31 octubre 2009

La Noche de las Ánimas


Hace tantos años de aquella noche que ya no vive ninguno, ni uno siquiera, de los que por aquel tiempo vivían y comían, como nosotros vivimos y comemos ahora.
Algunos estuvieron en cocinas, como ésta, antes de salir para sus viajes, tomaron la cena en mesas como ésta en la que nosotros cenamos ahora, también en cocinas amplias y caldeadas y en casas, muy parecidas a la nuestra, protegidas del frío hielo de la noche, y también de cualquier peligro, por gruesas puertas y ventanas, todas candadas, y con los cerrojos bien echados.
Fijaos si hará tiempo y tiempo que esto ocurrió que, a duras penas y preguntando de pueblo en pueblo a cada viejo, podríamos encontrar difícilmente alguno, hombre o mujer, que supiera de algún caso parecido. Pero seguro que tendría que ser alguien muy viejo y reviejo, por lo menos de cien años o más, quien, tal vez, recordase a alguno que se aventurase a salir a los caminos en tal noche como ésta. Yo, que también tengo muchos años, no conozco a ninguno. Esta historia me la contó mi abuelo y, a él, se la había contado también su abuelo. Así que fijaos si será la cosa antigua.
Pues, veréis, resulta que la feria grande de Halamazán se celebraba por entonces el 1 de noviembre. A ella acudían pastores con rebaños, porqueros con piaras, vaqueros con puntas de vacas, cabreros con sus chotas y arrieros con reatas de mulas, burros, machos, yeguas y caballos, además de muchos comerciantes y curiosos procedentes de todos los pueblos de esta comarca, de la Sierra del Gran Trascuende y del Muedo.
Entonces le llamaban, al día uno de noviembre, día de Todos los Santos y era un día gozoso, de fiesta en todas partes y también en Halamazán con su gran feria. Se pensaba que, en ese día, todos los que habían vivido y luego muerto, habían, tarde o temprano, alcanzado la gloria de los cielos y, así, eran ahora santos y vivían muy felices en otra vida y en otro lugar. Había, como hay siempre, gente que no se creía estas cosas, pero esos eran los menos.
Pero, claro, de lo que hubieran pasado y padecido, los que se convirtieron en santos, hasta ese momento, nadie quería cuentas ni cuentos. Porque, sobre todo los cuentos, hacían referencia al periodo en el que, las almas de los difuntos, habían vagado, penando y purgando sus culpas, en lo que se conocía como la Noche de las Ánimas. Y también se sabía que, aunque se le llamaba noche, no era sólo una. Que no se sabía cuántas podían ser. Porque la Noche de las Ánimas podía durar años para algunos y apenas instantes para otros. Y, también, porque nadie había vuelto para contarlo con pelos y señales. Y, ¿cuándo creéis vosotros que se conmemora esa Noche de las Ánimas?
- Tío Golgodos, ¿qué es conmemora?
- Que se recuerda.
- Tío Golgodos, ¿qué son ánimas?
- Las almas de los difuntos, o sea, de los muertos. Y, que lo sepáis, todo eso que os he dicho se conmemora esta misma noche: la Noche de las Ánimas.
- ¡Ahí va!
Pues veréis. Como siempre, por aquel entonces, todos querían ir a la feria de Halamazán, que era tal día como mañana, para hacer sus negocios, comprar o vender y llevar allí sus productos y sus cosas. Pero lo que no querían, de ninguna de las maneras, era viajar en una noche como ésta. Así que todos se iban el día de antes para, en llegando allí, cobijarse en posadas y pensiones y pasar esta noche protegidos y a salvo de cualquier peligro de los que, a decir de todos, estaba esta noche llena.
Sin embargo hubo un hombre que se creía muy listo, un tío con más vista que un galápago que…
- Tío Golgodos, ¿qué es un galápago?
- Pues… ¡Uhm… un animal que ve muy bien de lejos, y calla ya y escucha!
Pues ese hombre, que se llamaba Juan Herrón, pensó que, viajando por la noche con su hijo, que era un chico así como vosotros, se evitaría tener que pagar la posada de ambos más las cenas y que, además, al llegar muy temprano a la plaza de Halamazán, vendería sus mercancías y los animales que a tal fin llevaba, el primero de todos y al mejor precio, por madrugador. Porque él siempre había oído eso de: “A quien madruga Dios le ayuda” y él, aunque de Dios no sabía mucho, sí que sabía muy bien decir a tiempo los refranes, sobre todo, aquéllos que le daban la razón. Por eso pensó que, para madrugar, lo mejor era no acostarse y pasar aquella noche haciendo el viaje.
