Sentado en un taburete, con ambas
manos apoyadas sobre el pomo de su espada y, sobre éstas, el cuadrado mentón poblado
de rojiza barba, Yago Cunmeigas, con los ojos entornados, llevaba largo rato
quieto y nadie podría decir en qué pensaba.
El diálogo interior había sido la
única compañía sincera que le había sido asidua en todos los años, en todos los
tiempos, desde que tenía memoria de su vida. No sabía si había ocurrido así
para su consuelo o, al contrario, para su desdicha. Pero, como las desdichas
ansían consuelos y éstos les son necesarios a quienes sufren desdichas, no
tenía muy claro su orden. Porque, en los años de su existencia, aún no había
aprendido a deslindar los unos de las otras.
El corazón de un soldado es un
pozo siempre sellado. Un pozo que ha de permanecer cegado, pero que cuesta
mantener mudo al que lo alberga. Y así, en las vidas de muchos, no se llega a
discernir, llegado un momento, cuál es el efecto y cuál la causa y, lo que es
lo mismo, cuál es el antes y el después de las cosas. Pues todas, un soldado,
ha de asumirlas en silencio y vivirlas sólo para sí.
Quién iba a decirle que, tras
tantos años, iba a buscar, en sus ensoñaciones perdidas, ésas que eran las de
un ser aparentemente seguro pero íntimamente desorientado, la memoria firmemente
asentada de los pedregales de su tierra, arraigada en los poblados bosques
inmutables de carballos, en las grandes piedras encantadas y ancladas en el
paisaje, algunas casi esféricas, con sus orificios extraños y con aquellas
bichas y rarísimas cruces, ambas inmemoriales en el tiempo, talladas en ellas,
y en la bonita iglesia de su aldea con los manantiales que nacían al lado,
inundando la cripta tantas veces. Y, como el que quisiera guardarse de algún mal,
repetía inconscientemente aquel nombre, como si de un sortilegio se tratase.
Tenía el sitio un largo apelativo, casi de letanía, para un lugar tan chico:
Santa Mariña de Augas Santas. Pero si alguno le hubiera escuchado murmurándolo,
que no era el caso, no habría identificado el sonido que entre dientes le
salía.
De entre sus nueve hermanos y
hermanas fue el único que salió pelirrojo. Triste sino. Ni su padre ni su madre
lo eran, ni en la familia había memoria de ninguno. Desde su infancia, aquel
pelirrojo de ojos glaucos, no tuvo buen cartel en la aldea, ni a nadie le
pareció de buen augurio. Ni siquiera su padre le miraba bien, fuera por sus
propias conjeturas y dubitaciones o por las mofas descarnadas de sus paisanos,
que a él le irritaban y a su mujer le hacían echar los ojos al suelo. Y así
Yago, por unas razones o por otras, todas a él ajenas, no fue un ser
bienquerido.
No tardaron en deshacerse del
jaro de linaje inoportuno, de hechuras y color contra natura, poniéndole de
criado en una casa de Allariz. Porque las ausencias hacen que el tiempo pase mucho
más deprisa, cuando éste es el único remedio conocido para los olvidos que
se ansían.
Entre los puentes del Arnoia pasó
Yago su segunda infancia pues, aunque servía en una casa hidalga, de recadero
hacía, y casi todo el día andaba azacanado haciendo mandados y llevando pesos,
pues pronto demostró una resistencia impropia de sus años y un crecimiento
desmesurado. Y tanto andaba de aquí para allá, que más parecía criado sin amo
que perro de alguno que por tal lo reconociera. Pues ni el intendente de la
casa le quería cerca. Que también son anónimos no sólo los que no desean ser
conocidos, sino aquéllos a quien nadie dice ni quiere conocer.
Mil burlas hubo de soportar.
Unas, por la crueldad zafia y rala de los hombres, que decían que su madre lo
engendró en la suciedad de los flujos impuros de una menstruación; otras, por
el temor arcaico y ancestral de las mujeres, sobre todo de las más viejas, que
le cerraban las puertas y se santiguaban con superchería por el temor al
lobisome u otros signos, aún peores, del diablo. Y así creció Yago, temiendo a
todos antes de que, por mor de su naturaleza inusual, inspirara a los demás
silencio su presencia, por más pavor a lo disforme que respeto a un
cristiano o a un igual.
