20 octubre 2009

Genio, figura y el sol que se empeña en ponerse


“Mirad que estáis viejo y que ya no tiene el pecado
qué roer en vos: dejad la mujercilla que embarazáis
inútil, que cansáis enfermo; mirad que el mismo
diablo os desprecia ya por trasto embarazoso y la
misma culpa tiene asco de vos.”

(Los Sueños, Francisco de Quevedo)


Al día siguiente de encontrarme casualmente con el Colás y saber de su desgracia fui a su casa como le había dicho. Pasadas las ocho de la tarde llamaba al portero automático. Enseguida me identificó y me abrió.
Mientras subía al cuarto piso me pregunté cómo el Colás, según estaba de las piernas, se las arreglaría para subir y bajar cada día. Me imaginé las angustias de su mujer al sentirse enferma y empeñarse en subir a su casa, buscando refugio, remolcada de su correa, de la correa de un hombre, sin estabilidad ni fuerzas, de más de ochenta años.
En un segundo me llevó la memoria más de treinta años atrás. Entonces subimos al Colás por aquella misma escalera estrecha. No había manera de maniobrar con la camilla. Julio y yo vimos que la mejor solución era ponerle, paralizado de medio cuerpo como estaba, en una manta. Así, hecho un ovillo en ella, pudimos subirle hasta su casa y depositarle en la cama. Al terminar, nos miramos y pensamos lo mismo sin decirlo: aquel hombre no parecía el Colás, parecía un trapo, un pelele. No imaginábamos que saliera de aquella.
Fue por ayudar a su hermano Manolo, al que habían tenido que cortar las piernas. Iba muy a menudo al pueblo a ocuparse de las tierras de éste, y a cavarle la huerta en el buen tiempo. Después de su jornada de albañil subía en una moto pequeña a lo de Manolo, hasta que un anochecer alguien le dio un golpe y le dejó tirado inconsciente fuera de la cuneta. A la mañana siguiente lo encontraron. Tardó más de un mes en volver en sí. Luego tuvo rehabilitación durante mucho tiempo.
Sigo subiendo y recuerdo que, en cuanto pudo ponerse en pie, medio arrastrando la mitad torpe de su cuerpo, se puso de ejercicio el echarse la escopeta a la cara. Era una obsesión. También se compró un azadón y, medio arrastras, se salía a un descampado enfrente de su casa y cavaba, como podía, con la ilusión puesta en ganar fuerza en el lado dormido de su cuerpo. Subía y bajaba de su piso también a duras penas. Enseguida pudo andar, hasta que un buen día me dijo:
- ¿Sabes, Sarvi? He subido andando a mi pueblo. Sí.
- No me lo creo –dije, porque no me imaginaba el medio cuerpo útil del Colás tirando del otro medio.
- Pues bien alto lo puedes decir, me subí por la cuesta San Cristóbal, luego crucé el monte a salir a lo de Alcohete y de allí, por lo más llano, a mi pueblo. Sí.
Entonces su ilusión era otra vez la caza. Cojeaba, pero iba a mejor. Y desde entonces, siempre que me era posible, le llevé conmigo.
- Las perdices ya no están pa mis uñas, Sarvi –me dijo un día en el coto social.
- ¿Y eso? –dije haciéndome el nuevo.
- Papo, entre que con el ojo del lao malo veo mal, porque me sa quedao vago, y lo que tardo en encarar… tú me dirás. Chacho, dices tú de perdices. Según les cascaba yo antes. Ahora... alguna liebre, seguro que me trompico. Sí.
Y así fue. Siguió cazando conmigo algunas veces y en su pueblo siempre, como toda la vida.
Hace ya unos años vendió la escopeta y lo dejó definitivamente. Aunque con los cepos estoy seguro que unas cuantas veces se la habrá jugado a los de los cotos del contorno.

