Don Paco, el veterinario, llevaba a todas partes a su mano derecha, Tomás, el herrador. De joven, Tomás, había vivido en la casa que utilizaban de herradero y que era propiedad de don Paco. Con el paso de los años, el veterinario, que era persona generosa y de corazón desprendido, le vendió el herradero al herrador. Se lo hubiera regalado por sus buenos servicios y porque, como se ha dicho, era un hombre generoso, pero no, se lo vendió, aunque por cuatro perras, para no herir su amor propio. El herrador, que no era ningún tonto, bien se dio cuenta de ello y agradeció que el otro respetase su orgullo y guardase las apariencias. También fue don Paco el que medió para que a Tomás le aceptasen como socio en el casino del pueblo. Al herrador no es que le gustase mucho mezclarse con los señoritos que leían periódicos en el salón del casino y hablaban, a veces, de cosas que no entendía bien, pero sí que le gustaba entrar en el bar, que hacía de antesala al salón principal, y tomar allí algún vino cuando se le antojaba y cambiar alguna palabra con el alcalde, el boticario, el juez de paz, el sargento de la Guardia Civil o alguno de los socios que casualmente anduvieran por allí. Agradeció mucho a don Paco la deferencia de hacerle del casino, cosa que, en el fondo, al herrador le produjo un cierto orgullo al sentirse ascendido de clase inmerecidamente. Eran los años 30 y los señoritos del casino eran los únicos que leían los periódicos y sabían algo de lo que pasaba en la capital, en Madrid y en España en general.
Don Paco, con la llegada de la República y ante las disquisiciones que en el casino se propiciaban por las distintas opiniones de los socios al respecto, siempre se significaba reiteradamente en su defensa. Por otro lado, las veces que alguno del pueblo se acercaba a él en busca de favor o dinero era normal que el veterinario ayudase al necesitado en la medida de sus fuerzas. No era habitual en la época que la gente pudiente se comportase de un modo tan generoso y a algunos miembros, algo recalcitrantes del casino, la actitud del veterinario no les gustaba un pelo, ni les parecía natural. Pensaban que a aquellos patanes era mejor mantenerlos a distancia y no permitirles familiaridad alguna, cuánto menos ayudarles por norma. Lo que les parecía compadreo irrespetuoso con el veterinario no lo consideraban de buen ejemplo ni precedente. Cada uno debía de saber estar en su puesto. Pues no faltaba más.
No hace falta decir que el veterinario era persona querida en la villa y no había nadie que hablara de él sino bondades. Se le podía preguntar a cualquiera. Esto contribuía a aumentar la inquina que algunos socios del casino habían comenzado a tomarle tanto por su defensa de la República como por su llana familiaridad con los humildes. Así fueron pasando los años, el herrador acompañando siempre a don Paco en sus visitas periódicas a los distintos pueblos de su demarcación y siendo testigo de la bondad que el hombre destilaba en todas sus acciones.
Las bestias de trabajo eran esenciales en la época y si moría una mula o un macho podría significar un grave problema para la familia que sufriera la pérdida, pues no siempre había dinero para reponer el animal y, a veces, ni siquiera para llamar al veterinario si la bestia enfermaba. Don Paco, que tenía bien tomado el pulso al personal de su zona, sabía muy bien cuando tenía que cobrar y cuando el hacerlo suponía quitarles de la boca a algunos lo más necesario. Así que a veces decía simplemente: “No es nada, la cosa no era de importancia” o “Ya hablaremos para el verano, después de la siega”… Su fama era tan buena en la zona como en la villa. Y huelga decir que algunas de aquellas deudas quedaban suspensas sine die en su memoria.
Al finalizar el verano de 1935 uno de estos clientes-beneficiarios de don Paco, uno de Tordelrábano, que no por pobre era bobo ni desagradecido, se vio inesperadamente favorecido por un pellizco de herencia que cobró de un pariente de Lumías. El hombre, cuando acabó las faenas del estío y un día que el veterinario pasó por su pueblo con el herrador, como era su costumbre, le pidió a don Paco la cuenta de lo que le debía por unas cuantas de esas visitas de cobro prácticamente olvidado. Como era su costumbre en estos casos, el veterinario le hizo un redondeo a la baja y el hombre, después de pagarle, le entregó con mucha emoción un paquete cuidadosamente envuelto en papel marrón y atado con un trozo de bramante. El veterinario, extrañado, le dijo que qué era eso. El labriego le pidió que lo abriera y aparecieron un par de hermosas botas nuevas de cuero rojizo muy bien lustrado.
- Pero, hombre, cómo haces esto. Si ni siquiera sabes mi número.
- Yo no lo sé, pero el zapatero, el tío Felipe, sí lo sabía por haberle hecho a usted algún calzado. A él le encargué las botas.
