23 enero 2011

Un domingo de diciembre

Le había acompañado a cazar cuando era un muchacho. Ahora, viejo ya el antiguo cazador y hombre hecho el que fue muchacho, las cosas sucedían a la inversa. Al hombre le gustaba que el viejo, ya retirado, le acompañara a cazar.
- ¿Dónde iremos mañana?
- Podríamos bajar por el Mojón hacia el barranco del Tesoro y volvernos luego por la cuesta Matabueyes, siguiendo la linde de lo de La Miñosa –dijo el viejo.
- Eso está de leña que no hay quien ande. Además estuvieron los pescaderos el domingo pasado y ni dispararon. Y eso que son de los que mueven y, de andar, ni te cuento.
- Pues entonces vamos adonde quieras.
El viejo sabía que tenía una ascendencia sobre su interlocutor y, como éste no le contestara, imaginó que irían donde él había dicho.
Efectivamente, sin mediar palabras, a la mañana siguiente, con los caminos blancos de escarcha y los charcos helados, el cazador condujo su coche hasta las Carboneras. Allí lo dejaron y tomaron, a media ladera, el Mojón.
Iba el viejo recordando sus lances por aquellas cuestas. Y, con la garrota, no paraba de sacudir aliagas y espinos mansamente, maquinalmente, casi como si acariciara sus recuerdos. El cazador iba un poco más arriba, sin fe, como si fuera a rastras del viejo, sólo por complacerle.
- Aquí no vamos a ver nada. Y espera a ver por dónde atravesamos por allá delante.
- Algún sitio habrá, hombre –dijo el viejo.
Y, mientras caminaban cada vez más penosamente por la proliferación de zarzas, iba mirando las tainas, que conoció en pie y llenas de ganado, derruidas las unas, las otras, sin tejado. Recordó, en el silencio de la mañana soleada, cómo a esas mismas horas de hacía muchos años las perdices solían cantar en los riscos del alto. Y, parando de tanto en tanto, afinaba el oído esperando un sonido familiar que no llegaba. El cazador había encendido un cigarrillo e, intuyendo sus pensamientos, dijo:
- No te empeñes, no, que no hay nada. Ya te lo digo yo.
- Iremos entonces a lo que da con los rastrojos bajos, aquellos del fondo. Antes la liebre tenía allí mucha querencia.
- Antes, antes…, ya estamos -dijo el cazador- Ya veremos por donde vadeamos el arroyo.
Pero el viejo andaba y andaba, sin hacer caso de la apatía evidente de su compañero. Pensaba que a la caza había que ponerle voluntad y suponer que estaba donde siempre estuvo. Si no, ¿a qué salir al campo?
Apenas cruzado el regato, el viejo dijo:
- Vamos a coger esas ondulaciones, las de encima de los rastrojos. Ahí siempre fueron muy seguras.
Pero el viejo notaba en el otro la desgana y cómo, en lugar de seguir paralelo, se subió más arriba, sin duda por ahorrarse un esfuerzo que consideraba inútil de antemano. La perra, sin embargo, caminaba unos metros delante del viejo.
- ¡Ahí va la liebre! ¡Asoma corre!
Pero cuando quiso asomar, enterarse y armarse, ya los tiros eran innecesarios. El liebrastón acosado por la perra había puesto distancia y, sobre todo, un mar de arbustos de por medio.
- Mira qué cama tiene –dijo el viejo – Ahora iremos por donde se ha marchado, no vaya a ser que la hayas tocado. Que la liebre es blanda de morir –añadió, sin fe, por animar.
La rápida vuelta de la perra, de vacío, dejó patente su intención. No obstante, a falta de cosa mejor que hacer, siguieron por donde la rabona se esfumó.
Desanimado el cazador, y pensando que ya era un milagro que botara una, encendió un cigarro. Y en ello estaba, cuando a menos de cien metros de donde había salido la primera, botó la segunda.
En un terrero tan lleno de maraña, cuando quiso enterarse y deshacerse de cigarro y mechero, los tiros fueron sólo cohetes falleros, anunciando la fiesta de una segunda aparición inesperada. Nada más.