Sólo una vieja sanadora y
conocedora de las plantas, que vivía río arriba, lo acogía. La Soliña le
llamaban, y tenía fama de vedoira y de haber sido una guapa hembra, promiscua y
gozadora, en su juventud. La mujer, tal vez compadecida, o quizás entendedora de
un mal que ella misma padeció a lo largo de su vida, fue su único amparo en
Allariz.
-
Los que me amaron por lozana, me temen por vieja y por
vedoira. Y su temor es mucho más fuerte que la pasión que, de jóvenes,
sintieron por mí. Eso me salva, Yago –le decía al muchacho que, sólo mucho más
tarde, terminaría por entender la sabiduría de la vieja sobre los torcidos
pensamientos de los hombres.
-
¡Cuidado con esa chuchona que un día te sorberá la
sangre y te comerá los untos!- se burlaban de él los procaces garrulos del
pueblo.
-
¡Ya que la hubieras conocido hace treinta años,
endemoniado, que buena prole habría salido de vosotros! –le decían también los cristianos
probados, que ocasión no perdían de seguir probándose como tales.
Y pronto dieron en llamarle el
Cunmeigas, con un plural gratuito, pues ya hubiera querido él que alguna más
que la Soliña le hubiera amparado y surtido de afecto.
-
Vete, Yago, conocerás más mundo que todos éstos y
vivirás, tú sólo, más que todos ellos juntos, que el vivir no es tanto cosa de
años, sino de ver más que los demás ven y verán en sus días, y, el ver será,
más que por los ojos, por tu entendimiento. Y, de ahí, viene el saber del
mundo. No lo olvides, hijo. Estos morirán sin saber donde están ni lo que son –le
consolaba la sanadora con palabras llenas de convicción.
Recordaba cuando se escapó, ya casi
mozo, escondido en uno de los carros de la comitiva de un noble portugués. No
le descubrieron hasta que, a la noche, hicieron campamento en la laguna de
Antela.
Ante el alboroto por el hallazgo
del fugitivo el mismo don Ruy, el noble, acudió:
-
¿Cómo te llamas?
-
Yago, señor.
-
¿Yago, solamente?
-
No, señor: Yago Cunmeigas – y empleó por primera vez su
nuevo nombre, con osadía y firmeza, orgulloso de llevarlo por causa de la
Soliña pero, a la vez, haberlo decidido él y ser, por tanto, un nombre propio.
La risa de la comitiva sustituyó
a la sorpresa por el inesperado hallazgo. Pero el temple del muchacho y su porte,
descomunal ya para sus años, no pareció desagradar al noble.
-
Y, ¿por qué quieres venirte con nosotros?
-
Para ser soldado.
-
Bueno –dijo don Ruy-, un mozo que ostenta tal nombre, y
tan gallardamente, será de fijo un soldado retador y capaz de salir airoso en
cualquier prueba. Ven, si lo quieres, con nosotros.
Le hicieron jurar que era persona
libre y que nadie le andaba reclamando. Él juró, recordando que la vedoira le
dijo que todos quedábamos liberados al salir por la angostura del vientre de
nuestra madre, aunque cada cual, luego, solía terminar encadenado a algo, más
pronto que tarde; y, en cuanto a que alguien le reclamase, dio por seguro que
todos bendecirían la hora en que marchó de Allariz. Y, si no era a la Soliña, a
los demás tanto les daría que estuviera muerto, despeñado, ahogado o
desaparecido. Les daría más grima el volver a verle.
El don Ruy Gómez de Silva era
hermano del señor de Ulme y de Chamusca. Pero, siendo segundón en su tierra,
servía más al rey de España, por aconteceres entre coronas que no vienen al
caso, y, pese a los conflictos que, más que faltar, menudeaban entre Portugal y
el reino de las Españas, tenía paso franco entre ambos países y, lo que es más,
era tenido por don Felipe el Segundo como uno de sus más valiosos y fieles
consejeros y atláteres.
