22 octubre 2009

Recogiendo las migajas


A la tarde, apenas llegó a la finca de La Dádiva, León, el mastín, salió a su encuentro ladrando amenazador. Sólo cuando estuvo a cuatro o cinco metros le identificó, cesó de ladrarle y caminando hacia él, confiado ya, movió amistosamente la cola. Acarició al perro, igual que le había acariciado por la mañana, y éste se pegó a él y le siguió por entre las naves y la casa de la finca.
Al parecer no había nadie. Así que, sin más, se adentró en los terrenos del coto siguiendo los pasos que la mano de cazadores había dado por la mañana, hacía sólo unas horas. Naturalmente iba sin escopeta pero confiado en encontrar alguna de las piezas que los cazadores ni se habían molestado en buscar.
Sabía que, pasado el tiempo, iba a ser difícil, pero le dolía que aquella caza se quedase en el campo sólo por desidia. En cuanto se alejó trescientos o cuatrocientos metros de las naves comenzó a ver algún bando de perdices apeonar presuroso, trasponiendo a la vista, evitando así el arrancarse a volar.
La primera había sido una perdiz que entre la mano salió hacia atrás. Laureano, que iba por el alto de una ladera de esparceta, se giró y se encaró la escopeta. A él le pareció que tardaba demasiado en disparar. Cuando lo hizo, la perdiz hizo ese movimiento casi imperceptible, como un ligero encogimiento, que a él le era tan familiar. Laureano la miró dos segundos pero, viendo que volaba con fuerza, volvió la vista al frente. Sin embargo él siguió mirando. Como a quinientos metros hizo la torre. Le avisó a Laureano pero éste dijo que siguiera la mano, que por una perdiz no se paraba. Tomó dos referencias, como hacía siempre, y continuó.
Le extrañó también que fueran tan pendientes de las perdices que no vieran las cinco liebres que les salieron o que, si las habían visto, no les tirasen.
Las otras tres eran perdices que cayeron, dos de ellas desaladas y otra en un barranco profundo junto a una terrera con el fondo lleno de maleza. En su mapa mental llevaba anotado cada sitio. Sabía que iba a ser difícil, sobre todo con las dos de ala, pero tal vez la del barranco pudiera cobrarla si había caído muerta. No había contado con la ayuda inesperada del mastín que, aunque no les había acompañado en la caza, ahora sí le acompañaba a él en la búsqueda. Y, al fin y al cabo, aunque no fuera cazador era un perro.
Recordó cómo al llegar a los confines de la finca, donde ya lindaba con el término de Santa Colomba, pararon a echar un cigarro y a tomar un trago de la bota. Les dijo que se había quedado con los puntos de donde hizo la torre la perdiz y también de donde habían caído las otras dos de ala. Ellos se sonrieron y le dijeron que no se preocupase por tal cosa. También les preguntó que por qué no llevaban perro y ellos dijeron que un perro era un incordio, que había que atenderle y darle de comer, enseñarle, controlarle para que no se adelantara y que, en aquella finca, no era necesario un perro para matar en un rato media docena de perdices. Al preguntarles por las liebres, se rieron y le dijeron, sin ningún empacho, que no les habían tirado por no cargar con ellas.
Según estaban hablando, tras un gran espino al pie de una ladera, se oyeron dos tiros cercanos y tres perdices bajaron de pico y casi a plomo desde lo alto. Julián Belamonte le quitó el seguro a la escopeta y, con una habilidad impensada para el invitado, dejó dos de las tres perdices muertas en el aire las cuales, por la inercia, cayeron a más de ochenta metros de donde estaban. Licinio no disparó a la tercera de frente, la dejó pasar tranquilamente y la abatió cuando se alejaba. Gaudeano y su hermano ni siquiera hicieron intención de disparar y felicitaron a los otros dos según iban a cobrarlas. El invitado se quedó con la boca abierta pues hubiera apostado que se tragaban las perdices. Al ver la desenvoltura de Julián y Licinio con los pájaros de pico, se dio cuenta de que aquella gente eran cazadores acostumbrados a tirar en ojeo.
Hicieron recuento. Entre los cuatro llevaban veintinueve perdices y dos liebres que había matado, estas últimas, el invitado, claro.
Pensaba que aquel día iba a ser memorable pero se quedó de piedra cuando dijeron que volverían a la casa por derecho y que por ese día ya estaba bien. Luego cuando les vio buscar el camino de tierra y emprender la vuelta juntos, de conversación, con las escopetas al hombro, se quedó de una pieza. Apenas habían cazado tres horas. Ni siquiera iban a volver atravesando los barbechos donde las perdices, voladas de los altos, se habían echado y estaban amagadas entre los terrones.
No era la una y media y ya estaban tomando cañas en el mismo bar donde desayunaron.
Así que aquella tarde el invitado, que no había parado de recordar las piezas no cobradas, apenas comió, cogió el coche y se volvió a la finca de La Dádiva y se puso a buscar las cuatro perdices que se habían dejado.
Encontrar la que hizo la torre fue coser y cantar. Tomadas las referencias la encontró enseguida, si bien un poco más cerca de lo que él esperaba. Sabía que las perdices que hacen la torre se quedan donde cayeron pues, tras ascender verticalmente de modo sorprendente para el profano, se quedan muertas en el aire. Dejó que el perro la cogiera y luego le acarició y le sopló en la nariz para que la soltara en su mano.
Para bajar a por la que cayó en el barranco se lo pensó un rato porque le parecía que, si no la encontraba, iba a ser un gran esfuerzo el bajar y más el subir por aquella inclinación tan pronunciada. Finalmente bajó. El mastín esperó arriba pues, por su peso, le asustó la pendiente del abrupto barranco. Afortunadamente el fondo, aunque tapado por juncos y ramas, era un lecho de arena seca. Allí estaba tiesa la perdiz.
Andaba buscando una de las de ala cuando un tractor, atravesando por la finca, vino hacia él. Era Luis, el encargado, que antes de salir esa mañana les había saludado en la casa. Al reconocerle le preguntó sorprendido qué estaba haciendo. Se lo explicó. El encargado le dijo que no le extrañaba, que los dueños y sus amistades eran gente que no apreciaba lo que tenían porque lo habían tenido desde siempre y eso había sido así, en aquella familia, desde generaciones.
Notó que al encargado le había caído bien. No encontró las de ala pero al menos se repartió, a medias, las cuatro piezas con el campo.

2 comentarios:

isidro dijo...

Pobre señor... el invitado este.
Mal 12 de octubre pasó, por la mañana casi le da algo hasta que arrancaron a cazar, luego... no corta pluma, y antes de que se empieze a calentar le cortan la mano. Menos mal, que luego partió con el campo como es lo normal.
Ahora... los señoritos, bien eh... entre cuatro 29 perdices en mano y en menos de tres horas...
Claro... es que con apellidos como Belamonte y Gándara ya se puede.

Saludos SOROS y hasta la siguiente.

Soros dijo...

Efectivamente, Isidro, lo has pillado. Así son las cosas, cuando la gente se junta con señores de abolengo, de esos de toda la vida.
Saludos.