11 enero 2011

Barcelona, las Ramblas

El hotel Condal está muy cerca de las Ramblas, en el carrer de la Boquería. Lo llevan unos americanos serios y eficientes que no son precisamente de los USA. La habitación es sencilla, discreta, limpia y silenciosa. No es barata pero, dada la ubicación del hotel, tampoco cara. Cada día, según la fecha, tiene un precio distinto por esa moda, que antes no existía, de considerar el precio de las cosas según una demanda prevista de antemano. El paso por hotel y habitación es un trámite rápido, antes de echarse ansiosamente de nuevo a las calles.
El clima, al menos para un castellano, es excelente y la temperatura, al caer la tarde, es de doce grados. No obstante, la gente de aquí se abriga, pienso yo, más de lo necesario. Tal vez sea la idea de que ya es invierno, o la de que hay que lucir la ropa elegante adquirida para la ocasión, o, quizás, que sean un poco frioleros.
Las Ramblas, a finales de diciembre, son una oleada incesante de gentes que se mueve al atardecer entre los árboles decorados con luces navideñas. No se trata de la Rambla de Catalunya que sale de la plaza del mismo nombre y corre paralela al paseo de Gracia. Las Ramblas, así en plural, es una sola denominación para las varias que tienen sus tramos (Rambla de Canaletes, de Estudis, de Sant Josep, de Caputxins, de Santa Mónica) y que completan este paseo de casi un kilómetro y cuarto. Es el amplio paseo que baja desde la plaza de Catalunya hasta el monumento a Colón, el paseo que desemboca en los Drassanes, los viejos astilleros donde los barcos de la Corona de Aragón partían hacia sus vastos dominios en el Mediterráneo, el paseo al puerto viejo, el paseo principal de Barcelona hacia el mar. Son las Ramblas de la ciudad vieja. Una primera visión del rostro de la ciudad.
Están jalonadas en su parte central por kioscos de prensa, terrazas, puestos de flores e incluso de pájaros, actores callejeros, pintores y dibujantes y, en los laterales, por bares, cafeterías, restaurantes, bocatillerías, pizzerías, pastelerías y comercios. Paseando por ellas se sumerge uno en un rumor de voces denso y zumbón pero, las más de las veces, son voces extranjeras. Las pacíficas hordas modernas del turismo se vuelcan especialmente en las Ramblas.
Caminando por el paseo central, a sus lados, como si fueran divinidades romanas, se yerguen hieráticos, de tanto en tanto, esos mimos que de años acá se han puesto tan de moda. Salteados, entre las terrazas y los kioscos, puede uno encontrarse una Victoria de Samotracia, un cow-boy dorado, un ángel del infierno, un hombre sin cabeza, una estatua sin sustento aparente, personajes de la Guerra de la Galaxias y hasta un hombre sentado en la taza de un retrete con todos los aditivos inherentes al acto (periódico, transistor, papel…). La gente, en olas abigarradas, titubeantes y lentas, pasea por el centro de las Ramblas mientras, por las vías laterales, hileras de taxis, coches, motos y bicicletas circulan sin pausa.
No faltan los que ofrecen flores a viandantes y clientes de las terrazas con una constancia digna de mejores empresas, ni los vendedores de pequeños juguetes que, sin dejar de hacerlos funcionar, se los ponen en la mano a quien pasa, no faltan, entre tanta multitud, los pedigüeños que, si no hay dádiva, rebajan su petición a un cigarrillo. Y, sobre todo, no falta policía que vigila sin cesar este manantial constante de dinero que, a la vez, es imagen de la ciudad para los visitantes. El turismo es, donde se consigue, un pozo de petróleo que mana sin cesar pero que hay que vigilar continuamente.
Las Ramblas parten la ciudad vieja en dos mitades. En dirección al mar, a la derecha, queda el barrio del Raval, a la izquierda, la ciudad medieval, el barrio gótico y, pasada la Vía Laietana, Sant Pere y el Born. Todos ellos son los barrios que ningún visitante avezado debe perderse. Es casi cosa de manual.
A la derecha, bajando en dirección al mar, se topa uno con el Palacio de la Virreina, el viejo mercado de la Boquería, el teatro Liceu y otra serie de fachadas señoriales y, a la izquierda, con la Plaza Reial, bella plaza asoportalada con cervecerías y restaurantes y, los fines de semana, mercadillo de sellos y monedas.
Cerca de la plaza del Portal de la Pau, la de la estatua de Colón, en el restaurante Casa Joan, dos camareros españoles, un salvadoreño y cuatro filipinos trabajan duro. En él se da de comer decentemente a cualquier hora. Los camareros son educados y solícitos, rápidos y eficaces, pero tampoco pierden la ocasión de ser simpáticos y pegar la hebra con los clientes, especialmente si éstos repiten visita. Es uno más de los muchos restaurantes de las Ramblas y creo que un digno representante de ellos. Y uno se siente menos forastero en la bella y cosmopolita Barcelona por el trato confianzudo y familiar que recibe.
De las ciudades uno piensa que lo primero es captar el ambiente, la sensación de sus calles, el calor de sus gentes y otras cosas que lo sobrevuelan y lo envuelven todo, luego, con el tiempo, ya habrá ocasión, si se desea, para los monumentos, los museos y otras visitas de interior.

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