Los de su pueblo, cuando le vieron aparejar la yegua y preparar los tres burros de carga reatados con las mercancías, le preguntaron si pensaba salir a aquellas horas, echándose ya más la noche que cayendo la tarde. Y Juan Herrón les dijo que si acaso estaban ciegos y no veían que estaba a punto de marcharse. Ellos le dijeron que en esa noche, la Noche de las Ánimas, nadie viajaba, que no se sabía con lo que uno podía encontrarse, que todo el mundo se había ido a la feria aquella mañana, que no saliese, que era muy peligroso… Pero, Juan Herrón, que no clavaba clavos con la cabeza porque no quería molestarse, les dijo que él no temía más que a los animales de dos patas y que, estando todos esos recogidos esa noche con tanta precaución, según ellos le aseguraban, más tranquilo que nunca viajarían su chico y él. Y que los cuidados de las ánimas a ellos se los dejaba, ya que tan bien las conocían.
Por último, los de su pueblo, viendo imposible detener a Juan, le rogaron que no llevase al chico, que le dejase en el pueblo, que ellos le cuidarían. A lo que Juan Herrón les dijo que, a su hijo, le sería de provecho hacerse hombre a su lado y no gallina al lado de ellos y, sin más, partieron padre e hijo, ambos en la jaca, muy ufanos, seguidos por la reata de los tres pollinos.
El cielo estaba almohadillado de nubes espesas que, con la oscuridad progresiva de la noche, parecían ya negras. El aire se detuvo y, cuando se quedó todo calmo y en el campo no se sentía más que el frío y no se oía sino el rítmico caminar de las caballerías, comenzó mansamente a nevar.
Juan Herrón no contaba con eso y, molesto, lanzó un juramento. Deslió una manta que llevaba en la grupa y se la echó por los hombros a su hijo que, con diez años, iba sentado a horcajadas sobre la yegua delante de su padre.
Como la nieve arreciaba se desvió, apenas a una hora del pueblo, poco más de un hectómetro para refugiarse en la Venta Carrasco. Mucho tardó en abrirle, pues ya había cerrado a cal y canto, el tío Norbertazo, dueño de la venta, que no esperaba en tal día o, mejor dicho, en tal noche, a cliente alguno.
- Pero, Juan Herrón, ¡tú tenías que ser! ¡Viajar en una noche como ésta! Y, por lo que veo con el chico, ¡tú estás majareta!
- Se calle usted y me ponga un aguardiente y, al chico, le dé una galleta.
El tío Norbertazo, curandero, recolector de hierbas y sanador por el pelo, la lana y las plumas, les atendió y les dio conversación, dando por sentado que, por fortuna para ellos, pasarían aquella noche allí, que era lugar seguro. Sin embargo, Juan Herrón le desengañó cuando, a las dos horas y viendo que había amainado el temporal de nieve, espabiló al chico y le dijo al tío Norbertazo que le cobrara, que se iba.
- Loco estás si lo haces –dijo el tío Norbertazo- y más con esta criatura. Hay fuerzas que ninguno conocemos y, por eso, es mejor no tentarlas. Ten en cuenta que, el que esto te dice, sabe de lo que habla y ha vivido más que tú.
- Sí, sobre todo de otros, engañando a cuando bobo aparece por aquí pidiendo ayuda. La noche, con el blanco de la nieve, se ha hecho más luminosa, y, en cuanto se nos hagan los ojos, casi veremos como de día. Guarda tu ayuda para los temerosos o los tontos.
- Ojalá que no la eches en falta –dijo el tío Norberto, muy picado por la arrogancia de Juan Herrón, y cerró de sopetón la puerta.
Ya llevaban un buen trecho y el chico se había dormido entre los brazos de su padre que, al tiempo que lo sujetaban, agarraban las riendas de la yegua. Una niebla espesa se adueñó del paraje y Juan Herrón perdió la referencia del lugar donde podían encontrarse. Se imaginó que él también se había podido adormilar un rato y supuso que el buen sentido de su yegua, acostumbrada a aquel camino, les ayudaría a salir airosos de la situación. Era muy incómoda la sensación de no saber donde se encontraban. Entre la nieve, la niebla y la noche, todas palabras que empiezan por negación, se encontraba en una especie de nebulosa bastante inquietante.
De repente se sobresaltó. Unas campanas tañeron con fuerza inusitada a la altura de, lo que el calculaba que debiera estar, el pueblo de Morenglos. Sí, tenían que ser las de Morenglos. Mas, de repente, se sobresaltó todavía más: Morenglos llevaba abandonado muchos años. Él nunca había conocido aquel pueblo habitado, cómo podía estar escuchando aquellos tañidos, tan potentes, en mitad de la nada. No quiso despertar al chico pero, pasada media hora, los tañidos de campanas aún les acompañaban. Y, a medida que iban avanzando, oyó nuevas campanas que se acercaban o alejaban según caminaban con sus caballerías. Sin embargo, aquello era imposible. Sabía que eran todos pueblos de antaño, lugares despoblados, aquéllos por los que atravesaba. Así de Morenglos pasó a Osecilla, a San Vicente, luego a Torralbilla, a Castilpelayo, después a Ardachosa, a Matamala, a Viperinas… y no podía entender cómo de todos aquellos pueblos, que él jamás vio poblados y de los que, en algún caso, apenas quedaban ruinas, le llegaban nítidos tañidos de campana. Pensó en las ánimas pero, no podía ser, tenía que estar perdido y estar escuchando tañidos de las campanas de las iglesias de otros pueblos. Seguro que, en cuento clarease el alba, se desharía aquel malentendido.
