20 septiembre 2014

XXVII.- El Renuncia: MP el presunto inocente

MP, paseando de esquina a esquina, con el ritmo monótono de un péndulo, intentaba imaginar los motivos de aquella onerosa detención que, por extraordinaria, había confundido en un primer momento con un portento reservado a ciertas almas elegidas.
Qué equivocado está el hombre con todo cuanto le sucede, pensaba don Macario. Y lo peor es que, a veces, cree firmemente que las cosas son lo que imagina y no tiene, como en aquel caso, guardia que le desengañe. Así, achacamos los sucesos a lo que suponemos y, raramente, terminamos conociendo con certeza su meollo, desarrollo y entretelas. Y MP, incapaz de detenerse, seguía caminando por una de las diagonales de la celda, mientras se devanaba los sesos con aquellos pensamientos, hasta que una esquina le devolvía a la opuesta.
Pero, bajo qué sospecha podían haber caído ellos dos. Y se dio cuenta de que hasta él comenzaba a creerse culpable de lo que ignoraba, tal era el choque que había producido en su mente aquella detención tan espectacular como fulminantemente inesperada. Y es que, tan acostumbrados estamos a dejarnos deslumbrar por los rápidos efectos, que raramente nos queda racionalidad y tiempo para buscar sus causas. Y eso, se dijo MP, nos ocurre a los hombres a lo largo de toda la vida que, por esto, solemos pasarla vertiginosamente deslumbrados, pero sin ninguna calmada certeza.
Luego de dar un par de vueltas más, en suspense, dedujo que, lo más probable, fuera que se tratarse de una confusión, pues ni Serafín ni él habían dado motivo, ni tenían antecedente alguno, que él supiera, para que les aplicasen la legislación antiterrorista y que, por tanto, incomunicados como a terroristas les tuviesen. Aunque, bien mirado, los aterrorizados habían sido ellos sin necesidad de haber aterrorizado previamente a nadie, que supieran. Y es que el terrorismo y el antiterrorismo deben de andar así así en sus métodos, se dijo MP en plan dubitativo.
Lo admitía. Acostumbrado a ver de todo, como funcionario jubilado de Hacienda, hubo un instante en que llegó a desconfiar de Serafín, diciéndose que bien podría ser un etarra fugitivo que hubiese decidido camuflarse bajo esa capa inusual de la renunciación. Pero enseguida su lógica cartesiana, forjada en el citado Ministerio, desechó la idea pues, si los etarras pensaran así, se habrían hecho franciscanos en vez de terroristas. Y, además, aquel apocado de Serafín no servía para esas cosas, se veía de lejos.  No obstante, se dijo también que, de los alucinados, podía esperarse cualquier incongruencia.
MP estaba ofendido, esa era la palabra. Ni por asomo se le había ocurrido que podía verse en aquella situación. En su vida había conocido algunos casos en los que recalcitrantes delincuentes, a fuerza de insistir, habían terminado finalmente en la cárcel. Pero, los más de ellos, nunca la pisaron. Así que algo muy grave había de sospecharse de ellos para tenerlos en el trullo, sin contemplaciones, en una democracia tan asentada, escrupulosa y garantista como la española.
Reflexionaba MP sobre el delito en general, pues no en vano había ocupado un puesto de responsabilidad y confianza en la Administración. Y concluía que la sociedad y su brazo ejecutivo, la justicia, tenían los delitos muy bien clasificados por su grado de alarma. Y su claro discernimiento le decía que, perdonada sea la abreviada manera de decirlo, los había de ricos y de pobres, y, a los primeros, siendo de graves consecuencias para la Hacienda Pública o sirviendo de ruina para muchos incautos, se les tenía en algo así como sutilezas del pensamiento, fantasías contables, amigables relaciones socio-económicas o funambulismo financiero, y, naturalmente, al pasar desapercibidos, carecían de peligrosidad social. Eran, en su conjunto, actividades tan nebulosas, etéreas, virtuales, intangibles y abstractas, que escapaban al burdo y alarmante nombre de crimen y estaban más cercanas al nombre inofensivo, castizo, sofisticado y cuasi mágico del arte de birlibirloque. Y esto era así hasta el punto de que el vulgo terminaba por admirar a delincuentes de esa clase, y como el mundo estaba lleno de vulgo, pues no había mayores problemas, en la resolución de estos delitos, que los que se derivaban de la impunidad y el olvido, una especie de admirada y consensuada absolución social.
