12 mayo 2006

Barrio Viejo


Mis cuatro hermanas fueron a estudiar al colegio de las Adoratrices.
Desde la Puerta de Bejanque, lugar donde prácticamente vivíamos, salían cada mañana las cuatro Marías con sus serios uniformes oscuros de las Adoratrices y sus camisas blancas, cada una con su cartera y su bocadillo y Mari Rosi, la pequeña, con un patito amarillo de juguete que le acompañó toda su infancia.
Había que cruzar la calle Capitán Boixareu Rivera y tomar la calle del Arrabal del Agua por la esquina donde estaba la taberna de Pedro Sotillo. Era entonces, la Calle del Arrabal, una calle muy proletaria y populachera de esas donde se oía gritar a las mujeres y pegarse a los chicos. Una calle llena de perros sueltos y gatos huidizos y jilgueros colgados en las puertas de las casas o en los dinteles de las ventanas. Era una calle como eran las calles entonces. Al comienzo de la misma, a la izquierda, estaba la fábrica de gaseosa, refrescos y también de hielo conocida como “La Industrial”; aún no a media calle, a la derecha, estaba la vaquería de Ángel y Pedro, donde mi madre nos mandaba cada día a por dos litros de leche con una lechera de aluminio un poco abollada; un poco más arriba, también a la derecha y junto a un callejón que daba a La Concordia, estaba la casa de Pedro El Rico que, según se decía, era el patriarca de todos los gitanos de la provincia y el único mediador respetado y válido en todos sus pleitos; siguiendo calle arriba iba uno topando con la huerta de Antonio Orozco, la tiendecilla de Toquero, la taberna de Peinado, la callejuela de Budierca y finalmente una fuente de hierro fundido rematada por una piña junto al quiosco del churrero y buñolero. Allí empezaba el Paseo de San Roque. Había que tomarlo hacia la izquierda y subir por el centro de él, sin meterse en ningún caso y menos de noche, por las espesuras de los jardines que, mal cuidados, se apiñaban en la zona izquierda. En algunas épocas se rumoreó la existencia de “sátiros” que acechaban a las niñas cuando éstas, a última hora de la tarde, salían del colegio. Naturalmente todas juntas y por el centro iluminado del paseo.
Antes de llegar al colegio estaba la ermita de San Roque al que
todavía algunos irreverentes llamaban Roque el Rojo, por haber sido sacado de la ermita en tiempos de la Guerra Civil y exhibido delante de su ermita con un cartel al pecho que decía: Camarada Roque.
Después de la ermita y dejando a la derecha un pequeño depósito de agua, que de pequeños nos asustaba con el ruido procedente de su interior oscuro, estaba enseguida la puerta grande que daba acceso al recinto. El colegio fue edificado por la Condesa de la Vega del Pozo, también Duquesa de Sevillano y fue palacio, luego sede de una academia militar y por último colegio e internado. Es uno de los pocos edificios grandes de la ciudad que no ha cambiado en absoluto y que cualquiera que lo hubiera visto hace 60 años lo encontraría igual. Eso sí, las grandes superficies de terreno que rodean el colegio ya han mermado un poco. Muchas de ellas han dejado de ser huertas o terrenos de cultivo. Algunas se destinaron a albergar el recinto ferial; en otras se han hecho calles y edificios y es que el Todopoderoso ni siquiera excluye a sus esclavas, las hermanas recoletas, de la tentación urbanística. Que a quien no es capaz de tentar el demonio, ni la carne… pues le tienta el mundo que para eso no para de girar machacando voluntades inocentes.

¿Qué queda de todo esto? Muy poco. Casi todo lo citado es préstamo del recuerdo. El recuerdo es lo que tiene, que es leal y generoso. El recuerdo es un caballero que siempre sabe estar a la altura de las circunstancias. Ese no deja colgado a nadie, es un señor. Desinteresadamente nos presta todo lo que fue y nos deja que lo miremos un ratito en el video particular de la memoria. Luego, a su sito las cosas, que decía mi abuela. A la esquina inexistente la taberna de Sotillo; con La Industrial, fábrica de hielo y gaseosas, no hay que olvidar colocar bien el ruido perenne de sus máquinas que si no el recuerdo no funciona; a la vaquería no le quites ese olor dulzón mezcla de leche, alfalfa y estiércol de vaca porque si lo haces también se desvanecerá (aún queda el edificio de ladrillo de la vaquería, donde de noche mugen los fantasmas de las vacas); la huerta del Sr. Antonio es ahora el Parque Sandra (otra joya del urbanismo) y ya no tiene pilón, ni acequias, ni molino de pienso, ni gallineros, ni emparrados, ni perales, ni manzanos, ni salen ya del suelo las lechugas, los tomates, las patatas, los espárragos, ni existe ya el acerolo de la esquina, ni la Sra. Pilar regaña a los chicos por tirar piedras a los gatos que corren por las tapias; de la casa de Pedro el Rico no conviene quitar su figura juncal, con impecable traje, chaleco y sombrero, su reloj de bolsillo, su bastón vara, su cara severa y enjuta, y la gitana, eso sí, cinco metros detrás, que el machismo en la época no se conocía
, si a la casa le quitas al dueño se desmorona sola; la taberna de Peinado aún está en pie, cerrada, con las ventanas rotas, el interior lleno de polvo, con su mostrador y algunas frascas y vasos, como si aún tuviera esperanza de recibir un limpión y que volvieran los viejos clientes (pero, como dicen ahora, fijo que va a ser que no); la fuente de la piña y el quiosco del buñolero también se los llevó el viento, en el parque de San Roque ya no hay sátiros pero el Ayuntamiento ha puesto estanques con patitos, se conoce, que para compensar; la ermita de San Roque (ya nadie la llama del Camarada Roque) sigue en su sitio y del colegio de las Adoratrices lo dicho: Totalmente igual. Algo es algo.
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