Sólo pasaron dos días. Al regresar aquella noche hubo de atravesar el viaducto, como todas, en dirección a la residencia. Había pasado la tarde en la cafetería Eslava con varios de aquellos profesores y estudiantes a los que tanto admiraba y a los que pudo invitar aquella noche a una ronda, sin contarles el origen de su inesperada pujanza económica. Iba pensando en los libros que aquella mañana había encargado en la librería de la cuesta de San Salvador. Le habían dicho que en una semana a lo sumo los tendría allí.
Al llegar al centro del viaducto un hombre de unos treinta años le pidió fuego. Al echarse la mano al bolsillo el hombre le mostró una identificación de policía que Lázaro, súbitamente nervioso, no llegó casi a ver pero de cuya autenticidad no dudó. En ese mismo momento, otro hombre, algo más joven, que debía venir detrás de él llegó a su altura y así Lázaro quedó entre ambos.
- Lleva usted poco por aquí, ¿verdad? –dijo el mayor de los hombres.
- Sí, apenas un mes –contestó Lázaro, tímidamente y en estado de alerta.
- ¿Sabe usted que en la parte del ensanche, al otro lado del viaducto, hubo un campo de prisioneros?
- No, no lo sabía –Lázaro casi había perdido la voz.
- Pues sí, lo hubo. Todas las mañanas atravesaban este viaducto para ir a reconstruir la ciudad, en ruinas por la guerra, ya sabe… Algunos, cansados de la dureza de su vida, saltaron por esta barandilla para no enfrentarse a un destino que veían sin salida. Claro que de eso hace ya muchos años y, sin duda, a un joven como usted estas cosas no le interesan.
Lázaro, entre los dos hombres, miró la barandilla de hierro fundido y, debajo, la negrura sin fondo que el barranco ofrecía por la noche con sus ochenta metros de profundidad. La compañía de los dos policías y la visión de la baranda del viaducto, tenuemente iluminada por el alumbrado público, no le daban ninguna tranquilidad. La voz del hombre le sacó de sus temerosas conjeturas.
- Acompáñenos. El comisario Mansoz desea conocerle.
Tan impresionado estaba Lázaro por el incidente que no se atrevió a hacer pregunta alguna y, sumiso, les acompañó en silencio. Dieron la vuelta y, con Lázaro entre ambos policías, tornaron hacia el centro histórico de La Fambra. En su camino no se cruzaron con nadie conocido y eso a Lázaro le tranquilizó, pues a nadie tendría que dar explicaciones. La comisaría estaba en un edificio nuevo, de esos reconstruidos en la época a la que hizo alusión el policía. A la puerta había un guardia de uniforme. En el recibidor había un mostrador donde otro guardia informaba de dónde estaban los despachos y las gestiones que en cada uno podían hacerse. A aquellas horas no había nadie. Pasaron al interior y entraron a la antesala de un despacho. Dejaron allí a Lázaro y le dijeron que esperase hasta que desde la puerta interior le avisaran para pasar al despacho del comisario. Lázaro estaba muy nervioso. Pensó que aún le quedaba la mayor parte de lo que le habían dado en el burdel y, muy alterado, contó los billetes que tenía en la cartera. Estaba dispuesto a contarle todo al comisario y pedir las disculpas que hicieran falta, lo que faltaba se lo devolvería en cuanto tuviera algún dinero, anularía el pedido de los libros…
- Pase usted –dijo desde la puerta del despacho un policía de uniforme cuando Lázaro, tras media hora de espera, pensaba que le iban a hacer pasar la noche allí.
Lázaro entró al despacho y vio cómo un hombre de unos cincuenta años y con gafas hojeaba papeles tras una gran mesa rectangular iluminada por una luz potente. Parecía muy concentrado. El despacho era amplio y tenía sobre las paredes un crucifijo y los retratos oficiales. Estaba iluminado por una araña sencilla y carecía de adornos excepto unas cortinas sobrias y media docena de sillas, dos frente a la mesa y las otras cuatro pegadas a las paredes. El comisario no era un hombre corpulento, estaba bastante calvo y el pelo que aún conservaba en los laterales del cráneo era rizado, tenía un bigote fino, patillas no muy largas y, cuando al fin levantó hacia él la mirada y se quitó las gafas, pudo Lázaro observar unos ojillos vivos, descarados e inquisidores que se clavaban en él y le recorrían de arriba abajo sin que el comisario moviera un solo músculo de la cara. Al momento el comisario le dijo al policía que les dejara solos. En cuanto éste salió fue Lázaro a hablar para aclarar lo del sobre pero el comisario le detuvo con un gesto y le hizo seña de que se sentara. Una vez que Lázaro se hubo sentado el inspector se presentó y después le dijo:
- Bajo ningún concepto es bueno que una persona hable mientras no se le pregunte. Recuerde usted esto de ahora en adelante.
