Juan Escribano, el maestro
molinero, miraba pensativo la poderosa corriente del Tajo. Desde que regresara,
quince años atrás, y comprase el molino al tío Pela, las aguas se habían
convertido en el espejo móvil de su pensamiento. El reflejo de la luz sobre las
ondas invariablemente le relajaba y, su flujo constante, le hacía pensar en el
transcurrir, ya vivido, de los años pasados y en el por vivir, que aún le
quedara, en la incógnita de los venideros.
Heredó el nombre y el oficio del
hombre que lo recogió de los frailes. Eran un matrimonio de Pastrana, los
propietarios del molino de los Escribanos. Sin descendencia, llevando ya tres
años de casados, supieron de un niño abandonado a las puertas del convento
carmelita. Ser molineros era tener un seguro de comida, y ser casados por la
iglesia y gente de misa, un seguro espiritual aún más importante que el primero.
Así que los frailes, sin dudarlo, le entregaron al matrimonio a los pocos días
de que le hubieran abandonado a sus puertas. Y, con los años, le revelaría su
origen aquél a quien siempre tuvo por padre y padre fuera, que padres y madres
se les dice a los frailes y a las monjas más impropiamente, siendo célibes y
haciendo muchos menos merecimientos.
Y el recuerdo, que ya era propio,
hizo que Juan Escribano, escuchando el rumor sedante de las aguas, comenzara a
contarse a sí mismo su historia en primera persona. Aunque habría quien pudiera
pensar que, tras tanta soledad junto al río, hablara solo:
“Pero quiso la fortuna, la
voluntad de Dios, la madre Naturaleza o, tal vez, todas estas entidades juntas,
más los cocimientos de acebo, artemisa, hojas de sauce y otros ingredientes
secretos, que un cabrero amigo dio en llevar a mi señora madre, que aquel horno
apagado y dormido de su vientre despertase. Y lo hizo de tal forma, que no paró
de calentar en muchos años y así, entre vivos y malogrados, parió once
criaturas.
Por ser yo el mayor, con
diferencia de tres años al siguiente de mis hermanos, con apenas siete años ya
empecé a ayudar a mi padre. Y así aprendí el oficio y sus artes. Y, a los
dieciséis, era ya capaz de gobernar el molino, limpiar el caz, amolar las
piedras, y calcular adecuadamente las maquilas. Fue entonces cuando mi padre,
seguramente al verme capaz de defenderme, me contó mi origen.
Nada fue igual a partir de
entonces. Me sentí un peso añadido y, como si quisiera pagar por lo que no
pedí, me deslomé a trabajar en el molino, tres años más, sin que mi padre
tampoco lo pidiera. Y, cuando mi hermano Francisquillo llegó a los dieciséis y
pudo ya sustituirme en los trabajos, le dije a mi padre que ya me sentía hombre
y que quería buscarme el porvenir a mi albedrío. Mi padre me dio los dineros
que pudo pero tan apenado estaba el día que me fui, que ni siquiera me preguntó
adónde iba. Solamente me dijo:
-
Por no esperar a otros, sólo tú, Juan, llevas mi
nombre. Pobre es la herencia que te dejo. Como viniste te vas. Yo te bendigo.
Pero yo me alegré de llevarme de
mi padre algo que nadie podría quitarme. Y en Pastrana encontré, al otro día, a
un caballero llamado don Luis Sedano que se iba a Italia a enrolarse en el
Tercio Viejo de Nápoles. Me ofrecí a él y, no pareciéndole malas mis trazas,
me admitió. Pues todo soldado podía llevar consigo los mozos y criados que se
pudiera costear y éstos, a guisa de escuderos, serían aprendices de las cosas,
artes y armas de la guerra, amén de auxiliar a sus señores.
Era don Luis Sedano mucho más
orgulloso que rico y por eso me sentí afortunado de que me eligiera por su
único criado. Yo le aporté los dineros que mi padre me dio, pero él durante el
viaje, primero a Barcelona por tierra y de allí a Nápoles en la galera Santa
Ana, jamás dejó de compartir conmigo sus pesares, su hambre, sus piojos, su
exacerbado sentido del honor, su pésimo carácter, su soberbia y sus malos modos
y jamás, bajo pretexto alguno, quiso privarme de la exclusiva de llevar el peso
de sus bultos y de su impedimenta, amén de regalarme con frecuencia algún palo
que otro.
