08 marzo 2010

Fijación

Aquella mañana deambulando perezosamente de boulevard en paseo, de calles a plazas, acabó inopinadamente en el camposanto. Llegó temprano y, como no buscaba sepultura alguna ni nada en concreto, se adentró en el solitario cementerio como si éste fuera una prolongación más de los jardines y la cercana rosaleda y como si, lejos de distraerle, fuera éste un lugar beneficioso para su ensimismamiento. Viéndose allí tuvo, por un momento, la sensación de que, sin saberlo, había llegado premeditadamente.
Era el recinto, a aquellas horas, una caja de silencio abierta sólo al cielo. Los puntiagudos, esbeltos y oscuros cipreses contrastaban con la verticalidad clara, casi blanca frialdad, de las sepulturas sobre el ocre de la tierra.
Recorría los paseos mirando distraídamente las inscripciones de las lápidas, pobladas de descoloridas promesas de eterno recuerdo, de inscripciones borrosas por el musgo, de pomposos nombres de familias propietarias de los túmulos, de borrosas fotos, de fechas y fechas que pocos recordaban pero que habían sido grabadas en la piedra con la fútil intención de preservar memorias.
Tuvo, súbitamente, el pálpito de toparse con algún conocido, de haber ido allí con algún propósito, por alguna extraña llamada sin identificar. Y así fue, pero no se encontró con ninguno de los que imaginara.
La figura le observaba con indiferencia, impávida bajo una bóveda de ladrillo que, abierta a los cuatro vientos, se apoyaba en el suelo con columnas del mismo material, en una intersección de dos caminos principales. Tardó en reconocerla, pese a que la silueta le fue familiar desde un principio.
Era Blanca, una pariente lejana. Alta, delgada, pálida, como siempre, e impasible, como si el tiempo hiciera muchos años que no le hubiera pasado su minuta. ¿Cuánto hacía que no la veía? Era menor que él y, casi cuarentona, conservaba el tipo perfecto que siempre tuvo.
Cuando, en la distancia, le reconoció, convergió hacia él despacio, en contraste con su paso mucho más cadencioso de habitual paseante. Al besarse sólo susurraron sus nombres a modo de saludo y, al mirarse abiertamente a los ojos, ambos reconocieron ese fulgor intenso que extrañamente les había sacudido siempre al verse. Se quedaron muy cerca y él habló sin separar los ojos de sus ojos. Ambos con miradas oscuras. Él convencido de que ella sentía exactamente lo mismo que él. Ella callada, revestida de aquella palidez de tono azul, de frialdad impenetrable, escuchaba. Al menos, esta vez, no se habían azarado tanto como la última que, al intentar besarse en las mejillas, por el simultáneo titubeo de ambos, se besaron, sin quererlo, en la boca y luego, como avergonzados, no supieron apenas de qué hablar.
Estaba a punto de decirle cómo la encontraba y el vuelco que le había dado el corazón al verla, cuando pasó el conserje y se dirigió a ella de un modo muy extraño:
- Ya está todo listo, señora.
Ella sacó una mano del bolsillo y, fingiendo estrechar la del conserje, le dio algo, tal vez, un billete. Por fortuna el inoportuno se marchó al momento y Blanca, mirándole en silencio, se quedó con él.
-Sigues siendo tan elegante y discreta como siempre.
Ella le miró intensamente, con esa mirada negra tan parecida a la suya, pero con un amago de sonrisa. Él supo que sus palabras le habían gustado.
- Es una lástima que no te maquilles.
Ella movió lentamente la cabeza con desganado desánimo, con un abandono indiferente.
- Pues haz lo que quieras pero eres una mujer impresionante, Blanca. Lástima de palidez extrema.
Él ya sabía que tuvo un hijo con alguien que, al poco, desapareció, pero no tenía el cuerpo para preguntarle por el hijo ni por nadie y, menos, por historias ya lejanas. Pensó que era un fastidio que el encuentro no se hubiera producido en la calle, porque así le hubiera propuesto tomar un café, y le habría dado tiempo de sobra para dejarle claro, con esas palabras comedidas que tan bien empleaba y esas miradas tranquilas, sostenidas y cálidas, que no solían dejarles a la mujeres dudas, que, si en aquel mismo momento no se iba a su casa a hacerle el amor, sería porque ella no quisiera.
Vino en éstas el vendaval de un entierro, al que supuso él que ella había acudido, y ya se perdieron los dos, ella entre saludos y como en volandas, él esquivando aquella comparecencia inesperada, aquella avalancha tumultuosa de deudos lacrimosos, serios y semi enlutados a los que, en su mayor parte, conocía. Se fue alejando lentamente y la descubrió mirándole según se iba. Era la única cabeza que desentonaba y no miraba hacia donde debía.
Pensó que tenía que intentar a toda costa volver a coincidir con ella, que debía precipitar un encuentro como fuera.
Rumiando intensamente aquella idea fija, obnubilado por el deseo, al salir ojeó de pasada las esquelas. Se paró al instante. Volvió atrás, leyó de nuevo: Blanca Sapuem Meiga, falleció a los 39 años de edad, su familia y allegados…
Leyó, paralizado, con renovada pero distinta fijación, la esquela.

2 comentarios:

Insumisa dijo...

¡¡¡Saz!!!

¡Me gustó MUCHO!

:¬))

Soros dijo...

Vaya. Pues me alegro, Piel de Letras.