- …
- Usted, por ejemplo, piensa que está aquí por ese episodio sin importancia del burdel. O que, al menos yo, no le doy importancia por el momento.
- …
- Pues no es así. Pero, si usted me lo hubiera dicho y yo no lo hubiera sabido, usted me habría dado una información gratuita que yo no tendría por qué conocer. Así que en el futuro tenga usted cuidado con lo que dice sin que nadie le pregunte.
- ¿Pero entonces? –se atrevió a decir Lázaro totalmente desconcertado.
- Para la gente del burdel usted seguirá siendo policía, no se inquiete por eso. No tendrá que devolverles el dinero. Es más, si sus visitas por allí no son demasiado frecuentes, hasta es posible que le inviten a pasar el rato con alguna de las pupilas y a tomar unas copas. No estoy interesado en ese asunto.
- Pues, entonces, no sé…
- Sí, no sabe usted por qué está aquí. Se lo explicaré. Usted lleva muy poco tiempo en la ciudad. Aquí nos conocemos todos enseguida. Mis hombres, por ejemplo, están perfectamente identificados. Así que usted va a colaborar con nosotros porque es un buen ciudadano y porque nosotros sabemos agradecer la colaboración.
- Pero yo…
- No hace falta que le explique lo bien que ha caído usted en el ambiente, digamos, intelectual de esta ciudad, en esos círculos de eruditos que a usted le gusta tanto frecuentar y a cuyos miembros admira. Hemos comprobado que, quizás por esa ingenuidad que usted no es consciente de tener, ha sido aceptado en ellos sin ningún recelo y digamos también que, para la policía, ésos son ambientes vedados pero que, sin embargo, tienen gran interés para nosotros. ¿Entiende usted por dónde voy?
- No querrá usted que sea un espía y un chivato, que pase por lo que no soy… -dijo Lázaro, empezando a perder su estúpida candidez e intentando parecer ofendido.
- Anteayer pasó usted muy bien por policía y no lo es… y ya ve usted que yo no se lo recrimino y bien podría hacerlo con más severidad y rigor del que imagina. Sin embargo he decidido aprovechar sus habilidades en beneficio de la sociedad, es decir, de todos. ¿Chivato, dice usted? Le estoy pidiendo colaboración ¿No le parece mejor así? Necesitamos una persona como usted. Sólo tendrá que llevar la vida que lleva ahora, relacionarse con la gente que se relaciona, puede usted seguir con su aspecto extravagante o adoptar el aspecto desaliñado de esos intelectuales, pero necesito que me pase toda la información que de ellos alcance a saber y… desde luego, sería de vital importancia si descubre usted la relación de alguno de ellos con algún partido clandestino. ¿Comprende? ¡Ah, y no se haga conmigo el ofendido que veo comedias similares cada día!
- Pero si yo vengo aquí pensarán…
- Usted no pisará esta comisaría bajo ningún concepto a no ser que mis hombres le detengan y, en ese caso, lo harán de tal modo que quedará usted libre toda sospecha.
- Entonces va a ser difícil comunicarme…
- No, cada quince días si todo discurre normalmente, escribirá usted una carta sin remite al apartado de correos número 30, dirigida a la Editorial Fidélitas. En esos informes me tendrá usted al tanto de cuando deseo saber. Si se entera de algo que le parezca de gran interés me lo hará saber lo antes posible, sin esperar a los quince días habituales entre informe e informe. ¿De acuerdo?
- Pero…
- No hay peros que valgan. No le estoy dando a usted alternativas. ¿No le gustó hacer de policía? Pues ahora lo va a hacer de verdad y, lo que es más, para servir al bien común, ¿comprende? A finales de cada mes pase por el burdel, ellos le darán un sobre con el doble de lo que le dieron la última vez. Si nos encontramos, usted no me conoce.
- Pero, entonces, ¿es que me van a pagar los del burdel?
- Eso no es asunto suyo. Ya puede marcharse. Espero no tener que hacerle traer aquí. No me gustan las estupideces ni tener que repetir las cosas –el comisario hizo un gesto con la mano para que Lázaro saliese y se sumergió de nuevo en sus papeles sin levantar la cabeza para verle salir.
Al llegar al centro del viaducto un hombre de unos treinta años le pidió fuego. Al echarse la mano al bolsillo el hombre le mostró una identificación de policía que Lázaro, súbitamente nervioso, no llegó casi a ver pero de cuya autenticidad no dudó. En ese mismo momento, otro hombre, algo más joven, que debía venir detrás de él llegó a su altura y así Lázaro quedó entre ambos.