Don Paco emocionado, agradeció el detalle y aquel día vio por una vez correspondido su buen tacto y amigable trato con la gente. Don Paco, tan acostumbrado a dar, sabía también recibir con alegría lo que se le ofrecía de corazón. El veterinario quedó tan contento con el detalle que siempre que tocaba visitar Tordelrábano procuraba, salvo prisa u olvido, ponerse las botas de cuero rojizo en honor a su modesto cliente.
Los meses de aquel invierno fueron pasando y tras él la primavera, que era la época más bonita en la zona. El campo se ponía de un verdor que sólo se conoce en las estribaciones de la sierra y la luminosidad de los días los hacía deslumbrantes, como si los ojos se volvieran anhelantes de absorber aquella luz. Por el contrario, los socios del casino sabían que la situación política del país no estaba atravesando momentos tranquilos, sino más bien sombríos. Los debates entre aquellos señores, los terratenientes, el alcalde, el secretario, los dos médicos, algunos de los maestros de la zona, el boticario, el jefe de correos, los curas, el juez… y, ¿cómo no?, el buen don Paco, se sucedían en el casino con controversias cada vez más amargas y enfrentadas.
Un buen día de julio cuatro desarrapados de Sigüenza con pistolas y fusiles llegaron al pueblo en un coche, pintado con siglas que pocos endendían, dispararon unos tiros al aire y declararon a voces en la plaza de arriba y en la de abajo haberlo ocupado en nombre de la República y, realizada la toma simbólica, se volvieron sin más trámite por donde habían venido. Sin embargo, al día siguiente, tropas del ejército regular ocuparon la villa. Al parecer eran tropas de las que se habían alzado contra la República. Esos no se retiraron. Ocuparon las casas del pueblo que consideraron necesarias para la oficialidad y la tropa y se establecieron a su gusto.
Sólo dos días después, don Paco, dos maestros, un tabernero y otros cinco del pueblo, fueron detenidos. A don Paco le detuvieron los militares delante del herrador cuando ambos iban a salir para visitar algunos de los pueblos. A todos ellos les tuvieron encarcelados varios días en la cárcel de la villa, donde el herrador le llevaba a don Paco comida y tabaco. A la semana se llevaron a don Paco sin que nadie supiera donde. Ni el herrador pudo enterarse. Pocos días después se corrió el rumor de que a los demás les habían fusilado, una noche, bajo la luz de los faros de un camión, en la carretera de Bochones. Dijeron que en el Barranco de la Golondrina. Nadie se atrevió a pedir más explicaciones ni a andar por ahí preguntando. El caso es que nadie les vio más.
Terminada la guerra civil en el 1939, la familia de don Paco, familia de cierta influencia, indagó sobre su paradero. Era evidente que alguien del pueblo sabía cual había sido su destino, la misma mano negra que le había señalado tanto a él como a los demás.
Don Paco, con la llegada de la República y ante las disquisiciones que en el casino se propiciaban por las distintas opiniones de los socios al respecto, siempre se significaba reiteradamente en su defensa. Por otro lado, las veces que alguno del pueblo se acercaba a él en busca de favor o dinero era normal que el veterinario ayudase al necesitado en la medida de sus fuerzas. No era habitual en la época que la gente pudiente se comportase de un modo tan generoso y a algunos miembros, algo recalcitrantes del casino, la actitud del veterinario no les gustaba un pelo, ni les parecía natural. Pensaban que a aquellos patanes era mejor mantenerlos a distancia y no permitirles familiaridad alguna, cuánto menos ayudarles por norma. Lo que les parecía compadreo irrespetuoso con el veterinario no lo consideraban de buen ejemplo ni precedente. Cada uno debía de saber estar en su puesto. Pues no faltaba más.
No hace falta decir que el veterinario era persona querida en la villa y no había nadie que hablara de él sino bondades. Se le podía preguntar a cualquiera. Esto contribuía a aumentar la inquina que algunos socios del casino habían comenzado a tomarle tanto por su defensa de la República como por su llana familiaridad con los humildes. Así fueron pasando los años, el herrador acompañando siempre a don Paco en sus visitas periódicas a los distintos pueblos de su demarcación y siendo testigo de la bondad que el hombre destilaba en todas sus acciones.
Las bestias de trabajo eran esenciales en la época y si moría una mula o un macho podría significar un grave problema para la familia que sufriera la pérdida, pues no siempre había dinero para reponer el animal y, a veces, ni siquiera para llamar al veterinario si la bestia enfermaba. Don Paco, que tenía bien tomado el pulso al personal de su zona, sabía muy bien cuando tenía que cobrar y cuando el hacerlo suponía quitarles de la boca a algunos lo más necesario. Así que a veces decía simplemente: “No es nada, la cosa no era de importancia” o “Ya hablaremos para el verano, después de la siega”… Su fama era tan buena en la zona como en la villa. Y huelga decir que algunas de aquellas deudas quedaban suspensas sine die en su memoria.