Por fin, cesaron los tañidos. Dio gracias por el final de aquella pesadilla pero, al darlas, reparó en que la yegua estaba parada y la reata de burros como petrificada. Era raro, en los tres años que llevaba con aquella yegua, el que hubiera tenido que emplear la espuela con ella. La espoleó suavemente. El animal no se movió ni dejó de mirar al frente, con las orejas tiesas, como si pudiera taladrar con sus ojos la espesura de la niebla. La espoleó con fuerza un par de veces y tampoco hubo respuesta por parte de la jaca. La espoleó con saña, pero no movió una oreja. Sacó una fusta y ya tenía la mano levantada para estrellar la fusta contra el poderoso cuello de la yegua cuando los rebuznos de los burros, tirando hacia atrás le alertaron de que algo extraño sucedía. Descabalgó e intento calmar a los animales, que no hacían más que recular, presos de una inquietud inusitada. Fue entonces cuando, clara, nítidamente, llegó hasta él el cercano aullido del lobo. El escalofrío del miedo, cien veces más potente que el del frío, le atenazó hasta las entrañas.
Instintivamente fue a recoger a su hijo, al que, envuelto en la manta, había depositado en el suelo al apearse de la yegua. Los burros y la yegua, aprovechando su desatención, huyeron aterrados y desaparecieron en esa oscuridad, en blanco y negro, que le rodeaba. Se hizo el silencio totalmente cuando las pisadas de sus caballerías terminaron de perderse definitivamente en una dirección imposible de precisar.
Pensó Juan Herrón que, si había lobos, la habrían tomado con las bestias y eso les daría a ellos una oportunidad de escapar. Pensó también que vestían ropa de abrigo, que tenían una manta, que él conservaba su fusta y que, además, llevaba una faca, con un palmo de hoja, para defenderse si llegara el caso. Al amanecer sería cuestión de buscar a los animales y ver qué había pasado. También llevaba consigo todo el dinero que sacó de casa. Le tranquilizó el comprobarlo, mas reparó que de ninguna utilidad le era en aquellas circunstancias. Y dicen que el dinero todo lo puede, pensó para sí.
Calculó que tendría que encontrarse muy cerca del paso del Congosto y pensó en ir a refugiarse con su hijo a una de sus muchas cuevas y recovecos. El chico se había espabilado totalmente y se agarraba a su mano visiblemente asustado. Al menos no se oía ahora al lobo. Tras caminar una media hora se salieron un poco a la derecha y dieron con una pared de piedra. Tuvieron suerte, porque enseguida encontraron un hueco que, un poco más dentro, se ensanchaba. Encendió una cerilla Juan y vio que era una cueva. Enseguida se echaron al suelo para pasar la noche, allí resguardados, compartiendo su calor corporal bajo la manta.
El chico se empezaba a dormir al cobijo y calor de su padre. Éste, sin embargo, no conseguía adormilarse, al contrario, al poco rato comenzó a alertarse. Primeramente oyó como el ruido gutural de un ronquidillo apenas perceptible. Al poco lo volvió a oír, algo más fuerte, pero ahora desplazándose. Tenían compañía, era algo que había dentro de la cueva. Volvió a sonar, esta vez más fuerte. El chico lo oyó también y despertó e, incorporándose, se aferro al brazo de su padre. Repentinamente el sonido ronco aumentó paulatina pero rápidamente de frecuencia. En un momento se había convertido en un silbido enervante y aterrador. Juan Herrón supo enseguida que era la culebra, seguramente metida en la cueva para el letargo del invierno, y salieron de estampida el chico y él. Pasaron la salida de la cueva corriendo por el sobresalto y raspándose dolorosamente rostro y manos por la oscuridad. Luego, no pararon de correr, internándose en lo negro de la noche, hasta que, cogidos de la mano, tropezaron y se sintieron caer rodando una ladera abajo.
Se hizo el silencio dentro del silencio, la oscuridad dentro de la oscuridad.
Curiosamente, cuando apareció el chico, hablaba de perros aulladores, de serpientes que silbaban en la oscuridad, de corzos ladradores, de bramidos de ciervos, de hombres a caballo, de graznidos de cuervos, de iglesias con velas y lamparillas, de pueblos en ruinas… pero, de su padre, sólo recordaba que, antes de separarse, volaron un poquito, juntos en la oscuridad.
Lo encontraron a los dos días, contra todo pronóstico, a menos de un kilómetro de su pueblo, en un prado. Al padre no le encontraron nunca. Desde entonces, al prado donde apareció el chico, lo llaman el Prao Juanarrón porque los nombres con el tiempo, al igual que la realidad, van sufriendo deformaciones.

