11 mayo 2006

Primer amor


En la época en que subía a diario por la Calle Arcipreste de Hita en mi camino al colegio, a los 7 años, tuve mi primer amor. Naturalmente, por entonces, yo no sabía lo que era eso. Sin embargo el hecho de que yo lo desconociera no impidió que sucediera.
Vivía mi familia en una casa de dos plantas y cámara o buhardilla, en la Carrera. Esta casa tenía un patio en su parte posterior que daba a los locales de Comercial Ciclomoto, un taller mecánico que vendía motos y reparaba coches y motos. En la pared del patio que lindaba con Comercial Ciclomoto había dos ventanas que daban a la oficina del taller. Un buen día contrataron a una chica de unos veintitantos años. Ella era alta, muy esbelta, con la piel pálida, los ojos de un azul transparente y con un pelo rojo que para mí (pobre mico) era más brillante que el sol a mediodía; tenía además unas pocas pecas en la cara que, a mi apasionado juicio, lejos de afearla, le hacían mucho más única y atractiva. Desde el día en que descubrí a aquella sirena pelirroja algo se me ablandó por dentro del pecho. Del mismo modo que el imán atrae al hierro, yo lo fui por aquella ventana desde la llegada de la bella. Mis momentos de embelesamiento contemplándola a través de los cristales eran cada vez más frecuentes. Yo, totalmente aturdido, sentía cosas extrañas, pero no sabía qué me pasaba. Por apenas llegar al alféizar (dada mi poca estatura) y por esos extraños brillos que producen los cristales y que hacen que a veces no se vea lo que hay detrás de ellos, casi nunca fui descubierto. Aquella joven trabajaba muy afanosa en su contabilidad, sus facturas, sus albaranes... casi siempre concentrada en su trabajo. Casi nunca se percató de mi perseverante observación tras el cristal a sólo unos metros de ella. Las pocas veces que se dio cuenta, fue todavía mejor porque me regalaba una sonrisa que a mí me dejaba paralizado, incapaz de parpadear siquiera, mientras el rubor se apoderaba de mis mejillas y de mi frente, y un extraño fuego se me iniciaba en el estómago. Ella sonreía cariñosamente a un niño, pero el efecto de su sonrisa me ahogaba, era para mi devastador. Así pasaron algunos meses. La chica seria, en su trabajo; yo, hipnotizado, observando lo que era para mí un pozo de paz tibia y de sosiego: su sola presencia. Recuerdo que por entonces Don Julián, el cura de San Ginés, nos estaba preparando para la primera comunión. A veces nos hablaba de los ángeles, de los arcángeles y de los querubines como seres de belleza inimaginable, como seres perfectos, de infinita existencia, de los que Dios se rodeaba para su mayor gloria. Pero, para mí, ya podía decir Don Julián lo que quisiera: Era imposible que nadie en este mundo, ni en el otro, ni en ningún punto del universo por muy infinito o ángel o arcángel o querubín que fuera, pudiera ser más bello que aquella pelirroja de mirada transparente que se afanaba tras los cristales. Ya podía empeñarse Don Julián. Que no y que no.
Sin embargo, la felicidad, como en aquel entonces comencé a aprender, era bien escaso y perecedero. Un día noté que había algunas sonrisas más de las normales entre un mozo del taller y mi adorada beldad. Mi primer pensamiento, alejado como yo estaba del conocimiento de la vida, de los arcanos del amor y, mucho más aún, de las ansias de la carne, fue que mi adorada jamás aceptaría de aquel energúmeno más que los sucios albaranes que le traía del taller y eso, a fuerza de fuerza, sin mirarle siquiera a la sucia cara. Era impensable que un ser tan bello pudiera tener la más mínima relación con aquel zafio y, si tal ocurría, más me valdría de entonces en adelante el dudar hasta de la misma existencia del Altísimo.
Por desgracia para mí persona y derrumbe de todas mis creencias, la atracción entre aquellos dos veinteañeros, lejos de esfumarse como una mala pesadilla, fue en aumento como la velocidad de caída de los cuerpos. Pude ver cómo pasaron de los besos furtivos a los abrazos más entregados, que a mí me parecían salvajes y hasta físicamente dañinos para mi adorada. Hasta que empecé a notar que, ante lo que a mí me parecían malos tratos, ¡ella sonreía gozosa!, mirando a su maltratador. Yo no entendía nada y, ante mis continuadas observaciones tras el cristal, lo mismo que antes un sentimiento de placer me ahogaba, ahora me asfixiaba la pesadumbre y el dolor más negro. Sin poderlas contener, las lágrimas me rebosaban por los ojos. Aquella hermosa chica pelirroja de la que nunca supe el nombre, sin tener casi ni conocimie
nto de mi existencia, fue la primera mujer que me hizo añicos la jícara donde se guardaba mi alma de niño. Desde entonces sé que amar y sufrir son los dos extremos puntiagudos del mismo hierro. También que la definición de lo inesperado es que puede aparecer en cualquier momento. Y también, desde entonces, las mujeres no han dejado de sorprenderme. Empecé a aceptar lo que los días trajeran.
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11 comentarios:

Insumisa dijo...

¡Bravooooo!
¡Que oportunidad de revisar en tu pasado "bloggero"!
Me ha encantado acompañarte (aunque se te haya roto la jícara) a esta parte de tu primer amor.
Me voy a dormir con una sonrisa y el recuerdo de mi propio primer amor allá por los mismos 6 o 7 años de edad.
Caballero
Como siempre, UN PLACER.
Buenas noches para mi. Muy buenos días para ti.

Soros dijo...

Es muy agradable tener un comentario tras casi dos años de espera.
Saludos

Insumisa dijo...

Ah, Soros, fíjate tú, que ahora me estoy dando vueltas por este bloggeo del pasado (con eso de que borraste/cubriste el presente) no está mal.
Igual me encantan las historias.
Así que no te vas a deshacer de mi tan fácilmente, si no te importa, seguiré visitando el pasado de tu blog :·)

Saudades

Soros dijo...

Encantado. Si te gusta, adelante.
Saludos.

Insumisa dijo...

¡Gracias!... sí gusto ;)

asraii dijo...

Imagino que todos los que leimos esto tuvimos la misma sensación de añoranza e indudablemente afloró la sonrisa en nuestros labios. Es hermoso gracias por compartir tus recuerdos.

Soros dijo...

Lo cierto, Asraii, es que el que escribe sólo escribe y no sabe si alguien lo leera. Así que la intención no es compartir, es solamente el afán de escribir. Porque el escribir, a muchos, nos da otra vida añadida a la que ya tenemos.
Gracias a ti.

Anónimo dijo...

Qué historia tan bonita y tierna. Tu primer amor sin saber tú que lo era.
Y ese niño de la foto, ¿es el mismísimo Soros en su infancia?

Soros dijo...

Pues sí, Paloma, ese fue Soros.

Sara O. Durán dijo...

¿Será que se ama con mayor intensidad de pequeños? Al revisar ti historia, me aparece esa pregunta.
Un abrazo.

Soros dijo...

Sara, no creo que se ame con más intensidad de pequeños, pero sí con menos conocimiento y un terrible afán de exclusividad.