03 octubre 2009

La tabernera de la taberna de la señá Dolores


Pero volviendo al hilo de la historia, aquella abuela, siendo una chiquilla, se vino del pueblo a la ciudad y comenzó de criada a los 12 años, y lo fue en una sola casa de la que salió para casarse. Eso decía mucho y bueno de la chica. Y es que, con los años, supo ganarse el aprecio del ama, y el de la familia entera, por aplicarse cada día más en ser hacendosa y no en las artimañas propias de algunas de su oficio, como solían ser las mentiras, las sisas y otros hurtos. De esta manera, por su buena condición, fue considerada en la respetable casa del coronel Maroto como una más de la familia. Del seno de aquel hogar salió para sus nupcias y, por todo lo dicho, se sintió bastante su marcha en el caserón del militar.
Pero la ilusión de Narcisa, la muchacha del pueblo donde todas las mujeres tenían nombre de flor, se amustió tan pronto como las florecillas silvestres con los calores del estío. Al casarse, se tornó de criada en tabernera con lo que su condición, lejos de mejorar, empeoró. Así, tras cuidarse de marido y casa, había de encargarse también de la taberna de su suegra y de su misma suegra que, vieja ya y postrada, apenas era dueña de su cuerpo. Por si lo ya dicho le dejara algo de tiempo y para evitar la holganza, perdición del ser humano en general y de la mujer en particular, había de cuidar de un cuñado soltero que con ellos vivía. El cuñado, aparte de ayudar a la suegra en el arte de dar compañía y trabajo a la nueva pareja, tenía, en la misma calle, una barbería cuyos paños había de lavar Narcisa en los ratos que le quedaban libres para sacudirse las orejas.
En la taberna tenía que servir, derrochando paciencia para con la gramática parda y las procacidades, a los sedientos crónicos, entonces y siempre abundantes en este país nuestro de sequías, a los gaznates con tendencia al reseco y a los aclara gargüeros matutinos, todos ellos empedernidos levantadores de codo de similar dedicación y notoria perseverancia. Además, cada pocos días, limpiaba conejos, liebres y perdices y luego de estofarlos, porque escabechando se iban las ganancias en aceite, los servía como almuerzo, comida, merienda o cena a los fieles parroquianos, siempre a precios módicos pues no estaban las economías para abusos.
Eran éstas, las piezas de caza, las viandas habituales entonces en las tabernas, junto con los pajaritos fritos, el escabeche, el bacalao, las sardinas arengues, la congria rancia, las ensaladas de tomate, cebolla y pepino y algunas galletas que a los clientes les gustaba mojar o tomar con el vino, especialmente si era mistela o moscatel o, incluso, con los vinos abocados y con todos los que fueran dulces, que algunos llamaban entonces vinos de la curia.
En ocasiones señaladas, o por encargo, se hacían flores de sartén, gachas, mostillo, papartas, picatostes, empanadillas, fritillos, buñuelos y natillas que salían de grandes sartenes negras y fondonas ancladas sobre trébedes; y también magdalenas, bizcochos de soletilla o perrunillas salidas del horno de la tahona más cercana, después de la cotidiana cochura y con el horno suave ya, para aprovechar de éste hasta la última vaharada de calor.
Fundamentalmente la carne que comía el común de los mortales venía de la caza, pues los capones, las gallinas, los cerdos, los pichones y los corderos eran viandas que sólo se comían en contadas ocasiones y que, en el caso de las matanzas, habían de panearse y hacerse durar tanto como el año.
Así que los cazadores, aparte de clientes habituales, eran proveedores ocasionales de las tabernas. Se consideraba cazadores a la gente que, entonces, aún vivía de la caza o, para vivir, se auxiliaba de ella y no precisamente como ahora, que también hay quien controla cotos desde un despacho. Eran entonces personas ajenas a la especulación y a los negocios que, cazando por libre y en terrenos libres, que eran entonces los que preponderaban, regresaban a casa tras una buena caminata con unas pocas piezas conseguidas con esfuerzo y astucia que, o bien conseguían vender a bares, tabernas o particulares, o bien pasaban a mejorar la dieta familiar. Dieta ésta que por entonces, y sin necesidad de endocrinos y dietistas, solía ser de por sí bastante magra aunque quizás, en su conjunto, más equilibrada que el desorden de comidas que hoy es fácil llevar.
Ciertamente, había también señoritos que se dedicaban a la caza como un pasatiempo, una afición o un entretenimiento que les permitiera alternar las pocas obligaciones que tenían con el tedio de las veladas del casino, el humo de las partidas en los cafés, el cansancio de las tertulias provincianas, el hastío postcoital de la querida y la monótona vida familiar. Todo este hatajo de pisaverdes, lechuguinos, aristócratas, crápulas y petimetres de vida frívola y desocupada fueron los primeros que comenzaron a dar mala fama a la caza pues, sin necesitar de esta actividad para comer y mucho menos para vivir, no dudaban en acotar términos y en organizar en ellos ojeos y batidas para su capricho. Y todo lo hacían usando como único argumento el peso de su dinero y su influencia. Así dieron muchos de ellos en pasar el rato matando lo que no iban a consumir y, a veces, ni a aprovechar y privando de esa comida a quienes la precisaban. Abundaban, entre ellos, la nobleza capitalina o provinciana, caciques con sus influencias y sus títulos de duques, condes, marqueses, barones, caballeros y demás fauna heráldica que, por otro lado, solían ser además propietarios de extensas fincas. No parecía sino que el tener un escudo de armas les obligaba al uso de las mismas por simple capricho y diversión, curiosa relación.
Bajaban por entonces gentes, de los términos cercanos, al mercado de los martes, y también de los cuarteles del monte: Villaflores, Alcohete, Mendieta, La Rueda, Piedras Menaras, de lo de Fluiters y demás, que era donde más caza había; los unos con algunas pocas piezas para vender y los otros, los de los cotos, con borriquillos cargados de conejos y liebres destripados pero sin espelletar y de perdices sin pelar. Eran otros muchos los negocios por los que a la capital acudían pero no desdeñaban tampoco el de vender la poca o mucha caza que trajeran.
Los pastos, en las lindes de muchos montes y términos, tenían que estar protegidos por alambreras por la gran afluencia, sobre todo, de conejos. Eran las épocas doradas de la caza menor. Los roedores no conocían enfermedad alguna y proliferaban casi como las plagas bíblicas. Y bien lo supo Narcisa, la tabernera de la taberna de la señá Dolores por los cientos de ellos que avió en su vida.

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