6 comentarios:

Paz Zeltia dijo...

uff, qué miedo jajaja
y yo no soy muy miedosa eh,
lo era de niña,
por historias como ésta.
no tenía miedo al lobo (bueno, algo sí), pero a quien tenía miedo era a los "difuntos", fíjate tú, pobriños.

y claro, después se me pasó el miedo, pero éso fué por no creer en otra vida.
si no existe para lo bueno,
que no me joda con los difuntos y las ánimas!

:-)

y con ésas estoy segura de que si me viese en entre la oscuridad y la niebla, con los ruidos que no puedo identificar, y los animales asustados... ma-ma-í-ña ¡quien me vería rezaaar! jajaja

muy bueno el cuento ¿eh?
¡un verdadero cuento de miedo!

Soros dijo...

Si te gusta el cuento te lo presto para el Magosto. ;-)
Aunque me imagino que por allá tenéis bastante con la Santa Compaña.:-))
Hasta otra, Zeltia.

Paz Zeltia dijo...

bueno, pues mira,
me lo llevo!

(tcks! estoy sin impresora -tinta- en casa.
bueno, tengo que ir a llevar la baja al curro, así que aprovecharé los recursos de la administración que todos pagamos!
si es que encima lo digo)

y sí, pero la santa compaña desde que las aldeas están llenas de carreteras, y la gente tiene aparcado el coche en el garaje,
lo usa si se tiene que desplazaar de noche,
en vez de ir por las corredoiras y los caminos que atravesaban bosques (ahora la mayoría llenos de maleza)
con lo que la santa compaña está muy desprestigiada...
al último de la fila que le hayan pillado, todavía debe andar vagando por ahí sin encontrar sustituto a quien endilgarle la vela!

Soros dijo...

¡Ojalá que les guste!
Me dejas triste con el descrédito de la Santa Compaña, con el misterio que me daba a mí siempre el llegara a Galicia, siempre para mí, tierra sagrada y misteriosa.
Ya se ve, nada es lo que era.

Ángeles dijo...

Me ha gustado mucho esta historia, porque me encantan los misterios y los miedos.
Y me ha gustado mucho eso de 'las palabras que empiezan con una negación'.
Saludos.

Soros dijo...

Me alegro de que te gustase, Ángeles. Lo escribí para unos chicos y creo que les ha gustado también. La noche de las ánimas se presta a que conservemos también nuestras tradiciones. Mi abuela me contaba esa noche cuentos. Y también por esas fechas ya habían empezado las nevadas por Castilla.
Gracias por tu amable comentario.