08 septiembre 2014

XXII.- El Renuncia: La noche

Gorriones que despertáis
Y que alegráis las mañanas
¿Dónde dormisteis anoche?
¿Qué coméis entre las brañas?

Siempre aparecen semillas
y hay huecos entre las cañas
y el hombre, que hace paredes,
casi nunca las acaba…

Un tronco cónico, pero ligeramente abovedado, era el refugio de pastor que les protegía del Norte y, cuya estrecha entrada, estaba orientada al mediodía. Había dentro hueco suficiente para los dos y hasta encontraron en él algo de leña seca, en un pequeño haz primorosamente atado con un trozo de pleita. Emplearon la leña para caldearlo del relente y, de paso, ahuyentar con el humo algún parásito, de esos afines a ganados, perros y personas, que, como ellos, hubiera buscado asilo momentáneo, bajo aquella especie de perdido túmulo de piedra, casi funerario. Cuando la hoguera mermó y sólo quedó el rescoldo brillando, entraron al refugio y se templaron al amor de las brasas y, cobijados en el vetusto cascarón de piedra, dejaron fuera el relente. Luego se hicieron café, y después cada uno se embutió en su saco de dormir. Y todo lo hicieron sin palabras pero al unísono, sin parecerles que para algunos diálogos hicieran falta los sonidos.
Se les había echado la noche encima antes de alcanzar algún pueblo y, temerosos de andar sin luz y a falta de cosa mejor, en el viejo chozo se quedaron.
Según caminaban el último kilómetro habían comido el pan que les quedaba con algo de queso y embutido y también habían escurrido el último vino de la bota.
El Renuncia casi se quedó dormido según entró en el saco pero Macario, tras un rato de quietud, salió fuera, se estiró, abrió los brazos, torció hacia atrás la cabeza, suspiró profundamente y, sin pretenderlo, sus ojos toparon con el cielo.
Estaba despejado por el anticiclón de invierno y, en ausencia de cualquier luz artificial, las estrellas vibraban en el firmamento, azules o amarillentas, como si palpitaran en silencio, nítidas y deslumbrantes, como cosa viva. Ni recordaba el viejo cuando había visto aquello por última vez. Tal vez de niño, se dijo. Pero, ¿había sido esa la primera o la última vez? Qué más daba, era un espectáculo siempre nuevo. Las cosas que, olvidadas, se volvían a ver, podían ser incluso más nuevas y sorprendentes que la vez primera que se vieron. Así le pareció al viejo, de lo oculto que tenía en el saco oscuro de sus recuerdos, la impronta lejana e imprecisa de aquel cielo.
Y bajo aquella semiesfera silenciosa, se sorprendió pensando en cómo sería el seno de su madre cuando le amamantó por primera vez y luego se dijo que, tal vez, fuera esa contemplación primera la que ataba a los hombres, de por vida, al seno de las mujeres y que, del mismo modo que ahora se maravillaba del firmamento habiéndolo tenido encima de por vida, también la fascinación por la mujeres se podía volver a descubrir una y mil veces.
En esas estaba cuando, alertado por el resoplar del Renuncia que rompía en solitario el silencio de la noche, salió de la sorpresa de sus fascinaciones y sintió frío. Notó cómo descendía el aire helado casi de forma sólida y cómo la tierra, bajo sus pies, comenzaba a congelarse volviéndose de piedra. Enseguida buscó el doble seno: el del cálido saco, encerrado a su vez, en el templado cono del refugio antiguo. Ningún placer duraba, pensó mientras lo hacía. Ni siquiera aquella maravilla se dejaba contemplar sin resistencia. Dio un tiritón y tapó la pequeña entrada con los voluminosos macutos que, hábilmente encajados en ella, casi la cegaron por completo.

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