- ¡Hay que joderse, si no lo veo no lo creo! ¡Joder, lo que es la caza!
Pero al viejo no hacía falta que se lo dijeran. Cosas así le habían sucedido varias veces en sus tiempos, solo que a él le pillaron siempre presto, con la escopeta como debe ser, una prolongación del propio cuerpo.
Al pie de la cuesta Matabueyes, ajeno al compañero que llevaba, recordó al Confitero y casi le oyó decir lo que solía, llegados a aquel punto:
- Sube tú arriba, que tienes mejores piernas.
Y se recordaba, casi galopando ladera arriba, abriéndose paso entre aliagas y estepas con precipitación y el corazón en la boca, y sintiendo, de cuando en cuando, el arranque de perdices sueltas, que no veía, a las que el Confitero tiraría en su veloz bajada.
Después de los primeros tiros le vocearía lo de siempre:
- Más arriba, más arriba. De las tablillas, ni puto caso. Sube hasta el borde.
De sobra sabía que Dionisio, el Confitero, no estaba de acuerdo con aquella linde. Apañada, según él, por un viejo cacique que, con tal que le dejaran meter sus ovejas al término vecino, les autorizó a bajarla a mitad de ladera. Ladera que, según él, era de lo mejor del término y si le apurabas, la madre de todas las perdices.
- ¿Qué hacemos ahora? –le sacó el cazador de sus recuerdos.
- Seguir la linde y tomar la cresta pequeña que hay entre las dos laderas grandes, esa que se ve allá delante.
El cazador era tan obediente, al menos, como desconcentrado en lo que hacía. Pero el viejo no se lo dijo, ¿para qué?
Al final de la cresta saltaron media docena de perdices. Fogueadas, sin duda, salieron largas. Y el cazador disparó, según le dijo al viejo, por disparar. El viejo se fijó, con los ojos agudos, como siempre, en el punto de la ladera donde se echaron.
- No sigas por derecho que no vamos en mano. Vas tú sólo. Corta arriba por la derecha y dales la vuelta. Yo iré detrás de ti un poco más abajo, para que no se queden.
Y emprendieron el corte por donde el viejo dijo:
- ¡Me cago en el puto tabaco!, dijo el cazador según subían al corte, tal vez, viendo que el viejo subía más ligero.
Les dieron la vuelta y el cazador marró una que le salió muy cerca. Se le ha llenado el ojo de perdiz, pensó el viejo. Volaron otras hacia el otro término y, la última, que salió rezagada, no la vio el escopetero.
Antes de que le pidiera nuevo rumbo, el viejo le dijo:
- ¡Anda, vámonos al otro lado de las Carboneras¡ En los reguerillos que bajan por la ladera tuvo siempre querencia la liebre.
- Pero si eso está limpio como la patena.
- Bueno, pues así, si te sale, no te estorbarán las matas.
Allá se fueron. El viejo le dijo que, si la había, la liebre estaría baja, que lo mejor era seguir la línea superior del rastrojo o, como mucho, unos metros más arriba. Pero, el otro, quizás, cansado, o puede que desanimado por los fallos, siguió más arriba de la media ladera. Y así vieron correr a la última liebre, perdiéndose en un barranco, tras correr toda la linde del rastrojo.
- ¡Tenia que haberte hecho caso!
- Oye, yo, con decírtelo, he cumplido.
El cazador no preguntó ya más e, inequívocamente, dirigió sus pasos hacia el coche.
Volvieron en silencio al pueblo. Mosqueado el cazador por tanta oportunidad perdida y feliz el viejo por los recuerdos encontrados.

4 comentarios:

isidro dijo...

Parece que le estoy viendo la cara de felicidad al viejo, y la de bobo al cazador.

Un saludo

Soros dijo...

Así son las cosas, Isidro. Hay algunos que salen a cazar no se sabe bien por qué. El hecho es que antes de empezar ya se dan por derrotados.
La caza reunió siempre ciencia y azar y, claro, un punto de ilusión capaz de iluminar hasta los días más grises. Sin esa ilusión, que es como una especie de fe, ¿a qué salir?

Anónimo dijo...

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