Vivía Luis Dum Dum tranquilo y
ajeno a los ajetreos del siglo, que tan ocupado mantenían, por el bien de las
Españas, a su Católica Majestad don Felipe el Segundo. Y se recreaba en su
estado, diciéndose que, en la venta, no habría él de temer por perder sus
derechos o sus reinos o sus fueros o sus alianzas o ninguna otra cosa de las
que carecía, siempre que mantuviera la necesaria compostura, pues los desvelos
de los poderosos ni por asomo tenían que ver con su modesta y servicial
industria. Y gozaba sintiéndose necesario pero insignificante, próspero pero no
rico, contento pero no afortunado, interesado pero no avariento, que las cosas
buenas, y más aún las malas, no convenía que pasaran de cierta medida y,
guardando esa proporción, todas eran necesarias para la vida. Que las guerras
no las necesitaban sino los poderosos, por su desproporción en todo.
Había conocido el nombramiento de
don Ruy Gómez de Silva, en 1572, como primer Duque de Pastrana y Príncipe de Éboli
y enseguida, al año siguiente, hacía apenas un mes, el de su sucesor, don Ruy
de Silva al que larga vida concediera Dios, mientras él pudiera pasar la suya
como hasta entonces.
Sus únicas preocupaciones tenían
que ver, por sus antecedentes moriscos, con no significarse en modo alguno ante
cualquiera revestido de hábito y, especialmente, si se trataba de Dominicos del
Santo Oficio. Por otro lado, era un experimentado alojero con cuanto caballero
se presentara por la venta, siendo sus servicios más serviles, aduladores y
ceremoniosos que si le hubieran criado para monaguillo o paje del Santo Padre.
A los arrieros, comerciantes, ganaderos, artesanos, pastores, tratantes y demás
hierbas, les trataba como convenía, que venía a ser en razón de lo que tuvieran
y gastaran, a excepción, claro, de los muy asiduos o de los contados a quienes
podía llamar amigos.
Aquella tarde la venta había
quedado vacía después de la comida. Con el estómago lleno y la cabeza vacía, se
fijó en la última moza de mesón que había contratado diez días atrás. Ella
trajinaba limpiando las mesas y yendo y viniendo a la cocina. Como no estaba
casado ni tenía compromiso con mujer alguna, enseguida le vino a la cabeza, por
extraño que parezca, esa chispita que aviva la imaginación, despierta luego el
motorcillo del deseo y, termina, por dar calor entre las piernas. Y conociendo
aquel primer impulso, por haberlo sufrido numerosas veces, se dijo que era lo
natural, al hallarse mujer y hombre en soledad y bajo techo. Bebiendo un
jarrillo de vino observaba a la muchacha, ya mujer bien trazada, trajinar en su
trabajo con cierto descuido en el escote al inclinarse y un desorden en el pelo
que, a veces, le caía descuidadamente por la cara. Y estos dos últimos
detalles, lejos de inclinarle a llamarle la atención por greñuda y descotada y
repropiarle, como pedían las normas de
las casas serias, le afianzaron más en la dulce tibiedad de sus ensoñaciones y
en la posibilidad de pasarlas a limpio. Que estas cosas, cuando prenden,
siempre van a más.
La moza, en un principio, no
reparó en sus miradas pero, a los pocos minutos, se le hicieron evidentes. Y
como no era monjita reformada, sino moza de mesón, se columbró enseguida que el
patrón estaba deseando comprobar una de las facetas más importantes y
personales de las de su oficio. Y, en lugar de cohibirse, se descocó un poco
más, procurando con habilidad enseñar
más de lo que, antes de percatarse, el descuido enseñaba, y le devolvió alguna
que otra mirada acompañada de cierta sonrisilla, para cerciorar al amo de su claro
discernimiento en el asunto que se veía venir. Y el ventero, concienzudamente,
sopesó los hechos y se dijo: “Honradas o putas, siempre se sabe cuándo con
ellas va a haber entendimiento.”
-
Digo, Marcela, que si me acompañarías arriba, donde
están los atrojes, que quiero mover contigo unos sacos pesados.
-
Sí señor, no faltaría más –dijo la indina, con aún
menos seriedad que picardía.
Apenas llegaron arriba, y cuando ya
a Dum Dum se le habían ido las manos adonde más carne había, llamaron
fuertemente a la puerta. Gruñó Dum Dum y se rió la moza.
-
Anda baja y abre, mujer, que enseguida bajo yo.
Mientras bajó la mujer,
atusándose y arreglándose la ropa, y él intentaba sosegarse, pensando que hasta
en esos trances eran más disimuladas por naturaleza las mujeres, dieron sus
ojos en el fardel que los padres de Abel Adán le habían dejado trece años atrás.
Recordó que, ciertamente, por codicia, lo había abierto a los pocos días de su
marcha, pensando que pudiera tratarse de alguna riqueza o metal noble pero, al
descubrir unos artefactos que no conocía, ni entendía para qué pudieran servir,
volvió a envolver el fardel en la rústica tela y allí lo dejó, olvidándose de
él. Y tuvo que ser aquella tarde, tomándose el tiempo imprescindible para
disimular el fruto de su rijosidad frustrada, cuando puso, por casualidad y
tras tantos años, los ojos en aquel bulto polvoriento.
Casi se había perdido en su
memoria la aparición por la venta de los padres de Abel Adán, la criatura que
encomendara entonces a la moza de la venta y que ella dejara con sus familiares
en Sayatón. Recordó que la moza marchó del mesón hacía tres años, cuando
engolosinó a un caballero de Alcocer. Y él, pese a que ella, al partir, le
recordó su obligación con el muchacho, pensó que, para entonces, ya tendría cumplidos
los doce y que el trabajo que hiciera bastaría para compensar por su sustento,
sin necesidad de más dádivas suyas. Y, lo cierto, es que no había vuelto a
acordarse de él. El tiempo, con su paso terco y silencioso, no da respiro a nadie – se dijo.
4 comentarios:
Vaya putada, que le has gastado a Luis Dum Dum.
Saludos
Pues sí. Pero ten en cuenta que, como tiene a la moza tan a mano, en cuanto me discuide y vea que estoy entretenido con otros capítulos, le dará algún revolcón a mis espaldas.
Saludos, Isidro.
indina (descarada)
se columbró (no lo encontré, pero se deduce por el contexto)
usas un vocabulario que contribuye a meterse en la atmósfera de la época, pero que me obliga a ir al diccionario
:-)
merece la pena tomarse el tiempo, que voy siguiendo con gusto la historia. (pena de que abortaras el revolcón)
:-)
En realidad, Zeltia, indina procede de indigna, pero creo que lo has pillado. Miguel Delibes se lo aplicaba a las zorras (animales) y la señora del caso, sin tener hopo, compartía la denominación.
Columbrarse algo es adivinarlo por ciertos indicios. Y sí que viene en el María Moliner.
Con respecto al revolcón, no desesperes, que en las mentes de las mujeres y de los hombres de todas las épocas se alojaron siempre los mismos pensamientos. :-)
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