04 septiembre 2014

XXI.- El Renuncia: En camino

¿Cuándo vendrás amor?
¿Cuándo vendrás a verme?
Que los días se desvanecen,
y mi cuerpo se vuelve de arena, sin verte.

Caminaban el viejo y el Renuncia otra mañana más. Por fin había dejado de llover. Serafín iba recordando las noches de lluvia bajo la chapa de su coche viejo. Órgano, en la negrura de aquellas noches, de conciertos irregulares o monótonos de gotas imprecisas e improvisadoras o, a veces, regulares. Las variables sinfonías de los arreones del agua del cielo, allá en el corral del Mondacimas, se le antojaban viejas y borrosas, como si el tiempo las hubiera envuelto en su neblina y, el hecho de rememorarlas, las volviera aún más usadas y sobadas.
El viejo se acordaba del olor a humedad secular de su escalera, y de las manchas de aquélla en ésta, y del olor a cocido y a guiso antiguo de cebolla repartido por igual y por doquier en las paredes, los rincones, los techos y los suelos de su piso de siempre en la calle de la Madera.
-        Es bonito oír cantar a una mujer haciendo las labores de su casa.
-        Sí que lo es, Serafín. Pero, aparte de eso, quién sabe cuál será el amor que la mujer añora.
-        ¿Cuál ha de ser? Será el de su novio o el de su marido o el de su amante que, cantando así, no tiene por qué descubrirlo ni ella descubrirse.
-        Puede que sea así, Serafín. Pero el corazón de las mujeres suele ser mudo y, para el amor perdido, las más de las veces suelen guardar el mejor recuerdo, por eso de que, como no fue realidad o no lo es ya, puede imaginarse a conveniencia.
-        ¿Y cree usted que las mujeres, siempre tan prácticas, guardan ese recuerdo tan celosamente?
-        Así lo creo, Serafín. Porque es la realidad la que se empeña en que refuercen los tales recuerdos. Rara es la que consigue en la vida lo que quiere, por no decirte, abiertamente, que lo que hayan en ella suele decepcionarles de continuo, por más que, las más de las veces, hagan por disimularlo y les dé por decir que son todo lo felices que habían deseado.
-        Pero, igual les ocurrirá a los hombres.
-        Te engañas, Serafín. El hombre es menos imaginativo y, al conformarse con poco, piensa que puede conseguir lo que desea y, cuando lo hace, aún da por mucho lo conseguido. La mujer es el motor del hombre, es la que le espolea como si lo montara y, los más de ellos, a nada llegarían si no fuera por su jinete. La mujer está hecha para progresar o para el progreso, según se mire. El hombre se parece más al buey, más hecho a la comodidad del pasto y de la holganza.
-        Y, entonces, ¿nosotros dos, qué somos?
-        Un viejo al que el juicio le ha llegado con tardanza y un iluminado que, sin saber lo que hace, camina por las trochas desconocidas de la suprema sensatez. Aunque también te digo que, para la estampa que das, más te valiera ser un poco más listo y un poco menos joven. No obstante, la naturaleza corregirá lo segundo y, lo primero, si tienes suerte y pones voluntad, se irá acrecentando  con lo que aún has de ver y con la reflexión sobre lo que ya tienes visto. Que todo ayuda.
Y así se alejaron los dos, sin darle más vueltas a la cosa. Como si cuanto habían dicho les hubiera llegado con el aire fresco de la mañana y, con la misma fresca, se hubiese marchado.
Como dos motas pardas se perdieron camino adelante mientras la canción de la mujer, añorando su amor verdadero o sólo imaginario, resonaba ya sólo en sus mentes.

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