- Lleva usted poco por aquí, ¿verdad? –dijo el mayor de los hombres.
- Sí, apenas un mes –contestó Lázaro, tímidamente y en estado de alerta.
- ¿Sabe usted que en la parte del ensanche, al otro lado del viaducto, hubo un campo de prisioneros?
- No, no lo sabía –Lázaro casi había perdido la voz.
- Pues sí, lo hubo. Todas las mañanas atravesaban este viaducto para ir a reconstruir la ciudad, en ruinas por la guerra, ya sabe… Algunos, cansados de la dureza de su vida, saltaron por esta barandilla para no enfrentarse a un destino que veían sin salida. Claro que de eso hace ya muchos años y, sin duda, a un joven como usted estas cosas no le interesan.
Lázaro, entre los dos hombres, miró la barandilla de hierro fundido y, debajo, la negrura sin fondo que el barranco ofrecía por la noche con sus ochenta metros de profundidad. La compañía de los dos policías y la visión de la baranda del viaducto, tenuemente iluminada por el alumbrado público, no le daban ninguna tranquilidad. La voz del hombre le sacó de sus temerosas conjeturas.
- Acompáñenos. El comisario Mansoz desea conocerle.
Tan impresionado estaba Lázaro por el incidente que no se atrevió a hacer pregunta alguna y, sumiso, les acompañó en silencio. Dieron la vuelta y, con Lázaro entre ambos policías, tornaron hacia el centro histórico de La Fambra. En su camino no se cruzaron con nadie conocido y eso a Lázaro le tranquilizó, pues a nadie tendría que dar explicaciones. La comisaría estaba en un edificio nuevo, de esos reconstruidos en la época a la que hizo alusión el policía. A la puerta había un guardia de uniforme. En el recibidor había un mostrador donde otro guardia informaba de dónde estaban los despachos y las gestiones que en cada uno podían hacerse. A aquellas horas no había nadie. Pasaron al interior y entraron a la antesala de un despacho. Dejaron allí a Lázaro y le dijeron que esperase hasta que desde la puerta interior le avisaran para pasar al despacho del comisario. Lázaro estaba muy nervioso. Pensó que aún le quedaba la mayor parte de lo que le habían dado en el burdel y, muy alterado, contó los billetes que tenía en la cartera. Estaba dispuesto a contarle todo al comisario y pedir las disculpas que hicieran falta, lo que faltaba se lo devolvería en cuanto tuviera algún dinero, anularía el pedido de los libros…
- Pase usted –dijo desde la puerta del despacho un policía de uniforme cuando Lázaro, tras media hora de espera, pensaba que le iban a hacer pasar la noche allí.
Lázaro entró al despacho y vio cómo un hombre de unos cincuenta años y con gafas hojeaba papeles tras una gran mesa rectangular iluminada por una luz potente. Parecía muy concentrado. El despacho era amplio y tenía sobre las paredes un crucifijo y los retratos oficiales. Estaba iluminado por una araña sencilla y carecía de adornos excepto unas cortinas sobrias y media docena de sillas, dos frente a la mesa y las otras cuatro pegadas a las paredes. El comisario no era un hombre corpulento, estaba bastante calvo y el pelo que aún conservaba en los laterales del cráneo era rizado, tenía un bigote fino, patillas no muy largas y, cuando al fin levantó hacia él la mirada y se quitó las gafas, pudo Lázaro observar unos ojillos vivos, descarados e inquisidores que se clavaban en él y le recorrían de arriba abajo sin que el comisario moviera un solo músculo de la cara. Al momento el comisario le dijo al policía que les dejara solos. En cuanto éste salió fue Lázaro a hablar para aclarar lo del sobre pero el comisario le detuvo con un gesto y le hizo seña de que se sentara. Una vez que Lázaro se hubo sentado el inspector se presentó y después le dijo:
- Bajo ningún concepto es bueno que una persona hable mientras no se le pregunte. Recuerde usted esto de ahora en adelante.
- …
- Usted, por ejemplo, piensa que está aquí por ese episodio sin importancia del burdel. O que, al menos yo, no le doy importancia por el momento.
- …
- Pues no es así. Pero, si usted me lo hubiera dicho y yo no lo hubiera sabido, usted me habría dado una información gratuita que yo no tendría por qué conocer. Así que en el futuro tenga usted cuidado con lo que dice sin que nadie le pregunte.
- ¿Pero entonces? –se atrevió a decir Lázaro totalmente desconcertado.
- Para la gente del burdel usted seguirá siendo policía, no se inquiete por eso. No tendrá que devolverles el dinero. Es más, si sus visitas por allí no son demasiado frecuentes, hasta es posible que le inviten a pasar el rato con alguna de las pupilas y a tomar unas copas. No estoy interesado en ese asunto.
