09 septiembre 2014

XXIII.- El Renuncia: Durmiendo

Ya habían caminado juntos bastantes días. Pero, pese a ello, los dos caminantes eran una pareja por hacer. Y, las parejas, contra todo pronóstico optimista, tardan en acoplarse a la monotonía y a las disparidades de costumbres y carácter. Y es que no es lo mismo verse de vez en cuando, que pasar las veinticuatro horas de cada día codo con codo, en el mejor sentido de la expresión.
Dicen que el roce engendra el cariño y así suele ser, cuando es frecuente y voluntario, mas, cuando es continuado e inevitable, no siempre puede afirmarse lo anterior. Incluso cuando el citado roce conlleva tentadoras connotaciones sexuales, no es infrecuente que, con el tiempo, el amoroso y sensual contacto, pueda convertirse en erosiva fricción, insoportable y permanente, entre dos egos tan incompatibles y reacios al contacto como el agua bendita y la piel de vampiro o el salfumán y los tejidos oculares. Y lo de sensual no tiene aplicación al caso de MP y Serafín, que, según consta, siempre mantuvieron una cohabitación casta, sino que, en general, atañe a parejas que ni siquiera tienen en común el mismo sexo, lo cual, en principio, lo hace todo aún más difícil y extraordinario.
Sin embargo, al contrario que en la ciudad, don Macario, recorriendo los caminos solitarios y recreándose con el bucólico paisaje, había perdido su carácter huraño, destemplado, extemporáneo, desabrido y retador. Serafín, a su vez, no tenía que preocuparse, pese a su renunciación, del sustento, pues la pensión y los ahorros de aquel mecenas jubilado habían resultado providenciales para su vida desinteresada y contemplativa. Así que ambos ejercitaban potencias poco usadas, por lo apegadas que habían estado a su antiguo entorno sus vidas anteriores. Y, así, caminaban los dos admirados el uno del otro y sintiéndose ambos imprescindibles, sin decirlo, para el compañero.
Los días se sucedían entre charlas amables y razonables discusiones, a veces apasionadas, pero infrecuentes, que, de acontecer, solían acabar en una entente, confirmada por las palabras o implícita por el mutuo silencio. Que, tanto palabras como silencios, pueden conseguir el acuerdo entre gentes juiciosas y educadas.
El pan, como símbolo general de los alimentos, y el vino, significándose a sí mismo, no faltaban ningún día.
Las noches, sin embargo, eran lo peor. Eran éstas muy frías todavía. Había algunas en las que encontraban cobijo razonable, y otras en las que, como aquélla, habían de improvisárselo en ruinas o refugios similares a éste de pastor. No obstante, fuera cual fuere el albergue, la ausencia de toda preocupación  influía favorablemente en su sueño. Y, el sueño profundo, como toda persona cultivada sabe, es un arte poético más, y tan sublime, que su influencia rige, para bien, las vigilias que le suceden y el reloj cotidiano que ordena los volubles y caprichosos cuerpos.
Dormía Serafín envuelto en las figuraciones con su amada, Maleni Gracia, y disfrutaba del placer cosquilleante, cálido y nebuloso de creerse junto a ella, viendo sus deseos espirituales de compenetración gozosamente colmados y a punto de saciarse otros apetitos, también de compenetración más prosaica, pero tan concretos y físicos como libidinosos. Y, así, se sentía abducido en alma y cuerpo por aquella presencia etérea y, a la vez, sensual, que los sueños regalan con facilidad a petición del interesado.
Don Macario, por su parte, se sentía más seguro que nunca. Tenía por colchón la tierra y por mágico edredón la áspera piedra de aquel chozo. Y dormitaba pensando que la Naturaleza le dispensaba su amparo por todos lados y que, aquellas fuerzas telúricas, por necesidad habían de dar a cualquier humano confianza y sosiego, pues no cabía comunión mayor ni más perfecta con la natura, que la de ser en ella una bestezuela más de las que el Creador puso sobre la Tierra. Sin duda, para dar la oportunidad a las personas de crear su propio paraíso y habitarlo, sin necesidad de buscar otros a ciegas. Idea esta, estaba convencido MP, de la que sólo la ambición nos había ido alejando a los humanos y de la que, su máximo exponente, es decir, la vida moderna, nos había ido apartando hasta la total degradación de las personas. Y se sentía regenerado de raíz por su descubrimiento de la vieja y sagrada Madre Tierra y gozaba, en su entrega, de su sumisa y reverente integración en ella. Y su mayor paz la obtenía al sentirse meramente uno más de los seres puestos por la divinidad en el planeta para el orden y equilibrio de éste. Y el viejo soñaba con este milagro prodigioso, convencido de que lo más simple era lo fundamental y lo primero y, el resto, sólo vanos artificios del ser humano enloquecido y soberbio.
Y, así, dormían ambos mansamente, ajenos al derroche energético que suponía mantener las galaxias encendidas a esas horas.

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