Al finalizar el verano de 1935 uno de estos clientes-beneficiarios de don Paco, uno de Tordelrábano, que no por pobre era bobo ni desagradecido, se vio inesperadamente favorecido por un pellizco de herencia que cobró de un pariente de Lumías. El hombre, cuando acabó las faenas del estío y un día que el veterinario pasó por su pueblo con el herrador, como era su costumbre, le pidió a don Paco la cuenta de lo que le debía por unas cuantas de esas visitas de cobro prácticamente olvidado. Como era su costumbre en estos casos, el veterinario le hizo un redondeo a la baja y el hombre, después de pagarle, le entregó con mucha emoción un paquete cuidadosamente envuelto en papel marrón y atado con un trozo de bramante. El veterinario, extrañado, le dijo que qué era eso. El labriego le pidió que lo abriera y aparecieron un par de hermosas botas nuevas de cuero rojizo muy bien lustrado.
- Pero, hombre, cómo haces esto. Si ni siquiera sabes mi número.
- Yo no lo sé, pero el zapatero, el tío Felipe, sí lo sabía por haberle hecho a usted algún calzado. A él le encargué las botas.
Don Paco emocionado, agradeció el detalle y aquel día vio por una vez correspondido su buen tacto y amigable trato con la gente. Don Paco, tan acostumbrado a dar, sabía también recibir con alegría lo que se le ofrecía de corazón. El veterinario quedó tan contento con el detalle que siempre que tocaba visitar Tordelrábano procuraba, salvo prisa u olvido, ponerse las botas de cuero rojizo en honor a su modesto cliente.
Los meses de aquel invierno fueron pasando y tras él la primavera, que era la época más bonita en la zona. El campo se ponía de un verdor que sólo se conoce en las estribaciones de la sierra y la luminosidad de los días los hacía deslumbrantes, como si los ojos se volvieran anhelantes de absorber aquella luz. Por el contrario, los socios del casino sabían que la situación política del país no estaba atravesando momentos tranquilos, sino más bien sombríos. Los debates entre aquellos señores, los terratenientes, el alcalde, el secretario, los dos médicos, algunos de los maestros de la zona, el boticario, el jefe de correos, los curas, el juez… y, ¿cómo no?, el buen don Paco, se sucedían en el casino con controversias cada vez más amargas y enfrentadas.
Un buen día de julio cuatro desarrapados de Sigüenza con pistolas y fusiles llegaron al pueblo en un coche, pintado con siglas que pocos endendían, dispararon unos tiros al aire y declararon a voces en la plaza de arriba y en la de abajo haberlo ocupado en nombre de la República y, realizada la toma simbólica, se volvieron sin más trámite por donde habían venido. Sin embargo, al día siguiente, tropas del ejército regular ocuparon la villa. Al parecer eran tropas de las que se habían alzado contra la República. Esos no se retiraron. Ocuparon las casas del pueblo que consideraron necesarias para la oficialidad y la tropa y se establecieron a su gusto.
Sólo dos días después, don Paco, dos maestros, un tabernero y otros cinco del pueblo, fueron detenidos. A don Paco le detuvieron los militares delante del herrador cuando ambos iban a salir para visitar algunos de los pueblos. A todos ellos les tuvieron encarcelados varios días en la cárcel de la villa, donde el herrador le llevaba a don Paco comida y tabaco. A la semana se llevaron a don Paco sin que nadie supiera donde. Ni el herrador pudo enterarse. Pocos días después se corrió el rumor de que a los demás les habían fusilado, una noche, bajo la luz de los faros de un camión, en la carretera de Bochones. Dijeron que en el Barranco de la Golondrina. Nadie se atrevió a pedir más explicaciones ni a andar por ahí preguntando. El caso es que nadie les vio más.
Terminada la guerra civil en el 1939, la familia de don Paco, familia de cierta influencia, indagó sobre su paradero. Era evidente que alguien del pueblo sabía cual había sido su destino, la misma mano negra que le había señalado tanto a él como a los demás.
Una mañana los civiles llamaron a Tomás, el herrador, y le pidieron que acompañara a unos señores en un coche, le dijeron también que, acabada su misión, le devolverían al pueblo sin más trastorno. Con cierta inquietud, el herrador, subió al coche. Enfilaron por la carretera que va a Almazán, dejando atrás Barahona y Villasallas, y pasado Almazán siguieron hacia Soria. Quedó atrás Lubia y pocos kilómetros antes de llegar a Soria se desviaron a un pueblo llamado Los Rábanos y allí, en un lugar ignoto para el herrador, detuvieron el coche. Junto a una zanja grande había unos cuantos cadáveres desenterrados, que apestaban, envueltos en los andrajos que una vez habían sido sus ropas. Una voz áspera le habló:
- ¿Puede usted identificar a uno que fue veterinario de su pueblo, a un tal Francisco Espeja?
