04 octubre 2011

El Raulo de Gelpi

-Ya me queda poco. Ya me voy hoy, hermano.
Y Raúl con la camarita japonesa que se compró en España toma vistas de su barrio de Gelpi, de sus arrabalitos infantiles de Matanzas, en su querida Cuba. Y, acuciado por la premura de la partida tras unos pocos días en su tierra, toma con prisa las casitas de su infancia, los bohíos de su niñez, y hace un plano movido y circular de todo lo que ve, porque todo quisiera llevárselo en estos últimos momentos, metiéndolo ansioso por el ojito negro y diminuto de la cámara. En su día metió en la maquinita la matanza, y la fiesta que hicieron con el cerdo, y a los amigos que tanto en ella disfrutaran, y a su hermana y a sus papás viejitos, y la nueva planta que estaban haciendo sobre la casa chiquita de su infancia. Para esto último, amén de para otras cosas personales, sirvió aquella platita reunida que Raúl enviaba y envía, cuando puede.
Ahora, ya solo, en el último día de su estancia, toma a los viejos durmiendo, a las casas invictas por los huracanes, a las que cayeron, a las palmera, al abandono y al detalle humano, y hasta a los perros que se cruzan. Y de fondo se oye una salsa que sale de un viejo transistor, como si el tiempo no hubiera pasado por su barrio de Gelpi. Y a Raúl le duele aceleradamente la partida como un lazo de alambre que, al peso de su paso, le apretara crecientemente la garganta.
-¿Hasta cuando, Raulo?
- Ya me queda poco. Ya me voy hoy, hermano.
Pasaron unos meses y, como siempre que llamaba a su casa, todo estaba bien. Porque en Cuba todo está bien siempre y porque, si no lo estuviera, los de allá no quieren preocupar a sus hijos distantes. Pero aquel día su mamá le dijo:
-        Raulo, habla con tu papá. Y dile que coma porque tu papá no quiere comer.
Raúl habló con su papá. El viejo, según le contaron, le hizo caso y comió cuatro días, pero luego le dijeron que ya estaba totalmente ciego y que un mal día se negó a levantarse de la cama y así estuvo hasta que se lo llevaron para morir al hospital.
-        Tu viejo se dejó morir, hermano. Tú sabes, chico.
Y Raúl miró de nuevo aquellos videos de unos meses atrás y buscó los sabores y el olor de su tierra, de su barrio, de los suyos y hasta lloró mirando la fiesta del puerquito. Y muy despacio se detuvo en el plano de su padre platicando con los vecinos, a la puerta de su casa, bajo la nueva planta que orgullosamente les mostraba, y se quedó mirando los ojos de su viejo sentado en el escalón y recostado en la fachada y le pareció que aquella fue su despedida, con sonido de salsa y aromas de su barrio y de su infancia. ¡Ay mi Cuba!, se dijo.
- Ya me queda poco. Ya me voy hoy, hermano.

2 comentarios:

Insumisa dijo...

La querencia por la tierra es fuerte. Mas en unos que en otros, pero siempre llama. Como dicen que llama la sangre.

Un abrazo

Soros dijo...

A Raúl le conozco de pasada. Pero, qué sé yo,es una persona que trasmite la calidez de Cuba.
Un día me habló de su última visita a la isla y, él no lo notó, pero me enterneció y escribí esto.
Otro abrazo para ti.