12 febrero 2009

Cuando vino la segunda muerte


Cuando vino la segunda muerte, a pesar de haberle servido de primera experiencia la del abuelo, Lázaro no estaba preparado.
Fue su padre. El hombre nunca tuvo salud. Lázaro no le conoció sano sino siempre torturado por padecimientos y dolores. Fue por eso por lo que, propiamente, nunca reconoció en su padre a un hombre libre sino a un ser desdichado, mortificado siempre por la enfermedad, uncido continuamente al yugo de la misma. Podría decirse que Lázaro, en este sentido, no le conoció. Tampoco le dio tiempo a su padre a conocerle a él, de adulto, porque sólo llegó a conocer al muchacho inseguro y asustado que le acompañó la tarde que murió. O mejor, la tarde que se pasó muriendo, pues el trance final duró más de tres horas, en casa y en su cama. Fue un irse y un volver a la vida angustioso que, Lázaro, deseó una y otra vez que terminara, pero que parecía no acabar nunca y así el muchacho, sin saber demasiado de etimología, terminó entendiendo aquella tarde por qué agonía significa lucha.
Había sido la vida de aquel hombre una peregrinación de consultorio en consultorio médico. Mas, a pesar de tanta carísima consulta con especialistas de renombre, de pruebas, operaciones y un sinnúmero de entradas y salidas de hospitales, murió a una edad temprana e inesperada, más que para él que sin desearlo lo esperaba, para sus mujer y sus hijos.
Una enfermedad deformante de la columna vertebral, junto con el remedio para paliar los dolores permanentes de la misma, le fueron matando. Y llegó el día en que ni de la enfermedad ni del remedio pudo ya librarse e, incrustados ambos en su cuerpo, le acompañaron hasta el fin deteriorándole paulatinamente hasta el último minuto con una crueldad poco frecuente, de manera que no pudo discernirse si fue la enfermedad o el remedio lo más determinante en su fatal destino.
En sus últimos días perdió el habla pero no la razón, porque podía escribir en un pizarrín lo que pensaba o lo que quería y sus palabras siempre tuvieron sentido. Finalmente lo mató el propio deshecho tóxico que su cuerpo producía para mal funcionar y que sus riñones, degenerados por el largo proceso, no eran capaces ya de eliminar.
Siempre le resultó curioso a Lázaro el pensar cómo determinadas cosas, que tenemos o se nos forman dentro, nos pueden matar si no encontramos la forma de sacarlas de nosotros por el medio que sea y, esas cosas, no eran solamente determinados componentes de los humores corporales. Esto último, a decir verdad, no lo sabía bien entonces, pero digamos que aquello fue el comienzo de un aprendizaje que iría completando con el tiempo.
La muerte de su padre le quitó el sentimiento de protección que hasta entonces había tenido. También desapareció de improviso el anclaje que le mantenía unido a su ciudad y a su familia y hubo de plantearse un futuro del que ahora era protagonista y dueño a su pesar. Se refugió en la actividad, en el movimiento, pensó que, ya que nadie le amparaba, tampoco nadie le podía frenar y de la idea de irse pasó al acto.
Los detalles de la muerte son ásperos y más cuando, como antes, las muertes se producían en las casas, como quien dice a pelo, sin sueros ni calmantes ni todos esos adelantos médicos y hospitalarios que amordazan y disfrazan en buen grado la crudeza salvaje de muchas agonías. Así que Lázaro guardó los estertores, las voces, los lamentos y las postreras visiones de su padre agonizante entre los pliegues más profundos de su memoria, tomó una pequeña maleta de cartón piedra con sus cuatro ropas y marchó con ella a otra ciudad en busca de su primer trabajo. Nada que decir tampoco de la despedida de su madre y hermanas, pues la tristeza grande que entonces le embargaba le hacía inmune a tristezas menores. Todo esto, claro, no fue en un día, sino que fue en cuestión de un tiempo pero, a Lázaro, le gustaba contarlo resumido y deprisa para huir del dolor lacerante del recuerdo.

4 comentarios:

Insumisa dijo...

Te habías tardado. Pero aquí estoy. Siguiendo ahora a Lázaro.

Besos

Soros dijo...

Gracias y saludos, Piel de Letras.

Insumisa dijo...

Es que debo retomarlo. Reemprender la lectura. Entender por qué las semejanzas de ciertas cosas me han asaltado de pronto el pensamiento.

Bebo café al leerte. Hace mucho que no ofreces de ese sabroso chocolate que tomabas con la tía Carmen.

"Ingrat" (es, lo juro, la VERIFICACION de la palabra) jajaja si bien dicen que no hay casualidades, sino causalidades.

Soros dijo...

El chocolate de la tía Carmen era sólido. Un grueso chocolate Nestlé que venía envuelto en paple blanco con una orla dorada. Mi tía me daba dos onzas con pan. Casi siempre que como chocolate me acuerdo de ella.
El chocolate de tomar, el que se toma en jícaras, el líquido, era el chocolate que solía tomar con mi suegra. Una mujer que me quiso mucho y que, no sé por qué, se hartaba de reír conmigo.
Como ves, al menos en mis recuerdos, intento no ser ingrato con quien me quiso.