Serví a mi señor tres años. Tras
los cuales él obtuvo fortuna y yo su licencia para buscar la mía en la milicia,
ya como soldado. Y así me despedí de mi señor y solicité mi ingreso en otra
compañía distinta de la suya.
El capitán don Álvaro Cureña me
aceptó y me hizo practicar con espingardas, arcabuces y mosquetes, dada mi
corpulencia, pues eran armas pesadas que requerían fuerza para su manejo, su
uso y su transporte. Aunque antes me hizo practicar, para endurecer mis manos,
mis brazos y mis piernas, con espadas y picas y con las anticuadas y durísimas
ballestas de estribo. Por no privarme de ningún conocimiento militar avanzado,
hube de cargar impedimentos, pólvora y plomo, con mosquetón y horquilla pues,
para disparar arma tan pesada y hacer puntería, se necesitaba del apoyo.
Enseguida comencé a hacer acopio
de callos, brechas y cicatrices y eso que no participé en batallas hasta más
adelante, sino sólo en correrías y pequeñas escaramuzas. Porque, no sé por qué,
a nuestro buen rey don Felipe no le faltaban enemigos en parte ninguna.
Pero hete aquí que nuestro Católico
Monarca, don Felipe el Segundo, ya mentado, entró en enemistad con el de
Francia y, ya de paso, con el Papa que se puso de parte del francés y, como el
Duque de Alba fustigara a los franceses y aislara al Papa, se vio nuestro rey
don Felipe el Segundo excomulgado, por esos vaivenes de la política que ni
siquiera en la religión faltan, y se vio el Tercio de Nápoles, que era el mío,
trasladado a la frontera entre Flandes y Francia.
En resumen, participé en la
batalla de San Quintín y, al año siguiente, en la de Gravelinas, ambas victoriosas
para las fuerzas nuestras y, tras haber aumentado grandemente mi colección de
heridas y cicatrices, pero en la idea de no coleccionar también mutilaciones ni
quedar lisiado o entregar definitivamente mi espíritu al Señor, solicité
licenciamiento a mi Maestre de Campo. Alegué mis seis años de servicio efectivo
a la Corona como mosquetero, más los otros tres de escudero a mi señor Sedano, que
servir a quien servía a la Corona también debía ser considerado. Y, omití
el decir, que no deseaba ver más barbaridades de las vistas en aquellas dos grandes
batallas y que no deseaba tampoco irme de la cabeza por todo cuanto vi.
Alegaciones estas que no hice, para no desprestigiar a mi Tercio y que se
dudara de la fiereza, orgullo, valor y gallardía de sus integrantes, soberbios
todos como gallos de servir al Rey en los Tercios Viejos Españoles.
Siendo momento oportuno, por la
euforia de las victorias alcanzadas, la licencia me fue concedida y a los 28
años dejé el Tercio y regresé a España.
No sabiendo adónde ir, regresé a
mi tierra y oyendo que el tío Pela, ya viejo, quería vender éste, su molino del
Tajo, gasté en su adquisición mis honradas pagas de soldado y otros fondos
conseguidos a fuerza de no tener escrúpulos y luchar con los remordimientos. Y
aquí llevo más de quince años y voy ya, de los cuarenta, bien encarrilado a los
cincuenta si Dios así lo quiere y lo permite. Y así vivo ahora entre esta
canalla, que nunca conoció el oficio de soldado, sus servidumbres ni sus
glorias y que, por galardón a mis campañas, me ha otorgado el mal nombre de
Mosquete. Sí, tío Mosquete me llaman.”
-
Señor Juan, ¿otra vez hablando solo?
-
Perdona, Abeládan. Me cuesta recordar que no estoy solo
y, además, ni siquiera me doy cuenta. La costumbre.
2 comentarios:
veremos a donde nos lleva este nuevo personaje... en el gremio de los molineros.
me gustaría resaltar este párrafo particularmente:
jamás dejó de compartir conmigo sus pesares, su hambre, sus piojos, su exacerbado sentido del honor, su pésimo carácter, su soberbia y sus malos modos y jamás, bajo pretexto alguno, quiso privarme de la exclusiva de llevar el peso de sus bultos y de su impedimenta
Después de escribirlo, Zeltia, es el párrafo que más me gustó. Coincidencia.
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