Así fue como Yago hizo pie en el
señorío de Chamusca, Portugal, país que, por entonces, se repartía el mundo
nuevo con el de las Españas, y donde empezó su entrenamiento y sus usos en la
carrera de soldado. Y, al poco, por su extraordinaria corpulencia, destreza,
fuerza y resistencia fue elegido asistente personal por don Ruy. Y enseguida
las previsiones de la vieja vedoira comenzaron a tomar cuerpo, pues siempre
quiso el noble que le acompañara en sus viajes que, tener a su lado a Yago
Cunmeigas, era una seguridad que daba sosiego. Y así Yago viajó con su señor
por Europa, conoció cortes y reyes, nobles, clérigos y soldados y participó en
batallas, escaramuzas y celadas y, don Ruy, viendo su fidelidad y su destreza,
jamás quiso prescindir de él. Luchó con franceses e italianos, con gente de la
Germania y de los Países Bajos, con ingleses, con turcos, con venecianos, con
mesnadas de los Estados Pontificios, unas veces contra y otras con ellos, pero
siempre fiel inamoviblemente a su señor don Ruy y al rey Felipe. Que, aunque
ellos variaran de intereses con el aval de la gracia de Dios que siempre
respaldó a los príncipes, los suyos no conocían cambio, titubeo ni mudanza.
El rey Felipe, amén de otros
títulos, concedió a don Ruy el de Príncipe de Éboli, pero éste llegó un tiempo
en que, con la prudencia y precaución que los años nos traen, vendió sus
tierras en la insegura Italia y adquirió, entre otras, la villa de Pastrana,
siendo honrado por su buen mentor, don Felipe el Segundo, con el título de primer Duque de
Pastrana.
Y así fue como Yago Cunmeigas
había terminado de capitán de la guardia ducal y, haciendo ya años que don Ruy
muriera repentinamente, -Dios, que es sabedor de los secretos de los hombres y
único juzgador de sus mudanzas, le tenga en su gloria-, seguía en el cargo y
manteniendo su inquebrantable fidelidad a su señora viuda, la Princesa de
Éboli, doña Ana la tuerta, de cuyos vicios y virtudes, especialmente de los
primeros, era él callado custodiador, amén de fiel defensor de su persona,
integridad y fama que, ésta última, es la prolongación indefinida de los
ilustres sobre la faz de a tierra.
7 comentarios:
Ya lo ves, Soros, como enseguida te echamos de menos.
Y, ya veo, que hay nuevos personajes.
Un saludo
Gracias, Isidro.
Hago lo que puedo. Aunque, para escribir, no siempre tiene uno el tiempo que desea ni las ganas que necesita. Y, si no coinciden ambas cosas, mal asunto.
Un saludo.
Me gusta el jaro (palabra que ahora ya conozco). Después de sufrimientos diversos encontró su sitio en el mundo, hasta el momento que cuentas, claro.
Interesante capítulo, muy bien narrado de principio a fin. Se lee con facilidad y con interés.
Me encanta el toque gallego, me toca la fibra ;-)
biquiños,
¿A quién le cuadra, más que a un galego, estar fuera de su tierra y añorarla?
Algunos dicen que ese sentimiento lo inventasteis vosotros.
Gracias por tus ánimos, Aldabra.
HE LEÍDO los textos de los enlaces que me enviaste y ya te he dejado un pequeño comentario.
Y sobre la "morriña" ¿qué te voy a contar?... yo la sentí muchas veces.
biquiños,
"Porque las ausencias hacen que el tiempo pase mucho más deprisa, cuando éste es el único remedio conocido para los olvidos que se ansían"
Que también son anónimos no sólo los que no desean ser conocidos, sino aquéllos a quien nadie dice ni quiere conocer.
y no pongo más, que sino transcribo :-)
Me gusta este nuevo personaje Cunmeigas, fiel y agradecido como un perro apaleado y callejero.
Y agradezco los guiños a Galicia, os "rubios" (pelirrojos) nunca foron xente atractiva en galicia ata que vimos a Nicole Kidman...
veremos a importancia deste personaxe na historia, pero se non se incorpora a ela, xa pagou a pena ler este capítulo por sí mesmo.
Los pelirrojos, por razones varias, han tenido su sanbenito en todos los lugares.
Cunmeigas, seguramente, tendrá algo más que ver en la historia.
Saludos, Zeltia.
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