El herrador mientras caminaba lentamente entre los cadáveres, ya muy deteriorados, los observó detenidamente y, con los ojos brillantes de lágrimas secas, dijo al cabo de un minuto interminable:
- Sí señor. Éste es.
- ¿Cómo lo sabe?
- Por las botas.
- ¿Puede usted identificar a uno que fue veterinario de su pueblo, a un tal Francisco Espeja?
El herrador mientras caminaba lentamente entre los cadáveres, ya muy deteriorados, los observó detenidamente y, con los ojos brillantes de lágrimas secas, dijo al cabo de un minuto interminable:
- Sí señor. Éste es.
- ¿Cómo lo sabe?
- Por las botas.
9 comentarios:
Seguramente a este Don Paco nadie lo propondrá para santo, pero se lo merecería mucho mas que otros que ya lo son.
Ejemplos como este demuestran a las claras que cuando se abre la veda para cazar hombres, el hombre es sin duda la peor bestia que hay sobre la tierra.
He encontrado el relato por casualidad. Don Paco era el marido de mi tia abuela Patrocinio - Ella y su única hija se mudaron a Zaragoza para olvidar todo lo pasado aquellos días, ambas murieron ya . Mi padre, su sobrino, me contó la historia muy por encima, seguramente porque prefirieron ocultarle los detalles.
Gracias por iluminar esta parte oscura del pasado reciente de España y de mi familia.
Luis Abadia
Estimado don Luis Abadía, es muy posible que la historia del marido de su tía abuela fuese muy parecido al que se describe en este cuento pero estoy en condiciones de asegurarle que no se trata de él.
Un cordial saludo.
En primer lugar agradecer en nombre de mi familia este bonito relato. Se trata de mi abuelo Francisco Espeja que no tuve la suerte de llegar a conocer. Sus hijos Francisco Espeja y Maria Candelas Espeja Gomez mi madre, le agradecen esta historia que viene a confirmar una triste realidad histórica.
Tanto a mi familia como a mi Roberto -nieto de Don Paco- hijo de Mari nos gustaria agradecerle estas palabras personalmente y si no pudiera ser a través de esta respuesta esta mi correo electróncio.
De nuevo muchisimas gracias por este relato que refleja exactamente la realidad de la forma de ser de mi abuelo y de los sucesos de aquella época, en la comarca de Atienza (Guadalajara).
Estimado Roberto:
Tampoco tuve la suerte de conocer a Don Paco Espeja, el veterinario. Sin embargo en casa de mi suegro, el herrador Tomás Galgo (hijo), que sí que lo conoció, y en la de Tomás Galgo (padre), que trabajó con él, fue tu abuelo una persona muy querida, recordada, respetada y llorada. Por eso la triste historia de su injusto destino llegó hasta mí de boca de quienes le trataron y le quisieron. Todos ellos vivieron su tragedia con una enorme amargura y, si su nombre aparecía en cualquier conversación, clamaban ante quien fuera que su muerte fue la mayor injusticia que personalmente vivieron en la guerra.
No sé si conocerás la mentalidad de las gentes mayores de este pueblo, pero para mi suegro y su padre, que yo supiera, sólo había dos cosas que reverenciaran en su vida: La Caballada y la memoria de Don Paco Espeja.
Muerto mi suegro en junio de 2007 y no queriendo que con él desaparecieran las historias que me contó, me decidí a escribirlas en este blog con la intención de honrar a quienes las protagonizaron sin, por otro lado, molestar a nadie. Si en este pequeño relato lo he conseguido, me doy por contento.
Saluda a tu madre y a tu tío de mi parte. Con tu tío, Francisco Espeja, coincidí hace años alguna vez en la zona de Cerro Pozo, cazando codornices, y tuve ocasión de conocerle y saludarle. Como sigo vinculado al pueblo y también voy por Las Minas es fácil que en alguna ocasión coincidamos. Hasta entonces un cordial saludo a todos vosotros y mis gracias por tu amable comentario.
la historia es terrible.
y tan conmovedora...
me he emocionado hasta humedecerseme los ojos; saber que la historia es real le confiere una carga dramática que no tienen los relatos de ficción.
está bien contada, por otra parte. el detalle de las botas, la puntilla.
gracias por compartir.
De nada, Zeltia.
Los hombres honestos y humanos siempre han sido los más peligrosos para los intereses mezquinos de los sátrapas y asesinos. Este es un claro ejemplo. Bonito relato y gracias por hacer reconocimiento del Señor Don Paco.
Gracias, Hugo, por haber leído la historia y por tus palabras.
Desgraciadamente abundaron en nuestra patria demasiadas historias similares.
Un cordial saludo.
Publicar un comentario