24 mayo 2012

Bolarque (parte 10ª)


Tras unas horas de cabalgar tranquilamente por los campos espaciosos y serenos que dejaban atrás la fragosa sierra, rodeó Sayatón, pueblo que no le interesaba, y siguió el camino hacia Pastrana.
Se iniciaba la tarde cuando se presentó en el cruce donde la Venta Miñosa se encontraba. Entró despacio en el corral y, aparte de algunas mulas y un par de carros, vio dos caballos enteros y bien enjaezados. Por las trazas, el uno debía pertenecer a un hombre de la Iglesia y, el otro, a un militar, por ir preparado a la moda de los Tercios.
Ninguno de los dos pareció agradarle a Juan Escribano. Pues, si ya por separado era de temer cualquier autoridad, era combinación muy peligrosa la de aquellas dos juntas. Así que se entretuvo un rato curioseando fuera y gastando el tiempo. Al cabo, vio salir a un clérigo de sotana raída que ayudó a subir a su briosa montura a un fraile dominico que ceñía espada y se tocaba con un sombrero parasol. Luego el clérigo montó en una mula y los dos salieron, tan desiguales en vestimenta como en montura, camino de Pastrana. Cuando les vio alejarse, entró despacio en la venta. Y, muy discretamente, se sentó en un rincón en el que había una mesa sin recoger aún.
Un caballero de su edad y aún más corpulento que él, con el inconfundible aire de la milicia, parecía dormitar con los ojos entornados y apoyado en la espada en un rincón opuesto al suyo. La penumbra no le permitió ver sus facciones.
El ventero Dum Dum le reconoció al instante y pareció alegrarse de verle más de lo que sería normal.
-        Bienvenido, señor Juan Escribano, maestro molinero y soldado licenciado del rey nuestro señor –dijo el ventero con la untuosidad servil en la palabra-, Marcela, limpia esta mesa y sírvele a don Juan vino al instante.
Fue en ese momento cuando el corpulento militar abrió los ojos y giró la cabeza hacia el aludido. Se levantó y avanzó lentamente media docena de pasos hasta situarse en el centro de la sala. Se sobrecogió el molinero por las enormes proporciones de aquel hombre, reparó en sus ojos verdes y en su poblada barba roja. Admiró la calidad de su vestimenta con la Cruz de Borgoña en el pecho, el sombrero emplumado que colgaba de su mano izquierda y la enorme mano derecha posada en el pomo del espadón. Este último detalle le hizo levantarse de inmediato: al gigante le faltaba el meñique de la mano diestra. Cómo no lo había reconocido antes, no podía ser otro.
Los dos hombres quedaron en pie, fijos el uno en el otro. El ventero enmudeció y se quedó parado y hasta Marcela se quedó suspensa con la jarra de vino en la mano.
El gigantesco jaro y el cetrino molinero no movían un pelo, no hacían un solo gesto. No se sabía si estaban a punto de acometerse como perros.
-        ¡Gravelinas! –gritó el molinero.
-        ¡Por el rey! –respondió el otro.
-        Y por nuestro honor y el dedo que distéis a cambio de mi vida, mi cabo Cunmeigas.
Y aquellas dos fieras que parecían a punto de matarse se dieron un gran abrazo y el ventero creyó ver, casi fortuitamente y sin seguridad ninguna, el reflejo fugaz de alguna lágrima.
Ambos se sentaron en la mesa que ocupaba el molinero y, quitándose la palabra el uno al otro, se empeñaron en resumir los años pasados y comprimirlos en minutos. Y el ventero y Marcela se asombraron de la intensa locuacidad de los dos hombres, tenidos por taciturnos, y de las jarras de vino que juntos despacharon.
-        Así que capitán de la guardia ducal.
-        Para lo que necesitéis.
-        Así que molinero de aceña.
-        Para serviros.
Viendo el ventero la espléndida relación de los dos hombres y la buena armonía del encuentro, creyó llegado el momento oportuno para sus propósitos.