Al llegar al rellano me ha dejado la puerta abierta y por el ambiente y el trajín veo que ha terminado de cenar hace un momento. La mesa camilla tiene aún por encima algunas migas y en la casa se respira olor de pescado frito. Enseguida viene renqueando de la cocina y veo que le lleva lo suyo llegar a la mesa. Aunque se trata de un piso pequeño, de las primeras viviendas sociales que se dieron, parece que se le hacen largas las distancias.
Quiere sacarme vino, quiere darme tabaco. Tardo en desengañarle nuevamente, como siempre, de que no fumo y que tampoco quiero beber.
Hablamos primero de la andaluza y de los cincuenta años que hicieron de casados. De que cómo, después de tanta vida juntos, no la iba él a llevar en su corazón. De lo buena persona que era, sobre todo, en contraste con él: juerguista, cantarín, algo mentiroso y faldero… De que si no hubiera sido por ella él ya estaría muerto… Luego le pregunto por las hijas y los nietos. Trámite.
Sale la caza. ¡Cómo no! Y repasamos cien y una historias en las que siempre me deja claro que, aunque al final aprendiera a tirar a las perdices, no llegué nunca a mojarle la oreja ni a llegar a su altura en lo del pelo. Y le digo que lleva razón, entre otras cosas, porque es la pura verdad.
- ¿Y la Juani? ¿Te acuerdas de la Juani?
- Menuda perra, Colás, ¡cómo no me voy a acordar!
- ¡Qué sanguina que era! O los ahuecaba o los mataba en el zarzón. Sí.
- ¡Lástima que no los sacara y luego tuvieras que meterte tú a gatas!
- Era el único detecto que tenía la criaturita. Se ve que, al animalito, no le enseñamos como es debido y luego, pues la que pasa. Sí.
- ¿Qué fue de ella? ¿Murió de vieja?
- Quiá, me la mataron por las putas envidias… –y se queda un rato cavilando, con los ojos mustios- La envenenaron. Sí.
Tocamos luego el tema del cante, el de Bailén, el pueblo de la andaluza, el de los toros…
Y se calienta tanto que pierde el norte.
- ¿Tú no crees que aún me podrían educar a mí la voz?
- Hombre, Colás, a estas alturas…
- Si ya se lo dijeron a mi pobre madre. Pero la mujer, qué iba a hacer, éramos seis hijos y en cuanto valíamos estábamos en el campo… yo, a los ocho años. Así que, pa educarme a mí la voz estaban los tiempos.
Y se calla pero no se queda convencido y prueba con la caza a ver lo que le digo:
- No tenía que haber vendido la escopeta, Sarvi. Aunque no matara na, sólo por la ilusión de salir al campo a entretenerme…
- Yo creo que hiciste bien, bastante es que aún te pegas buenos paseos por la ciudad –digo para no desanimarle del todo.
Por último dice alguna picardía de mujeres y le sigo la broma porque parece que, a ratos, pese a la cojera, a la deformación de la columna, a la sordera que cada día se apodera más de él, a la poca vista que le queda y a haberse quedado solo, no renuncia a querer ser él mismo hasta el último momento. Llego a la conclusión de que por dentro nunca nos hacemos viejos y no queremos abandonar la ilusión de encontrar pajarillos en los nidos de antaño. Los primeros en querer engañarnos somos nosotros mismos.
Al cabo de la hora, que entre unas cosas y otras se ha pasado, le digo que me voy.
- ¿Papo, qué prisa tienes? Espera que abro ahora mismo una botella de vino.
- Que no, Colás, que ya te he dicho que no quiero.
- Pues fúmate un purillo de estos míos o de esos que me has traído, que no te he dao ni las gracias, hombre.
- Que no, Colás. Y tú pórtate bien y no te des a la mala vida ahora que no está la andaluza –le digo medio en broma medio en serio, porque le conozco.
- Mia, el caso es que ya no fumaba y hace cosa de un mes me he enganchao otra vez.
- ¿Lo estás viendo? Eso ya lo sabía yo.
- Lo que hace falta es que nos veamos. Como siempre.
- Hasta otra, Colás.
- Hasta que quieras, Sarvi.
Cuando bajo las escaleras tengo una mezcla de tristeza y de desvalimiento ante la vida. Puede que el Colás, más por la imagen que da que por su actitud, me haya contagiado. Le deseo, y me deseo, aquello que una vez le oí cantar, entonces por Farina:
“La luz de mis ojos la llevo en el alma
no tengo más pistas que en mi corazón.
En mi vida oscura camino con calma
siguiendo mi ruta con resignación…”

2 comentarios:

isidro dijo...

Ya sé que te hubiera gustado visitar a tu amigo Colas por otros motivos y no precisamente por este, pero a pesar de ello, estoy seguro... que esta visita ha sido muy gratificante para ti, y más con esta persona con la que tantas vivencias has compartido, a la cual la sobra genio figura y categoría.

Soros dijo...

Lo que es el Colás es un personaje de novela. Pero llevas razón, me gustó ir a verle aunque más me gustaba verle antes alegre y con fuerzas pero, ya sabes, al futuro no le gusta ver a nadie bien.
Saludos, Isidro.