12 enero 2011

Barcelona, el Raval

El viejo Raval es un barrio con una especie de sedimentación humana que se refleja en sus casas modestas de vecindario, o en sus casonas decrépitas, o en sus palacios destartalados, o en sus calles sinuosas, o en sus callejones intrincados, o en sus pasajes o pasadizos, a veces enrejados, de una calle a otra. Transmite un cierto cansancio este barrio, si es que a un barrio se le permite el cansancio. Un cansancio parecido al olvido, o a ese otro azote del alma que se llama nostalgia.
Dicen que el Raval fue siempre un barrio de acogida. Primeramente, hace muchísimos años, para muchos catalanes que vinieron a buscar mejor fortuna a la urbe, más tarde para muchos venidos de los sitios más dispares de España y hoy se ha convertido en un abigarrado nidal de indios, pakistaníes, marroquíes, senegaleses, rumanos, etc. arrojados en este barrio del mismo modo que las pateras llegan a las costas, sin orden ni cadencia, sin sitio fijo y sin permanencia cierta.
El barrio ha perdido el característico espíritu familiar que tuvo antaño y se ha convertido en lugar de paso, en asilo provisional, en solución de urgencia para muchos.
Los españoles que viven en él son una minoría y la mayoría de esa minoría son ancianos, muchos de los cuales perdieron familia, amigos y vecinos. Son esos viejos que suelen pulular lentamente de casa al colmado y a la inversa con una barra de pan y cuatro verduras en la bolsa. Sobre sus cabezas los balcones y ventanas, atestados de tendederos y botellas naranjas de butano sobre fachadas desconchadas, respiran humanidad y tristeza y, en muchos casos, también pobreza. Esa pobreza que a la gente acomodada inspira miedo sin razón aparente o, como poco, una precaución irrefrenable e inmediata.
Algunas gentes buscan incesantemente en los contenedores de basura y a la primera ola de buscadores le sucede otra y a ésta una tercera, como si la basura fuera inagotable y diera para niveles decrecientes o distintos de pobres necesidades. También hay numerosos almacenes que se abren y se cierran con premura mientras avizores vigilantes controlan las esquinas y gobiernan una especie de tráfico secreto que ellos entienden, pero que al forastero pasa desapercibido.
Algunos callejones concentran más prostitutas de las que esporádicamente se observan por aquí y por allá. Suelen ser los cercanos al Carrer de Robadors. Las putas son, en general, chicas jóvenes a las que acosa la policía haciéndoles moverse de una calle a otra en una especie de juego conocido y cotidiano.
Los balcones, con sus persianas de listones de madera verde, están llenos de ropa tendida y en ellos aparece, más que de vez en cuando, la expresión de un deseo colgado en una sábana blanca: Volem un barri digne!
Dicen los vecinos que lo peor es la noche, cuando cierran los bares y los clientes siguen la juerga en las calles, hacen sus necesidades por doquier, intentan yacer con las prostitutas en portales, cámaras o azoteas y llaman a las casas a las tantas, preguntando si hay chicas disponibles. Se quejan también de chorizos y peleas, y abominan de los lateros a los que, aparte de vender cervezas por la calle, les adjudican la venta de drogas al detail.
Además de sus arterias principales (Nou de la Rambla, Sant Pau, Hospital, Carme, Pintor Fortuny, Tallers) tiene el Raval una Rambla donde los niños, ajenos a todo y vivarachos como los niños de antes, juegan con estrépito a la pelota o montan en patines o se suben a un rechoncho gato de Botero. Los viejos y los desocupados de cualquier raza se sientan en la Rambla del Raval a fumar, o a ver pasar a la gente, o simplemente a gastar el tiempo.
Hay también algunos okupas que, revestidos de dignidad, sostienen que su actitud no es una atracción turística. Y tienen pintadas, con dudoso gusto, las fachadas de los pisos o inmuebles que usurpan, como en un canto al descaro o, tal vez, al uso más o menos inteligente y práctico de lo abandonado.
Hay quien aspira a que el Raval sea redimido paulatinamente por el asentamiento de comerciantes y artesanos normales que, poco a poco, le devuelvan al barrio ese tono tranquilo y manso, bello y sereno, que tienen otros barrios cercanos como el Born o Sant Pere. Pero el Raval es un pequeño pueblo, bien delimitado, donde hoy por hoy la gente camina con recelo y con poca esperanza. La familiaridad ha desaparecido y sólo permanece en ciertos bares, cuyos dueños, veteranos del barrio, la mantienen con su asidua clientela como se hacía antaño.

No hay comentarios: