.