Como en una canción de Sabina, la felicidad se fue a la ciudad. La felicidad es canalla y no soporta que se le conozca. Por eso se fue a la ciudad, para vivir de incógnito y libre. Allí vive ahora, anónima ya de solemnidad, cantando sus penas de fin de mes hipotecado entre bellos bloques de modestos pisos caros; paseando a sus hijos por ostentosos paseos y parques salpicados de caca de perro pero con columpios y máquinas de gimnasia; llenando los carros de su vida en centros comerciales rutilantes con precios de oferta para que compre más que gasta, pero ahorrando; visitando, a destiempo por la necesidad, badulaques de barrio regidos por inmigrantes multirraciales y sin horario; viviendo en urbanizaciones privadas para familias bien, bien organizadas desde generaciones; especulando sobre prometedores solares desescombrados en la zona centro; opositando a asequibles chalets bien parcelados, bien adosados, bien pareados o ajardinados; visitando de incógnito drugstores reales de chabolas marginales; mercadeando lastimosamente el apoyo financiero de inmobiliarias competitivas que le piden dinero sólo para considerarle su cliente; jesuseando en sucursales bancarias para obtener menos de lo que tiene; mirando indefinidamente al vacío en las paradas de autobús, perdida la sensación del tiempo; esperando con ansiedad que la boca negra se ilumine en las estaciones de metro; rogando que el vuelo de la vacación caribeña no termine en la misma terminal del aeropuerto; esperando que las lanzaderas de RENFE hagan honor a su nombre y le impulsen lejos como la honda a la piedra inerte; buscando la hora feliz anglosajona en los bares de copas; matando el hambre, un día es un día, en los restaurantes de comida rápida, todo en inglés, ¿Cholesterol Paradise?, tanto da; afiliándose con ambición a media docena de agencias de empleo al menos; pensando que algún día, aunque sea lejano, le podrán ser útiles las compañías financieras; deseando que llegue el momento que la declaración de hacienda se complique tanto que necesite una asesoría fiscal para las trampas; comprando en anticuarios sólo cosas viejas; buscando en vendedores de viejo cosas que parezcan nuevas; haciéndose con lo último en tiendas de todo a cien; hidratándose en spas por la cosa de la moda; comprando en las cadenas de tiendas de ropa más famosas no lo que quiere sino lo que venden, la felicidad no tiene ya voluntad sino para lo que le ofrecen; rodando por los campus universitarios en busca de algo más que el esfuerzo personal y las bibliotecas; visitando los hospitales con urgencias y tanatorio a horas intempestivas con niños o con viejos; asustada, la pobre, con no tener ni siquiera vida eterna por las amenazas de iglesias, confesiones y religiones varias, todas un buen día reveladas; camelada por el guiño indecente de los sex-shops y los lugares de alterne; perdida en cementerios como ciudades; sepultada en la noche de los barrios dormitorio; tragando fritanga a fuerza de cañas en bares de tapas; pagando facturas de dentista en restaurantes de moda; comprando el prestigio, que la coraza da al caballero andante, en concesionarios de coches; visitando el mercadillo del martes en busca de la ganga de procedencia dudosa… La felicidad sobrevive con lo que sea, aunque no lo quiera. El pueblo quedó atrás con sus viejos rincones entrañables pero ya solitarios, sin significado. Puro pasado. Abandono.
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