Y, bien mirado, cómo iba a rehabilitar la cárcel a algunas de las mentes mejor formadas del país. En estos casos la cárcel era un contrasentido, y lo de restaurar lo robado no solía aplicarse pues, al igual que los grandes almacenes cargaban en los precios los posibles hurtos, se tenía en los Presupuestos Generales del Estado una partida para prevenir estas inevitables contingencias. Porque, en estos casos, siempre es mejor prevenir discretamente que curar públicamente. El mejor escribano echa un borrón. ¿O no?
Eran, por otra parte, delitos tan finos y sutiles en su ejecución, que muy pocos eran descubiertos y, si los más de ellos pasaban desapercibidos y los otros pocos causaban admiración, no podía decirse que la sociedad se alarmara por lo que desconocía, ni que causara mal ejemplo lo que se admiraba. Así que, en ambos casos, se imponía la clemencia y el piadoso olvido, pues la calidad humana de sus ejecutores siempre aportaba otras buenas acciones al país, bien en la política, la banca o los negocios y, al fin y al cabo, si fuera lo perdido a sus bolsillos, bienvenido fuera lo ganado en los de todos. Y es que hasta los genios tienen sus sombras.
Pero bien sabía MP que otra cosa muy distinta era el delito común, vulgar, sangriento o callejero, hechos escandalosos, indisimulados y zafios a todas luces, verdaderas lacras sociales, cuyo rudo e ineducado incivismo era evidente y saltaba a los ojos de toda persona de bien o simple ciudadano. Para estos últimos delitos ostentosos el castigo debía ser inmediato y ejemplar, pues todo estaba desde el primer momento tan meridianamente claro que no se necesitaba ni la presunción de inocencia ni otras garantías para identificar de inmediato al culpable y, por pocos que hubieran sido los perjudicados o por leve que hubiera sido el daño, los jueces sabían que estos desafueros estaban al alcance de cualquiera y que habían de ser castigados con severa contundencia y celeridad fulminante, porque, desgraciadamente, donde no hay castigo no hay enmienda y enseguida, el impune descaro, desata la imitación al mal ejemplo.
Había que reconocer, por otro lado, que estos delitos tan específicos y públicos, apenas daban trabajo a nadie. Pues no se necesitaban detectives privados, ni escuchas telefónicas, ni grandes investigaciones, ni bufetes de abogados, ni recursos a otros tribunales, ni demoras, ni se usaban los mil artificios legales de dilatación, condonación, prescripción, anulación, pacto o indulto, por ser hechos muy simples, que no necesitaban de un cuerpo probatorio muy elaborado ni requerían años de pesquisas pues, normalmente, eran de una sencillez tal, que hasta los jueces más bisoños notaban que, aquellos casos tan vulgares, no suponían para ellos ningún reto a su finura intelectual. Era, ante este tipo de hechos delictivos, ante los que gustaban de lucir su efectividad, con honroso y merecido orgullo, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, pues los resolvían en un chisgarabís, deteniendo inmediatamente a los culpables y dejando los hechos tan claros, que el juez, sin ningún interés en el caso y casi con desgana, no tenía otra salida que decretar de inmediato un humanitario ingreso en la cárcel, para propiciar la rehabilitación de los implicados.
MP, repasando su vida, se dio cuenta de que él nunca tuvo acceso a delitos de fundamento, o sea, propios de personas de peso. Lo achacó, seguramente, a su débil formación académica y a su carencia, no sólo de currículum universitario, sino también de, al menos, media docena de másteres en universidades extranjeras de prestigio o, en su defecto, a la falta de tres o cuatro premios de las Confederaciones Empresariales o del Gobierno, por su ingente labor en la economía nacional.
Además, MP, durante toda su vida, se había alejado de los delitos comunes por sus ineludibles, nefastas e inmediatas consecuencias, aparte de por su moral intachable. Y, estando organizado el mundo así, no aspiró nunca a lo vedado a su estatus y tampoco delinquió en lo que le era asequible, por sus resultados perniciosos. Así que, en unos casos, por imposibilidad manifiesta y, en otros, por honradez firme pero sin contrastar, se había visto durante toda su existencia alejado, por fortuna o infortunio, del crimen lucrativo y también del común.
Pero allí estaba ahora, a pesar de la continencia que siempre tuvo ante el delito, sin imaginar siquiera de qué se le acusaba. Y debía de ser muy notorio y grave su desmán cuando las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se les habían echado encima de aquella manera, sin pasarles siquiera por la legalidad que a toda detención otorga, en democracia, la brillante toga, satinada y  negra, de un buen juez garantista de sus derechos.

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