17 septiembre 2014

XXV.-El Renuncia: El cuartelillo

-        Le haré una sola pregunta: ¿Dónde han colocado el explosivo?
-        ¿Qué? –dijo Serafín, dejando después la boca abierta, y olvidándose de cerrarla, mientras permanecía fijo, mirando absorto la cara amenazadora del sargento.
El sargento jefe de puesto dedujo que el detenido era lelo o era sordo. Para descartar la segunda posibilidad preguntó de nuevo:
-        ¿Qué hace con la boca abierta y sin contestarme, es que no me ha oído?
-        Ah, sí señor. La he abierto yo.
-        ¿Y del explosivo qué tiene que decirme? Confiese y nos ahorraremos trabajo.
-        ¿Qué? –respondió de nuevo Serafín, volviendo a dejar la boca abierta.
El sargento Sacramento, dudando ahora de si el detenido era tonto de baba o le estaba vacilando, dijo con gran solvencia y marcial sequedad:
-        Bien, como usted quiera. Incomunicado en la celda tres, no perdamos el tiempo, el grupo antiterrorista se encargará de averiguarlo. Ellos saben cómo hacer cantar a un carro.
El sargento Sacramento, mirando con desprecio al detenido, dirigió estas últimas palabras al guardia primero Monago. Y añadió:
-        Ah, y a la vuelta, tráiganme al otro detenido.
Al poco, el guardia primero Monago y el guardia raso Monje, condujeron al despacho del jefe de puesto a MP que, poseído por una santa indignación, no había parado de vocear a la ciega Justicia, desde que le metieran en el calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil de Medina de Castroceli.
El sargento oía las indignadas quejas de MP según se lo traían sus subordinados pasillo adelante. Y al instante de entrar en su despacho, sintiéndose finalmente frente a una autoridad, el viejo estalló a gritos con los ojos rabiosos y la faz indignada:
-        …Pero, ¿de qué se nos acusa? ¿A qué España estamos llegando, donde se detiene sin más a dos hombre honrados, a dos personas de orden y provecho? Por lo que se ve, en esta España, ya hay fuero ciego para detener a un pobre jubilado y a otro pobre en activo, de voluntaria solemnidad. Y todo esto así, de una manera tan vil, con nocturnidad, por la fuerza, en mitad del descanso, sin explicaciones, sin hábeas corpus, sin razón, sin garantías constitucionales y, sobre todo, con esta desproporcionada desmesura indigna de quien la practica. ¿Y quién hace esto? No lo hacen unos prepotentes guardias jurados beneficiarios de alguna inmobiliaria, ni una policía local inexperta, timorata y despistada, ni los familiares guardias municipales, ángeles custodios de las pequeñas poblaciones, ni una policía autonómica celosa por demostrar su eficiencia en el sagrado territorio histórico bajo su jurisdicción, ni siquiera la eficiente y honesta Policía Nacional, no señor. Lo hace la mismísima Guardia Civil, un cuerpo de un renombre, de una entidad, de un prestigio contrastado y de una ascendencia nacional e internacional tan merecida, que muy pocos institutos armados gozan de su prestigio en Europa. ¡Qué digo en Europa! Ni en Europa, ni bajo la bóveda entera del planeta y ellos, precisamente ellos, cuya divisa es el honor, vapulean a dos inocentes y conculcan los derechos fundamentales de dos ciudadanos que…
-        ¡Se calle usted! –cortó secamente el sargento Sacramento.
-        Si me callo será por el respeto que, pese a estos avatares luctuosos de los que somos víctimas, aún mantengo hacia la institución y si no fuera porque…
-        ¡Se calle, coño!
Y el sargento jefe de puesto, le repitió la misma pregunta que a Serafín, pero más matizada, visto el carácter locuaz y porfiador del viejo.
-        ¿Dónde han colocado el explosivo? ¿De qué tipo es? ¿Se trata de una mina? ¿Qué tipo de temporizador han utilizado?
-        Pero, ¿qué explosivo ni qué custodias? Pero, ¿se puede saber de qué habla? –respondió MP.
Y, como éste comenzara a despacharse mencionando la palabra explosivos junto a muchas otras, conocidas vulgarmente como tacos, más cultamente como imprecaciones, maldiciones y juramentos y hasta, desde el punto de vista pío, como blasfemias, el sargento Sacramento pensó que no podía permitir en su presencia, ni por más tiempo, semejante desacato a su autoridad. Y, renunciando a utilizar contra el preso los vocablos más soeces, que abarca entre sus amplios límites el rico acervo de la lengua castellana, o a darle dos hostias, que es lo que le pedía el cuerpo, el sargento sólo dijo con solemne sobriedad castrense:
-        Éste, incomunicado a la cinco. Y que se les informe a los dos de que están bajo la legislación antiterrorista.
-        ¿Cómo que incomunicados? ¿Cómo que terroristas? Exijo la presencia de un abogado y me rebelo ante el hecho de que mis derechos se vean conculcados sin prueba alguna, del modo más abusivo, sin respeto a la protección que la ley me…
-        ¡Que se calle, coño! ¡Monje, Monago, quiten a este individuo de mi vista, joder! 

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