22 enero 2011

En atención, debe mejorar

Iban para cuarenta los años que había pasado haciendo el mismo trabajo. Desde joven escuchó a doctas voces decir que no era lo mismo la teoría que la práctica. Pero a él esa doctrina le parecía una evidencia y no entendía su solemnidad. Lo mismo le pasaba con otros aforismos: “No es lo mismo predicar que dar trigo”, ¿a quién se le ocurría que podía ser lo mismo?; “Del dicho al hecho hay mucho trecho”, ¿es que no había de haberlo?; “De lo que veas, la mitad creas”, ¿Y quién se cree hoy lo que ve?...
Así que, de joven, pensó que alguna vez, tal vez de viejo, reuniría la teoría y la práctica suficiente para saber de alguna cosa. Así estas dos enemigas dejarían de tirarle cada una de un brazo y, al fin, le servirían para algo. También encontraría la respuesta a por qué la mente elabora teorías que el cuerpo se niega a secundar y por qué a lo dicho no le siguen los hechos.
Sin embargo, si, como muchos sostienen, la vida es un aprendizaje, a él no le había enseñado demasiado. Tal vez había sido un mal alumno, uno de ésos, distraídos, que se empeñan en imaginar más que en ver, en buscar más que en creer, y que desconciertan al maestro, más que por su falta de aplicación, por la de la atención debida. Y así, no siendo un rebelde recalcitrante, ni siquiera un pasivo disidente, su cabeza anduvo casi siempre recorriendo otros lugares por los que rara vez se cruzaba con esa realidad, tangible y contrastada, que oficialmente no admitía controversia.
En el cenit de su profesión se preguntó qué había aprendido. Y, contrariamente a lo que cuarenta años antes esperaba, su cabeza seguía despistada, como si la distracción vital que padecía le hubiera durado todos esos lustros.
Sólo se le ocurría pensar que todo lo que le acontece al hombre era ya, de principio, un anuncio de fracaso. De hecho, el venir a la vida era el primero y principal pues, el hecho, indefectiblemente derivaba en lo contrario. Ya lo decía Camarón, un creyente del cante, al que nadie le oyó dar una mala nota: “Cuando Dios nos da la vida, también nos condena a muerte.”
Todo el mundo tácitamente lo daba por cierto. Y, tomado así, aceptando el fracaso de antemano, lo que contaba era el tiempo entre los dos extremos.
Cabía el vivir por o para vivir, eso que llaman la alegría de la vida, dando por bueno que lo ideal es algo que no queda otro remedio que hacer; otros piensan que el ofrecimiento a los demás es lo que da sentido a la existencia; hay quienes se fijan objetivos para el intervalo: dinero, éxito, trabajo, familia…; otros creen que se trata de un tránsito a una vida mejor e, incluso, hay quienes persiguen ideales que pueden llevarles a situaciones extremas.
Tal vez, optimismos y pesimismos aparte, todos vivamos al azar, viajando entre las dos estaciones primitivas, y haciendo simplemente lo que a cada cual se le ocurre, pasando de lo sublime a lo rastrero, de lo serio a lo fatuo, de la bondad a la vileza, de la sorpresa a la rutina, con la misma sencillez y la inevitable intrascendencia con que se pasa, un día, de la vida a la muerte.
Y, para esto, tantos años, se dijo.

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