- Pues, entonces, no sé…
- Sí, no sabe usted por qué está aquí. Se lo explicaré. Usted lleva muy poco tiempo en la ciudad. Aquí nos conocemos todos enseguida. Mis hombres, por ejemplo, están perfectamente identificados. Así que usted va a colaborar con nosotros porque es un buen ciudadano y porque nosotros sabemos agradecer la colaboración.
- Pero yo…
- No hace falta que le explique lo bien que ha caído usted en el ambiente, digamos, intelectual de esta ciudad, en esos círculos de eruditos que a usted le gusta tanto frecuentar y a cuyos miembros admira. Hemos comprobado que, quizás por esa ingenuidad que usted no es consciente de tener, ha sido aceptado en ellos sin ningún recelo y digamos también que, para la policía, ésos son ambientes vedados pero que, sin embargo, tienen gran interés para nosotros. ¿Entiende usted por dónde voy?
- No querrá usted que sea un espía y un chivato, que pase por lo que no soy… -dijo Lázaro, empezando a perder su estúpida candidez e intentando parecer ofendido.
- Anteayer pasó usted muy bien por policía y no lo es… y ya ve usted que yo no se lo recrimino y bien podría hacerlo con más severidad y rigor del que imagina. Sin embargo he decidido aprovechar sus habilidades en beneficio de la sociedad, es decir, de todos. ¿Chivato, dice usted? Le estoy pidiendo colaboración ¿No le parece mejor así? Necesitamos una persona como usted. Sólo tendrá que llevar la vida que lleva ahora, relacionarse con la gente que se relaciona, puede usted seguir con su aspecto extravagante o adoptar el aspecto desaliñado de esos intelectuales, pero necesito que me pase toda la información que de ellos alcance a saber y… desde luego, sería de vital importancia si descubre usted la relación de alguno de ellos con algún partido clandestino. ¿Comprende? ¡Ah, y no se haga conmigo el ofendido que veo comedias similares cada día!
- Pero si yo vengo aquí pensarán…
- Usted no pisará esta comisaría bajo ningún concepto a no ser que mis hombres le detengan y, en ese caso, lo harán de tal modo que quedará usted libre toda sospecha.
- Entonces va a ser difícil comunicarme…
- No, cada quince días si todo discurre normalmente, escribirá usted una carta sin remite al apartado de correos número 30, dirigida a la Editorial Fidélitas. En esos informes me tendrá usted al tanto de cuando deseo saber. Si se entera de algo que le parezca de gran interés me lo hará saber lo antes posible, sin esperar a los quince días habituales entre informe e informe. ¿De acuerdo?
- Pero…
- No hay peros que valgan. No le estoy dando a usted alternativas. ¿No le gustó hacer de policía? Pues ahora lo va a hacer de verdad y, lo que es más, para servir al bien común, ¿comprende? A finales de cada mes pase por el burdel, ellos le darán un sobre con el doble de lo que le dieron la última vez. Si nos encontramos, usted no me conoce.
- Pero, entonces, ¿es que me van a pagar los del burdel?
- Eso no es asunto suyo. Ya puede marcharse. Espero no tener que hacerle traer aquí. No me gustan las estupideces ni tener que repetir las cosas –el comisario hizo un gesto con la mano para que Lázaro saliese y se sumergió de nuevo en sus papeles sin levantar la cabeza para verle salir.
4 comentarios:
¡Chanfle!
Esto va para engancharme definitivamente. Como que se te está haciendo costumbre ¿eh?
Y luego, si te vas de vacaciones (que a lo mejor ya andas) me vas a dejar como "novia de rancho" un buen rato. -esto es: "vestida y alborotada" ;-)
¡Ay de mi!
Tanto en época de trabajo como de vacaciones se lee y se escribe, unas veces hurtando tiempo de donde se puede, otras empleándolo y regalándolo del propio. En ambos casos y siendo un placer tanto el leer como el escribir, podemos caer en el uso abusivo de los placeres, lo que se conoce como vicio, y entonces alborotarnos un poquito pero, mientras se permanezca vestido, es presumible que las aguas no salgan de su cauce. ;-)
Querido amigo:
voy llegando hace menos de una hora de la costa. No tuve contacto con Internet ni uno solo de los siete días que estuve fuera. Antes de irme coloqué tu página en mi lap, creí que se guardaría sin acceso a Internet, pero nada, ¡NO te pude leer! :-(
Ahora mismo estoy algo cansada, pero me pondré al corriente con mis lecturas atrasadas. ¡Ya verás que lata te voy a dar!
Besillos trasnochados
Es una alegría recuperar tus comentarios, tras esa etapa inestable que has tenido.
Besos y bienvenida.
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