Desde que el viejo Natalio examinó la ballesta y le informó de que no era su pertenencia permitida a plebeyos y recordando que el artefacto aquel era herencia destinada a Abeladan y sabiendo que éste andaba ahora de mozo con el molinero y poniendo todo cuidado en lo que iba a decir sobre el origen de la máquina, la bajó del atroje.
-        Quiero que vean vuestras mercedes esta máquina que algún carretero olvidó en mi corral y que, a fe mía, yo no entiendo qué pueda ser ni para qué pueda servir.
Extendió el fardo sobre otra mesa limpia y lo desenvolvió.
Los dos hombres se levantaron al instante y observaron el artefacto desmontado.
-        ¡Una ballesta de cranequín! –dijeron al unísono.
-        Hace años que las sustituyeron los mosquetes, pero sigue siendo un arma temible –dijo el capitán.
-        ¿Un arma, dice usted? –dijo el ventero santiguándose- De mil amores la pongo bajo su tutela desde ahora. Sea Dios loado por la suerte este encuentro. Yo había pensado dejarla en manos del señor Escribano, al punto de verlo, pues es el único soldado que yo conozco en la zona y, aunque licenciado, dicen que el carácter que imprime la milicia siempre queda, así como la potestad de tener estos artilugios que el diablo aleje de mí en buena hora. Pero hágase como decida usía, señor capitán, que más que nunca celebro su presencia.
-        Bien harás, ventero, dejando esto en manos de un soldado y tú, Juan, también harás lo correcto en aceptarla pues, por lo que me has contado, vives en parajes agrestes y aislados y nunca se sabe si alguna vez no pudieras necesitar de ella.
-        Pero fijaos, Cunmeigas, qué extraños ornatos y decoración trae la cureña y que extraña cualidad la de la verga.
-        Los ornatos son árabes y la verga es de acero de Damasco. Nadie ha conseguido una calidad en acero semejante, pero ellos guardan su secreto como oro en paño. Ni siquiera yo podría montar una ballesta con este templado en su verga sin utilizar el cranequín. Su potencia debe ser extraordinaria. Aprendí esto de mis encuentros, amistosos a veces y, los más, en batalla, con los turcos.
-        No sé qué hacer –dijo el molinero, mirando pensativo el arma.
-        Hazme caso, llévatela. El ventero está deseando deshacerse de ella y a ti te puede ser de utilidad, aparte de que, como soldado, tienes derecho a poseerla. Le harás un favor a este hombre. A él sólo puede, aparte de servirle de estorbo, traerle problemas. Te lo digo yo que, ahora, soy hombre de la Justicia.
Cuando los viejos compañeros de armas se despidieron y marchó cada uno por su lado, el uno hacia Pastrana y el otro de vuelta a su molino, el ventero respiró satisfecho. Juan Escribano, sin saberlo, llevaba a Abeládan su herencia y el capitán se iba encantado y orgulloso de haber encontrado al entrañable camarada que un día salvó. Sólo Marcela quedó despechada y, viendo desde la puerta marcharse a los dos hombres, comprendió que aquel casual encuentro les había distraído a ambos de los propósitos con que vinieron a la venta y ya, con el artefacto saetero ese, habían olvidado la diana que a ambos atrajera hasta allí y que ella guardaba celosamente entre las piernas. Y dando una patada en el suelo, al ver cómo se alejaban los de las saetas, dio una raboteá y se metió dentro rabiosa.

5 comentarios:

matrioska_verde dijo...

y así, en este capítulo, has hecho encajar muy bien, la historia de la ballesta.

seguro que todavía se vuelven a encontrar estos dos personajes a lo largo de la novela.

biquiños,

Soros dijo...

Gracias, Aldabra.
Casi es seguro que vuelvan a encontrarse.
Bicos.

Paz Zeltia dijo...

Dio una raboteá?
:)

Paz Zeltia dijo...

Dio una raboteá?
:)

Soros dijo...

Bueno, lo de la raboteá, es una expresión popular que he oído decir por aquí en algunos pueblos para cuando uno, repentinamente, se revuelve o se da la vuelta violentamente ante algo que le enfurece o le disgusta. La expresión me gustó.
"Cuando le menté el asunto de su hermano, no veas que raboteá pegó."
Podría ser un ejemplo.